lunes, 21 de septiembre de 2015

Dolencia rebelde



 
   Joaquín Nicolás Aramburu


  En diez años apenas tiene tiempo para cambiar de fisonomía moral un pueblo. Una década es un soplo en la vida de la humanidad; representa ella, ante la inmensidad de los siglos, menos que un minuto en la vida del individuo.

 Los vicios de origen, los desequilibrios del espíritu, por ley de herencia, y las degeneraciones del carácter, por errada educación, no sólo han menester tiempo, sino un régimen depurativo severísimo para desaparecer o modificarse.

 Es axiomático en patología la violencia de ciertos virus, que  no penetran en el organismo para dejarlo a los primeros esfuerzos de la terapéutica, sino que se extienden, arraigan y perduran hasta el borde mismo de la fosa; que se trasmiten á la descendencia y reaparecen en el curso de las generaciones, si una mano hábil no las ha neutralizado o barrido, a fuerza de cauterios, en alguna de las etapas del mal.

 Asegura Lombroso que las grandes estadísticas del crimen se nutren de las grandes fuentes del alcoholismo. Para la medicina legal contemporánea, consoladora y humana, el delito no es una maldición divina, ni la obra de lo imprevisto: generalmente laten sus gérmenes en la dolencia corporal o se elaboran sus energías en el medio ambiente, incitante y corruptor. Hacer sanos de cuerpo y puros de espíritu, equivaldría á cerrar las cárceles y abolir el patíbulo.

 Nacen del olvido de los preceptos sociales los paroxismos que caracterizan algunas épocas, y el rebajamiento intelectual y físico de que adolecen algunas variedades de la especie racional.

 Sin un continuado tratamiento, vigoroso, no se curan dolencias que han viciado los órganos humanos.

 Del mismo modo persisten los errores de un pueblo y las debilidades de una sub-raza, criada en atmósfera mefítica, cuando no se establece un plan curativo de ciencia y virtud, enérgico; si no sobreviene un robusto esfuerzo colectivo por vencer del peligro y se entabla una abnegada labor en pro del mejoramiento nacional.

 Porque así creo, no se ha unido a la natural amargura de mi corazón la extrañeza de mi ánimo, en presencia del crecido número de presos políticos que ha dejado la constitución de las mesas electorales; de la aterradora cifra de cubanos detenidos y procesados por sedición, escándalo, coacción o atentado a agentes de la autoridad; por hechos, en fin, que no hubieran ocurrido en el tranquilo desarrollo de la existencia social, a no ser esa trastornadora política del personalismo, que ofusca las inteligencias y perturba las voluntades.

 Pueden contarse por cientos los ciudadanos recluidos en distintas cárceles, y los acusados en distintos Juzgados, cuando parecía que con la redención política de la tierra y el gobierno libre del pueblo, sancionado por una de las Constituciones más democráticas que se conocen, todos nuestros graves problemas quedaban resueltos y satisfechas todas las aspiraciones de dignidad y justicia, que llevaron al sacrificio de la guerra civil a los hombres de dos generaciones.

 El extranjero, ignorante de las miserias que nos corroen, que después de hojear los libros de las cárceles y conocer el registro de las Audiencias, quisiera explicarse lógicamente el origen de tantos delitos, por la pasión sectaria inventados, pensaría que a los tres años de República independiente, centenares de locos se habrían propuesto repetir el caso de Santo Domingo, de mediados del pasado siglo, luchando por reincorporar la tierra nativa a la Corona castellana, y pidiendo tropas a otra Isabel II para imponer la reconquista a sus paisanos; pensaría si el ideal de los  días de Narciso López y Saco habría reencarnado en parte de esta generación, y centenares de utópicos se habrían empeñado en precipitar la anexión, poniendo a los pies de un poderoso que no les quiere ahora, su condición de ciudadanos y su prestigio de luchadores. 

 Porque sólo así tendrían atenuación las violencias y explicación los arrebatos. Una mitad de la población, orgullosa de su personalidad civil, y otra sedienta de la opresión extraña; una mitad de dignificados, y otra de envilecidos, una de esclavos despreciados y otra de soberanos soberbios, bien podrían llenar cárceles, desgarrarse en la vía pública, temerse y odiarse.

 Pero cuando el extranjero supiera que no se trataba de traer otro Maximiliano de Europa, ni de incorporarse a la Federación como Haití; sino que ha sido la lucha por una candidatura presidencial, la pugna de dos partidos de burócratas, se haría todas las cruces del asombro, e iría como Lombroso a buscar en las grandes fuentes de anteriores vicios, el germen fatal de las actuales torpezas.

 No me extraña que resulten liberales todos los procesados. Son la oposición. Los que asaltan la fortaleza son los que ruedan siempre al foso. No me admira que los jueces procesen. Lo que me entristece es que sobren acusadores y denunciantes; lo que retrata al pueblo de diez años atrás, es el cúmulo de testigos de cargo, hermanos por la sangre y la tierra, por el habla y la historia, por todas las amarguras del pasado y todas las esperanzas del porvenir, de los perseguidos.

 Es la eterna desdicha: en la manigua, acusando de espía al compañero, y de cómplice del soldado a la familia labriega. Cepos de campaña, ahorcados por Consejo de guerra, macheteados sin formación de sumario. La Revolución fue pródiga en estos hechos.

 ¿Los que acusaban? cubanos. ¿Las víctimas? cubanos. No siempre existió el delito, pero siempre se aplicó la pena: terrores de la guerra civil.

 De trincheras adentro, el guerrillero, de los más patriotas de ahora, arrasando sitios de labor, incendiando pueblos, asesinando niños y violando mujeres. El chota urbano, dando confidencias a la guardia civil. El oficialito de voluntarios, extremando la nota, por cobarde. Aquí el proceso por infidencia, allá la confiscación de propiedades, acullá la mentira vil enardeciendo al comandante de armas. Me acuerdo de un criollo uniformado que en los primeros días de la contienda pretendió lo que ningún español me habría exigido: que alojara cuatro soldados en la alcoba de mis hijitas.


  Y celadores, jefes de día, y guardias, y auxiliares de la resistencia española, no habían nacido más allá de la Punta Maisí.

 No cambia, no, en diez años la fisonomía moral de un pueblo mal educado.

 El que a la puerta del colegio hizo agresión a la fuerza pública, el que disparó su revólver contra la Junta escrutadora, el que amenazó de muerte al amigo y acusó de falsedad al hermano, todos los que han denunciado y perseguido, nutriendo las cárceles y llevando el dolor a las familias, en los odios de la lucha armada y en la atmósfera fatal de la esclavitud colonial adquirieron la dolencia de impiedad y desamor.

 Ha faltado el tratamiento. La dosis de virtud y ciencia que penetró en el organismo social después de la paz, ha sido impotente para destruir el virus terrible que nos devora.



 Páginas. Colección de trabajos en prosa y verso, Imprenta El Avisador Comercial, 1907, pp. 271-74. 

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