Carlos Montenegro
—Oiga, compañero, si sigue así, está completo. Aquí el que le coge asco a la chaúcha, está listo.
—No puedo; siento que es terrible para mí, pero no puedo.
—¿Qué sucede ahí?
—Nada, que el Señor no le puede entrar a la batuba.
—Pues sin comer y enredado en el saco, va a parar de cabeza a la fosa común.
—Eso le digo yo.
Los reclusos comían de pie delante de sus cajones, cuyas tapas, abiertas horizontalmente y sujetas con cordeles, quedaban a la altura de sus cinturas. Los que estaban a los lados del ingreso —que ya había sido bautizado con el apodo del el Señor—, se preocupaban por la suerte de aquel hombre que les inspiraba cierta lástima respetuosa, y que no probaba bocado en los días que llevaba en la galera. Era impresionante verlo delante del plato, moviendo el rancho con la cuchara de reglamento, sin determinarse a comerlo. Cada día llegaba de la limpieza con la fatiga echada encima de los hombros, y cada día parecía un milagro verlo regresar a ella. En la hora de descanso que permanecía en la galera no hablaba con nadie. Se le notaba cada vez más largo y más enflaquecido, y ni el sol que cogía en el patio era suficiente para disimular la palidez del rostro.
Sus compañeros próximos lo miraban con recelo; les inquietaba tener al lado a aquel hombre que tosía secamente y que les enseñaba un camino que ellos trataban de olvidar.
Sabían que lo más terrible que podía ocurrir en presidio era coger repugnancia a la comida, y que a ese peligro estaban todos sujetos, fuera cual fuera el tiempo que ya hubiera vencido. Llegaba un día en que no se podía probar bocado; a veces era por una simple indisposición, pero si después de ella continuaba la inapetencia, la cosa se ponía mal, y el temor hacía el resto. Unos lograban reaccionar, pero los más encontraban el camino del sanatorio, y ya no se volvía a saber de ellos. A las muchas semanas alguien preguntaba por el desaparecido, y entonces no se recordaba bien si se había muerto o si lo habían puesto en libertad.
Los vecinos del Señor continuaron aconsejándole:
—Haga un esfuerzo y métasela aunque no tenga ganas; la cuestión es hacer estómago.
—Oye, ¡y que no hay lance! El chiquito que ingresó con él ya está en talleres. Éste suelta el piojo en la limpieza. ¡El presidio es del carajo para arriba! Si no sirves para el jierro, tienes que defenderte solo.
—No; el asunto es cuestión de suerte.
—¿De qué? ¡De nalgas!
—Mira al Trágico; le llenan la barriga de plomo y ya dice el médico que se salva.
—¡No me digas!
—¡Que no te diga! ¿Y sabes dónde lo tienen? En la salita del sanatorio. Un cuarto y un enfermero para él solo. Dicen que en la enfermería tenía miedo, porque allí había unos cuantos enemigos de él, que en un descuido se lo podían llevar por delante.
—Pues no sé qué te diga. En el sanatorio la mitad son gente que él tuberculizó a fuerza de goma.
—Sí, pero figúrate. Lo tienen solo en la salita y lo está cuidando el isleño Inclán, que se hace respetar por los tísicos.
—Lo que te digo. Ése no está bien en ningún lado si no es en las celdas. Si el chavea de que hablamos se pone fatal, tampoco cumple la condena por muchos socios que se eche.
Mauricio miraba a los que hablaban con los ojos extraviados; se había puesto dolorosamente pálido, y sus manos, flacas y largas hasta causar inquietud, se aferraban a la tapa del cajón convulsamente.
—¿Qué le pasa, hombre? —interrogó inquieto uno de los presos.
El ingreso no contestó; encogido en sí mismo hizo un esfuerzo, como tratando de resistir las arqueadas que le subían al estómago; la frente se le cubrió de sudor y los ojos parecían querer desorbitársele; un golpe de tos lo conmovió todo, y echándose adelante, manchó el cajón con una bocanada de sangre.
—¡Sangre! —gritaron palideciendo los que le rodeaban.
—¡Gallego, corre! ¡Uno con una hemotisis!
—¡Pronto! ¡Consíganse un pedazo de hielo!
—¡Pero corran, coño!
Los más cercanos al enfermo se habían apartado de él, pero viendo que se iba a caer, corrieron a sujetarlo. El ingreso continuaba vaciándose a vómitos que amenazaban ahogarlo, mientras los presos que lo sostenían le gritaban que bajase la cabeza.
Todos los penados de la galera se habían reunido alrededor del atacado, y lo contemplaban con el horror fijo en las facciones. ¡Aquel era el enemigo que los velaba! El que los hacía escupir temerosos, escondiéndose de los demás, a la primera tos. El enemigo que todos temían, el que todos tenían más o menos metido dentro. ¿No lo dijo el especialista extranjero que visitó el sanatorio? El noventa y nueve por ciento de los que viven en el trópico son tuberculosos. Los presos habían aprendido a decir bacilos Koch», hemoptisis», y sabían cómo hacer las primeras curas, cómo, por ejemplo, obligar al enfermo a bajar la cabeza y ponerle pedazos de hielo en la nuca.
Cuando trajeron el hielo, ya se le había contenido la hemorragia a Mauricio, que miraba con la cara desencajada a los hombres que lo rodeaban; al tropezar la vista con la de Andrés, que también estaba en el grupo, se sonrió débilmente y inclinó la cabeza desvanecido.
—¿Lo subimos, Gallego? —preguntó uno.
—¡Eso no se averigua! —saltó nerviosamente otro—.
