Andrés Stanislas Romay
Si hay algún lugar en la Habana digno de
llamar la atención del hombre pensador es la Plaza del Vapor, esa pequeña
población encerrada dentro de otra, como ciertas bolas de marfil chinescas; ese
mundo en pequeño con sus esplendores y sus miserias, con su vida activa y su
vida silenciosa, con todas las faces, en fin, con que el mundo real se presenta
a los ojos del filósofo. Una hora de observación bajo los dilatados portales de
la Plaza del Vapor equivale a un año de estudio en los libros que os presentan
la anatomía del corazón humano: en estos aprendéis la teoría, allí aprendéis la
práctica. Quizás creerán muchos que hay algo de exageración en el modo que
tengo de considerar la Plaza del Vapor, comparándola a un mundo en pequeño:
esto nace de que no todo el que mira observa, y de que no todos observan las
cosas bajo un mismo aspecto. Voy a presentar pues la historia de un día en la
Plaza del Vapor, en ese edificio de que puede enorgullecerse la Habana, si no
por su aspecto arquitectónico, al menos por su extensión o importancia; pero
que no nos llama la atención porque no existe allende los mares: esa historia
no será más que el resultado de algunas observaciones.
¿Queréis tener una leve idea del infierno, una
viva representación de esas escenas fantásticas, nocturnas, en que los héroes
son sombras o asesinos, en que sus rugidos acallan los débiles gemidos de sus
víctimas, en que oís ruidos extraños cuyo origen ignoráis pero que os hacen
estremecer el corazón? Id pues a la Plaza del Vapor a las doce de la noche, y
el cuadro que su interior presenta os sobrecogerá. A favor de algunas teas que
lanzan sus rojos resplandores sobre un corto espacio de la plaza divisaréis
bultos informes, aceros que brillan, hombres dormidos sobre el producto del
sudor de su frente, y hombres despiertos que piensan en la ganancia que han de
obtener de los suyos. Palabras rudas, monosílabos, cortos monólogos, ecos que
ruedan por bajo las arcadas como las últimas vibraciones de una campana,
imprecaciones, nada falta para completar el cuadro nocturno que no hubieran
desdeñado el pincel de Hogarth ni las plumas de Cervantes al escribir el
Quijote, y de Quevedo al idear sus sueños. Y sin embargo esos fantasmas no son
más que los placeros que al resplandor de sus hachas preparan el diario festín
de la población, que a esas horas está sumergida en brazos del sueño, si ya no
es que una parte de ella riega el miserable lecho con lágrimas de
desesperación, pensando en el difícil medio de tomar parte en ese festín.
La llegada del día transforma el cuadro completamente. A medida que la
luz penetra en el sombrío recinto vuestros oíos se van fijando sobre los
preciosos dones de la tierra que esmaltan el suelo de la plaza: los fantasmas
desaparecen para dar lugar a los seres de nuestra especie que cual centinelas
vigilan esos dones; las casillas se abren, las plantas que adornan los balcones
interiores de la plaza saludan al sol naciente, y el recinto del mercado se ve
invadido por una inmensa concurrencia de personas de todas clases. Entonces
tienen lugar infinidad de escenas que el ojo más atento no puede abarcarlas a
la vez. Entonces se descubren ciertos tipos sociales que aparecen como nuevos,
bien que existan desde tiempo inmemorial. ¿Veis aquella persona que se pasea
entre la multitud, silenciosa, y en cuyo impasible rostro no encontráis la
menor expresión de sus pensamientos? Al notar que nada hace le tomaréis por un
amateur de los productos de la naturaleza que viene a contemplarlos, o por un
observador de la sociedad: pero si atisbaseis hasta sus menores movimientos, si
lo vieseis alguna vez acercarse a tal o cual persona, percibir de ella alguna
cosa con rapidez, sonreír entonces y volver inmediatamente a su acostumbrada
gravedad, ¿dejaríais de decir que ese era una de las sanguijuelas, uno de los
vampiros de la sociedad, un usurero, en fin? El es, sí: sus meditaciones tienen
por objeto la gabela que diariamente recoge, no los dones de la naturaleza. Ese
hombre es el fantasma de aquellos que acosados de la suerte, o solo para buscar
su vida honradamente, han acudido a sus puertas como el cristiano a las de la
salvación. Los primeros rayos del sol al penetrar en el interior de la plaza
hieren a ese hombre, eterna pesadilla de otros muchos; a ese hombre cuya presencia
hace nacer en ellos la triste idea de una prisión cuando no puedan satisfacer
su compromiso. ¡A cuántos de esos infelices, al retornar a sus lejanos y
míseros hogares, la fija idea de ese eterno e implacable acreedor, desaloja de
su mente los pensamientos del esposo, del padre! Pero apartad la vista de esa
plaga de la humanidad, plaga indispensable que solo dejaría de aparecer en las
sociedades utópicas, y contemplad estos otros dos tipos que la casualidad ha
reunido en un mismo punto.
