Francisco Morán
Lo descubrí por casualidad. En la
galería «Liberators of Cuba» dibujada a plumilla y publicada en la página 22 de
la edición dominical del 8 de mayo de 1898 del Boston Sunday Globe, Mass. Debajo, a la derecha, la mano del azar –
¿o la de quién? – había incluido el
retrato de Casal. La galería ocupa el centro del texto, y con él, toda esa
página cuyo titular dice:
MEN WHO HAVE MADE CUBA FREE
Pen Pictures of Patriots Who for Years Have Bravely Struggled Against
the Oppression of Spain --- Best Blood of the Island Shed in Liberty’s Cause.
El centro de ese museo lo ocupa el retrato
de Máximo Gómez, también dibujado a mayor escala que el del resto. Sobre el
suyo, el de Mario G. Menocal, y debajo el del Gen. Antonio Maceo. A la
izquierda de Gómez, y en la parte superior, Martí. Al mismo nivel, pero a la
derecha, Tomás E. Palma. Debajo, a la izquierda, Calixto García. A la derecha,
también debajo, Bartolomé Masó. No es de extrañar el lugar relativamente
marginal de Maceo en esa selecta galería – está en el centro de la fila
inferior – puesto que en la prensa yanqui de la época contrastan las numerosas
menciones de José Martí y de Máximo Gómez, aunque en contextos diferentes – el
primero como organizador de la guerra, y hasta como «Presidente»; el segundo
como guerrero – con el escaso interés que suscita Maceo.
Resulta entonces que, visualmente, el
general mulato está más cerca de Casal que, digamos, de Martí; pues paraExamen
antropológico acercarse a este primero tendría que saltar sobre Calixto García.
El azar tiene sus cosas. Después de todo, el estudio antropológico del cráneo
de Maceo que realizaron en 1899 José Rafael Montalvo, Carlos de la Torre y Luis
Montané no hizo sino poner de manifiesto que ninguna hazaña militar era quizá
suficiente para justificar el empadronamiento de Maceo en el ilustre panteón,
en el claustro de mármol de la Patria: “En los momentos en que había que
soldarse – cerrando para siempre – la caja que contenía el esqueleto de A.
Maceo, los individuos que componen el comité de exhumación, comprendieron que
aquellos restos merecían algo más de
una árida descripción anatómica, o de un mero certificado de identidad” (La
Comisión). ¿Por qué ese merecimiento,
con el que por otra parte no fueron distinguidos los restos de Martí, ni los de
Máximo Gómez? Porque más bien se trataba de verificar
el merecimiento – si merecía o no el mulato un peldaño más arriba que lo
acercara a los blanquitos merecedores: Martí y Gómez. El examen antropológico
no sólo no está lejos, pues, de la pesquisa policial, sino implicado en ella.
La conclusión de que Maceo “se aproxima más
a la raza blanca, la iguala, y aún la
supera por la configuración de la
cabeza, por el peso probable del encéfalo, por la capacidad craneana, lo que
permite definitivamente afirmar en nombre de la antropología” que “dada a la
raza a que pertenecía, y en el medio en el cual ejercitó y Muerte de
Maceodesarrolló sus actividades, […] puede ser considerado como un hombre realmente superior” (El cráneo de Antonio Maceo 16). La clave
está en el tortuoso viaje de esos restos por la escritura del saber
antropológico, y que realzan las itálicas: se aproxima, iguala, supera. El racismo inscrito en este ritual
fundante de la República hace sonar todos sus bronces, primero, en esa
superación estrambótica: Maceo, aunque mulato, resulta al cabo el más blanco de
los blancos. La hipérbole lava a Maceo y nos lo devuelve, aun si solo en esos
restos, blanco de pies a cabeza. De eso se trata cuando, en segundo lugar, se
menciona sin nombrarla a “la raza a
que pertenecía;” y más todavía cuando ese “medio” - ¿cuál? – “en el cual ejercitó y desarrolló sus actividades” aparece
sospechosamente descolorido; o más exactamente blanqueado. Asimismo, la superioridad
de la cabeza, incluyendo el “peso” del encéfalo del que ni siquiera pueden
estar seguros los examinadores, es probablemente el signo que mejor revela la
intentona de blanquear a Maceo, quien se acerca así a la inteligencia de Martí
– del blanco – puesto que en el discurso racial la inteligencia ha sido el
privilegio de los blancos. Aquí desaparece aquello de que Maceo tenía tanta
fuerza en la mente como en el brazo, puesto que esto último – el cuerpo alzado,
amenazante sobre el caballo – es desplazado totalmente por la cabeza, asiento
de la inteligencia. No se trata, por supuesto, de que se equivocaran al afirmar
la inteligencia de Maceo, sino de traer a la luz las cartas marcadas con las
que jugaban los antropólogos cubiches. Porque, después de todo, no se
necesitaba de ningún reconocimiento antropológico para saber que Maceo había
sido un hombre inteligente. Y hay que ver para lo que en última instancia se
manejan esos restos: por el reverso de la afirmación de que Maceo era un hombre
realmente superior se afirman la inferioridad del negro y la del chino.
