Julián del Casal
Hace pocos días escribí, en las columnas de este
periódico, una diatriba contra los perros, la cual me ha valido –a más del odio
de algunas mujeres abyectas– que mi queridísimo amigo Antonio Delmonte,
gacetillero de El País, a quien me
encuentro unido por el triple lazo del cariño, del compañerismo y de la
admiración, me dirija primero un elogio, que no le agradezco, porque desdeño
los elogios de los amigos, y después una censura, que sí le agradezco, porque
me proporciona asuntos para escribir la crónica de hoy.
Antes de entrar
en materia, debo manifestar que los perros, lo mismo que los hombres, pueden
dividirse en dos grupos: los felices y los desgraciados.
¿Cuáles son más
merecedores de la pena impuesta a la raza en general, por el señor Rodríguez
Batista?
Indudablemente
los primeros. Estos, o sea, los caseros, son los más culpables. Ya sean galgos,
ya de aguas, ya de otra casta, tienen más defectos que pulgas. Ellos son los
que desde la alfombra azul, rameada de rosas blancas, donde los piececillos
rosados de nuestras adoradas se despojan de sus chapines de raso negro,
bordados de oro, pasan la noche escuchando las secretas confidencias del amor
conyugal; los que saltan de improviso, al rayar la aurora, sobre la nívea
blancura de las sábanas; los que, al salir de la alcoba nos siguen a todas
partes; los que al sentarnos a la mesa, están pidiendo a ladridos su ración;
los que, a la hora de leer el periódico, se les ocurre siempre trepar a
nuestras rodillas; los que, al ver entrar a nuestros amigos, se abalanzan a sus
piernas; los que, en el momento en que escribimos, ahuyentan nuestros
pensamientos con inesperados aullidos; y los que, al salir a la calle, en vez
de seguir nuestros pasos, nos abandonan por ir tras de las huellas de la
primera perra que han visto pasar.
Al llevar un
perro a nuestro hogar, que sea para que lo custodie, para que lo defienda o
para que nos advierta el peligro; pero nunca para que le abramos, como no lo
abriríamos a muchas personas, el santuario de la intimidad.
Tengámoslo
siempre, con una cadena al pie, junto al tronco de un árbol de nuestro jardín y
próximo a alguna fuente, cuyos surtidores envíen hasta él, por medio de sus
líquidos abanicos, para refrescar sus ardores, lluvia de sus perlas irisadas.
Los perros
desgraciados, o sea, los callejeros, son casi todos, como los niños de las
cercanías de Belén, inocentes... No hacen daño a nadie, ni siquiera a las aves
muertas. Ellos se arrastran, con las orejas gachas y con el rabo entre las
patas, por encima de todas las inmundicias de las calles, expuestos a recibir
en sus lomos puntiagudos los puntapiés de los transeúntes, las pedradas de los
pilluelos o los latigazos de los cocheros.
Están mejor
educados que los otros. Si marchan por la acera, en el momento en que cruzamos,
se pegan a la pared o se arrojan al arroyo para dejarnos pasar. Nunca se
atreven a pedirnos, como los mendigos limosnas, la más ligera caricia. Tienen
conciencia de su estado y no quieren provocarnos náuseas. Ni siquiera se
quejan. Hasta cuando un coche los aplasta bajo sus ruedas sólo lanzan un
aullido apagado que no percibimos.
Desde hace
algún tiempo, esos perros son recogidos, en carros especiales, por los
servidores de la filantrópica asociación. Ya no necesitan introducir los hocicos
helados en los cajones de basura para saciar su hambre, ni sumergir la lengua
amoratada en el agua verdosa de los charcos para apagar su sed. Pueden morir
también, no en mitad del arroyo, sino como los artistas pobres, en uno de los
lechos de su hospital.
Señor Rodríguez
Batista ¡piedad para esos inocentes!
A pesar de lo
expuesto en contra de los perros caseros, he conocido uno, lo mismo que tú, mi
querido Antonio, que pasará a la posteridad.
Un poeta amigo
nuestro lo ha inmortalizado en preciosos versos. Era un modelo de belleza, de
finura y de discreción.
Su blancura era
igual a la del armiño y el verde de sus ojos al de las esmeraldas.
No comía más
que fresas y sólo bebía esencia de violetas.
Todavía, al
recordarlo, siento un calofrío de tristeza en el corazón.
Séale la tierra
leve ¡ha pesado tan poco sobre ella!
Hernani
La Discusión, martes 22 de abril de 1890,
año II, No 256.
No hay comentarios:
Publicar un comentario