El uno, mal vestido, es un artesano: el otro,
un poco más pulcro en sus adornos, es un millonario: y sin embargo notad la
diferencia de las compras de ambos. El primero compra sin regatear lo mejor que
sus ojos aconsejados por su gusto divisan. El fruto de su trabajo de una
semana, adquirido según la maldición de Dios, lo dedica ese día a regalo suyo y
de sus hijos, que ajenos aun del destino a que su mísera suerte les condena,
satisfacen con infantil alegría tan frecuente necesidad. El otro, avaro hasta
de su misma sombra, regatea, discute y hasta sufre las invectivas y rudas
contestaciones del vendedor para ahorrar hasta una moneda imaginaria e
insignificante, con perjuicio de su familia, llegando su miseria hasta el
extremo de comprar lo más malo por ser lo más barato. El primero confiado en su
robustez cree que jamás le faltará lo necesario para sí y su familia y
desprecia el oro: el segundo, a pesar de sus amontonados tesoros teme que un
día se vea obligado a mendigar y se roba a sí mismo los menores gustos. ¡Ay,
quizás la muerte los sorprenda en medio de una carrera y entonces el uno en su
lecho de tablas, rodeado de sus infelices hijos, pesará en el fondo de su
conciencia la suerte que les espera, mientras el otro, estremeciendo en su
agonía las colgaduras de su cama, verá a sus hijos que se arrojan sobre su
tesoro como tigres hambrientos sobre una víctima, y lamentará aunque tarde el
error en que ha vivido.
No muy lejos de esos dos tipos se ven otros
dos diametralmente opuestos: la riqueza y la mendicidad. Aquella abundancia por
abundancia, al paso que la segunda se consuela con la idea de que acaso las
sombras de aquella abundancia, al caer de la tarde, vendrán a satisfacer su
necesidad.
Mientras tanto la animación reina en el
recinto interior de la plaza, que como por encanto veis transformada en una
especie de feria. Si no queréis ser filósofo, la diversidad de las fisonomías,
de los trajes, de las conversaciones, os servirá de distracción, o bien
contemplaréis con satisfacción la dorada pina, los purpúreos mangos, el
aterciopelado caimito y otros mil ricos reductos de los feraces campos
tropicales. Pero he aquí que esa agitación va amortiguándose gradualmente, la
concurrencia desaparece y con ella los frutos y la plaza queda casi desierta.
¿Creéis que entonces se halle aquel edificio destituido totalmente de interés?
No, por cierto: entonces se transforma en templo del amor, de ese sutil
espíritu que penetra do quiera que el hombre estampa su huella y que no se
desdeña de visitar el más oscuro albergue al mismo tiempo que el más majestuoso
palacio.
Cuando el interior de la plaza queda como
reposando de la lucha mercantil que ha sufrido, veréis deslizarse bajo las
arcadas diversas personas del sexo fuerte y apostarse en ciertos sitios como si
fueran los genios encargados del silencio. Una infinidad de tenues silbidos
agitan el aire en todas direcciones y poco después volvéis a oír esos silbidos
que salen del piso superior de la plaza, como si allí hubiera ecos que
repitieran los primeros. Esos silbidos son una de las mil invenciones de los
súbditos del dios vendado, especies de telégrafos eléctricos de corazón a
corazón. Apenas se han cambiado por este medio los correspondientes avisos
veréis aparecerse en los balcones interiores del edificio algunos rostros
femeninos, juveniles, risueños, y entablar entre señas dedites y palabras a
sotto voce un amoroso coloquio.
Entre tanto, en tal cual rincón de la plaza
otros individuos, cuya condición se revela a primera vista, nuevos Diógenes que
vivirían dentro de un barril si no hubiera bancos en los mas cafés, y que
pertenecen a una clase que por más abyecta que lo sea tiene la honra de haber
contado en sus filas a Noé y a Alejandro Magno; otros individuos, repito,
buscan silenciosamente el dulce sueño a que los conduce su estado y que allí
disfrutan con una felicidad envidiable para muchos. Pero esos hombres se han
dormido, los amantes de ambos sexos se han retirado: son las doce y excepto el
monótono ruido del agua de las fuentes, nada os interesa ya en el interior de
la plaza. Salgamos fuera.