Finalmente, hay que advertir que ninguno de los héroes de la guerra – no Martí,
ciertamente – fue sometido a un ritual tan humillante y deleznable como el que
hubieron de soportar los restos de Maceo.
Julián del Casal, por otra parte, fue en
vida objeto a su vez de las pesquisas y sospechas de los saberes médicos, y de Julián
del Casal las prescripciones higienistas de médicos y críticos. El suyo fue
también un cuerpo sospechoso, y en cuanto tal, asediado por el secreteo, las
insinuaciones. El deseo de averiguar la sexualidad de Casal precedió a la
averiguación de la raza de Maceo. De esta manera, más que en el Hotel
Inglaterra el general y el poeta se encontraron sobre la mesa de disecciones
del nacionalismo cubano. Ambos encarnaron la otredad en lo que podían tener de
más abyecto: homosexualidad y negritud. En ambos la sospecha sigue el
itinerario del examen empeñado en normalizarlos: hacer del negro un blanco, y
del maricón un revolucionario. Véase sino el artículo “Julián del Casal,
patriota,” de nada menos que Enrique Hernández Miyares. Por otra parte, Cintio
no dejará de machacarnos el soneto que Casal le dedicó a Maceo. No es casual,
pues, que Montané dejara lo suyo en el número-homenaje que La Habana Elegante le dedicó a Casal el 29 de octubre de 1893, a
solo unos pocos días de su muerte. Así nos enteramos de su participación en el
contubernio de los médicos que se empeñaron – y creyeron lograrlo – en mantener
a Casal en la ignorancia de su enfermedad y de su verdadero estado de salud:
En estas reuniones íntimas, en el gabinete del
doctor, a pesar de todos nuestros esfuerzos para distraer a su imaginación,
Casal terminaba preguntándonos acerca de su enfermedad. ¡Lo engañábamos, con
tanta facilidad! Y el poeta se marchaba radiante, lanzando una gasa dorada
entre él y la triste realidad de las cosas. ¡Porque él estaba inconsciente,
siempre estuvo inconsciente de su condición, y es con los ojos vendados que
descendió la escalera de la vida!
No se da cuenta de que la insistencia de la pregunta
traicionaba la desconfianza de ese que creían salir de la consulta con los ojos
vendados. Eran los médicos los que no veían. Casal sabiéndose cerca de la
tumba, se despedirá de Darío y no de esos médicos que lo creyeron alguna vez
ciego a las artimañas con que intentaron engañarlo. Por otra parte las
“reuniones íntimas” de que habla Montané nos permite asomarnos, o vislumbrar al
menos, ese panopticismo médico que disuelve la distancia entre el gabinete y el
salón, entre la conversación de los amigos, y la inspección de los
especialistas, pero que también subraya otra distancia: la que desplazaba al
poeta y su quimera lejos del saber especializado de la medicina.
Resulta revelador el impulso organizador de Montané en sus relaciones
sociales:
Como J. Reynaud, toda mi vida, al
encontrarme con las gentes por primera vez, las organizo instintivamente, y
como a pesar de mí mismo, en tres clases: ésos que no me gustarán nunca, ésos
que tal vez me gustarán, y ésos que me gustan inmediatamente; y Casal había
tomado su lugar inmediatamente en la tercera categoría.
Pero, ¿qué relación tuvo Montané con Casal? Y
si hubo alguna relación entre ellos, ¿cómo habría sido? Montané solo nos dice:
“También, he tenido el placer de extenderle mi mano.” Dejando a un lado este
fugaz contacto personal, todo cuanto nos queda es su participación en el
contubernio de los médicos y el oído para el rumor que, tal y como sucede con
los amigos de Casal, nos llega siempre codificado en las alusiones a los
padecimientos físicos y psíquicos – ah!, ese nerviosismo que no pueden dejar de mencionar:
También, he tenido el placer de extenderle mi
mano. Entonces, me había enterado de
que él había nacido para el dolor constante, que tuvo una infancia enfermiza y
nerviosa, que temprano había conocido delicados sufrimientos y sentimientos
artísticos; y fue así que me expliqué esta dulce alegría cruzada con tristeza
(énfasis mío).
El rumor parece preceder al estrechón de
manos – entonces me había enterado –
y quizá lo segundo fue el resultado de lo primero. Ya le habían llegado los
detalles consabidos de la biografía de Casal – la infancia enfermiza y nerviosa
– y lo otro, murmurado en otras reuniones íntimas: esos delicados sufrimientos y sentimientos
artísticos. Justamente el “así me expliqué” sugiere que la inquisición
antecedió al placer de extenderle la mano. De hecho, podría inferirse del
comentario de Montané que solo, o al menos casi siempre que se encontraba con
Casal era en la consulta de Aróstegui: “Lo vi de vez en cuando en casa del Dr. G. Aróstegui, cuya amistad era muy
valiosa para él; y desde el primer momento, me sentí atraído por esta
naturaleza suave y triste” (énfasis mío). Al igual que a la mayor parte de los
amigos de Casal, a Montané lo atrae no tanto el escritor como su “naturaleza
suave y triste.” Se trata de lo mismo: del secreto. El cuerpo de Casal encierra
un secreto; un secreto que además exhibe, un secreto con el que Casal se
muestra desfachatadamente y se oculta. El cuerpo de Maceo no tiene secretos en
el sentido que el de Casal. Su negritud, su mulatez estaban a la vista, quizá
demasiado a la vista. Por lo tanto aquí la mirada antropológica trabaja a la
inversa: presiona la negritud de Maceo, insiste en hacerla desaparecer hasta el
punto de convertirla en secreto, en armario. Después del examen antropológico,
la negritud del titán de bronce – más blanco ahora que la rosa blanca – no
podía ser sino secreto. Secreto a voces que nos grita desde el bronce oscuro de
la estatua, como el secreto, también vociferante de Casal, que nos mira y nos
da la espalda en esas flores de éter
en que se traviste para bailar al fin ante nosotros con todos sus atuendos
decadentistas:
Halo llevabas de poesía
y más que el brillo de tu corona
a los extraños les atraía
lo misterioso de tu persona
que apasionaba nobles mancebos,
porque ostentabas en formas bellas
Antonio Maceola gallardía de los efebos
con el recato de las doncellas.
¿Derramó Casal su sangre por la libertad de
Cuba? En el soneto que le dedicó a Maceo, el héroe que regresa a Cuba no está
muy lejos de Luis de Baviera:
así al tornar de costas extranjeras,
cargado de magnánimas quimeras,
a enardecer tus compañeros bravos,
Apasionar nobles mancebos o enardecer a compañeros bravos. Da lo
mismo. Sobre el mantel del banquete o en los campos de Baraguá, la risa y las
balas pasan “como enjambre súbito de avispas” (“La cólera del infante”) dentro
del mismo sueño compartido. Al final quedan los dos, tan juntos y tan
distantes, ensimismados para siempre como el gladiador de “Bajo-relieve” que
“sepulta la cabeza entre las manos / viendo correr la sangre de su herida.” Por
la misteriosa zanja del matadero corren esas sangres burla burlando los saberes
organizadores de la antropología y de la historia. En una de las fotos de Maceo
vistiendo el uniforme militar sorprendemos la pose digna y elegante, incluso de
dandy, que junto a su proverbial belleza física podría explicar el ardor de los
ojos de Casal.
Alguien, un extraño, acercó en un
dibujo a plumilla esas cabezas que así encontraron otro espacio – lejos de la
isla – donde juntar secreto con secreto, maldición con maldición, y abrazarse.
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