Los puestos de fruta, los baratillos, las
tiendas de ropa, las peleterías y mil otros establecimientos adornan el
exterior del edificio, de un modo vistoso, dando a cada uno de sus lados un
carácter particular. El lado más animado entonces es aquel en que se hallan los
puestos de fruta, los cuales se ven invadidos por una turba homogénea que, a
virtud de su dinero, compra el derecho de causar la caída de un prójimo con las
cáscaras que arroja en el tránsito. Mientras tanto y con algunas excepciones
los dependientes de las tiendas de ropas y de los baratillos descansan o
inventan nuevos modos de atraer parroquianos, nuevas flores con que regalar los
oídos de sus favorecedoras antes de decirles el precio de un género, cuando
aquellas invaden los establecimientos al caer de la noche. Por lo demás nada
notable ofrece la plaza durante las horas que median hasta el fin del día
artificial. Pero tan pronto como la noche despliega su manto volved a ese
sitio, donde hallaréis entonces la animación y la luz en el exterior, el
silencio y la lobreguez en lo interior.
El bello sexo se posesiona entonces del
tránsito y llena los establecimientos, y, como es natural, arrastra tras sí al
sexo fuerte en no escaso número. Entonces podréis ver mil cosas curiosas:
entonces, ¡ay! podréis hacer también mil tristes observaciones. Seguid por
ejemplo a esa joven, cuyo vestido, no revela miseria pero sí necesidad, que
marcha con paso fugitivo como una gacela que huye del cazador: ¿no adivináis
porqué así anda y cuáles son sus pensamientos? Es virtuosa pero pobre: tiene a
su madre enferma y la salud de su madre y la subsistencia de ambas dependen del
trabajo de sus manos, escasamente recompensado. Camina con fugitivo paso porque
es virtuosa y teme las seducciones. Sus pensamientos son tristes, sí, porque el
fruto de su trabajo, adquirido de sol a sol, va a depositarlo en un minuto en
uno de esos establecimientos, recibiendo en cambio un objeto que le es
indispensable para presentarse en los talleres, pero del cual se privaría
voluntariamente para atender a otras necesidades. Sin embargo, apenas entra en
una tienda, apenas sus miradas se pasean por sobre todos esos artículos que su
pobreza no le permite usar como a tantas otras, su corazón sufre horriblemente
y no pocas veces una fría lágrima se congela sobre sus mejillas. ¡Pobre! esos
artículos que fascinan la vista son para ella ilusiones irrealizables, pero que
no obstante destruyen la tranquilidad de su alma. Esa joven es el emblema de la
virtud.
Volved ahora la vista hacia ese grupo, si os
llama la atención todo lo que brilla, y notaréis un contraste que no podrá
menos de chocaros. Una señoraza, elegantemente vestida, profusamente cubierta
de alhajas, y dos jóvenes, sus hijas, no menos ataviadas, forman lo que
podremos llamar primer término: hermoso cuadro, exclamaréis; la belleza y el
lujo confunden las edades de la madre y de las hijas: son las tres gracias.
Pero mirad el último término del cuadro. Compónenlo cuatro o cinco chiquillos,
miembros también de esa familia, y cuyos vestidos son el reverso de los de
aquellas: ¿por qué esa diferencia? No es inexplicable por cierto: esa señora
ama las exterioridades y desconoce ciertos deberes de madre: acaso cuando esos
chiquillos le piden pan ella y sus hijas vacían el reducido bolsillo en cambio
de un superfluo adorno, y lejos de pensar en el mañana solo piensan en los
focos del baile a que han de concurrir hoy, donde mientras los hombres adulan
su vanidad con seductoras palabras, sus hijos, encerrados, no tienen ni aun un
juguete que romper. Si queréis conocer el resto de este cuadro seguid esa
familia hasta su mansión. Pero no, mil veces mejor es echar un velo sobre
algunas de las faces de la sociedad.
La música y el canto tienen también su asiento
á estas horas en uno de los lados de la plaza: los cantos populares al son de
la guitarra y hasta los grotescos bailes provinciales son las diversiones de
una parte de los habitantes del edificio. He aquí una prueba de la inexplicable
influencia de la música sobre los seres animados: esos hombres se ocupan en
rudos trabajos todo el día y cuando parece que sus abatidas fuerzas debieran
conducirlo al reposo, ellos las recobran animados por la música.
Frecuentemente nos consideramos en el mundo
como individuos de una gran familia pero esto es una mera teoría. ¿Vertéis una
lágrima de sentimiento por la muerte de un desconocido, que acaso habita bajo
un mismo techo? ¿La agonía de un hombre ignorado acaso hace callar las armonías
de las orquestas que saludan el nacimiento del hijo del poderoso? No. Ahora
bien, considerando la Plaza del Vapor como un pequeño mundo, inútil es decir
que en ella tienen lugar iguales escenas. Muchas más pudiera trazar mi pluma si
no temiera salir de los limites que me he impuesto e infinitas las que otro ojo
mas observador puede contemplar: mas como solo he querido presentar aquí
algunas reflexiones de un día, acaso no el más a propósito para formarse una
idea exacta de aquel pequeño mundo, doy fin a este artículo, bien que dudando
si a mis imágenes habré podido darles el colorido de la verdad.
Revista
de la Habana, 1854, Volúmenes 2-3, pp. 28-31.
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