¿Quieres esperar a que se muera aquí? ¡Esta galera está fatal.
El otro día Chichiriche, ahora éste. ¡Pido mi traslado!
—Sí, ¡lo que falta es que vengas ahora con salaciones! —protestó el gallego Prendes, indignado de que se hablase en aquella forma de la galera que estaba a su cuidado—. ¿No es lo mismo a dondequiera que vayas? ¡A ver! No hablen más y ayuden; hacen falta cuatro hombres.
Como todos temiesen ir al sanatorio, que sabían lleno de contagios, el Gallego tuvo que repetir la orden. Varios se adelantaron, entre ellos Andrés, y cogiendo al enfermo, que respiraba trabajosamente, siguieron al sargento de la galera, que se dirigió a la escalera de la azotea.
Al subir se cruzaron con Macaco, que venía conducido por un cabo sanitario que se apartó para dejarlos pasar, preguntando:
—¿Y eso? ¿Un herido?
—Sí, en los pulmones. ¿Qué, ya bajan a ese mono? Sería un milagro que no me lo manden para la Primera Central.
—Yo pienso que lo cogerá la celda —repuso el sanitario—; fíjate en lo que lleva puesto. Le rompió la bata al interno de guardia para hacerse una corbata.
El idiota, al ver a su compañero de Aislados cubierto de sangre, comenzó a gritar lastimosamente, pero el grupo siguió la ascensión que la estrechez de la escalera hacía difícil. Al llegar arriba, Mauricio pidió que lo pusieran en el suelo. Aspiró con trabajosa ansiedad el aire libre y, para no caer, se sujetó al que tenía más cerca. Miró entonces para el paisaje que llamó su atención al primer día que lo viera, y volviendo la vista hacia Andrés, que lo observaba conmovido, le dijo débilmente, tratando de sonreír:
—¿Lo recuerdas? Yo sabía que se había acabado para mí.
Después añadió, con el mismo tono que un condenado a muerte debe emplear al hablar con el piquete que lo conduce a la ejecución:
—Vamos.
Al otro extremo de la azotea donde se alzaba la enfermería, se veía el edificio rectangular del sanatorio, delante del cual, en bata y tomando el sol, se paseaban algunos enfermos.
A la sombra, en un rincón de la arcada que se levantaba frente al edificio, se veía un grupo de recluidos, también con batas de enfermo, discutiendo acalorada-mente. Andrés sintió al acercarse un terror desconocido. Aquellos hombres parecían distintos a los demás; tenían los pómulos exageradamente pronunciados y las facciones hundidas; el sol les había ennegrecido el rostro, que parecía más oscuro al contrastar con las batas blanquísimas que vestían y que, al ser agitadas por el viento, lucían como vacías.
Los tuberculosos miraron al grupo que se acercaba y que se detuvo impresionado. Solamente el gallego Prendes, acompañado del enfermero y de Andrés, continuó su camino hasta que le salió al encuentro un recluso con galones de sargento que preguntó:
—¿Qué te trae por aquí, Gallego?
—Chico, te traigo a éste, que le dio una “hemotisis”.
—¿Tienes papeleta de ingreso?
—No; ahora mismo fue que le vino la sangre.
—Pues yo no lo puedo ingresar sin una orden del interno.
¿Quiénes somos nosotros para saber el que está tuberculoso?
—No sé, pero yo te lo dejo aquí hasta que se arregle ese papeleo. Comprenderás que en la galera no puede estar.
Los otros enfermos se habían reunido alrededor y miraban para Andrés hablándose en voz baja. Uno dijo:
—Sargento, si dejan al chiquito, yo le serviré de padrino.
—Tú te callas, Arpón; siempre estás en las tuyas. Oye, Isleño —añadió el sargento dirigiéndose a uno que llegaba vestido con el uniforme habitual de los presos—; mira el caso
que me traen aquí: un hombre con una hemotisis y sin papeleta de ingreso.
—Ese no es problema, compadre. Manda a buscar al interno para que le dé ingreso aquí o en la enfermería. Se ve que el hombre está listo, y si se muere otro en la galera se levantará el chisme. El médico nos echará a nosotros la bronca, y tú sabes que la soga siempre se quiebra por lo más delgado.
Andrés, que no podía sacar la vista de los tuberculosos, vio como éstos, después de cambiar miradas de inteligencia, se fueron yendo disimuladamente hacia el interior del sanatorio.
Al verlos de espaldas se impresionó más aún; las delgadas batas parecían descansar sobre púas. Se imaginó por un segundo a aquellos hombres desnudos, y un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Si Pascasio no salía en seguida de las celdas, pronto vendría a acompañar a aquellos hombres; tal vez estaría lesionado por los golpes que le dieron.
Los enfermos pasaron por un cañón de aire y las batas se agitaron como banderas enredadas en su asta; después se perdieron en el sanatorio, y aunque Andrés dejó de verlos, todavía siguió sintiendo su presencia, como si algo de ellos se hubiera quedado afuera, alrededor suyo.
—¿Qué hacemos? —volvió a preguntar el sargento, preocupado.
—¡Ah! ¿Pero todavía estás en eso? Yo creía que pensabas en el tiempo que aún te falta por cumplir.
—Bueno, mira; ve tú a llamarme al interno; si no está en la enfermería, búscalo en el botiquín o en el comedor de los empleados.
El llamado Isleño iba a obedecer la orden, pero se detuvo dubitativo.
—Oye, ¿y el Trágico? ¿Y si le pasa algo por dejarlo solo?
—¡No fastidies!
El sargento se interrumpió; miró a su alrededor con extrañeza, y no viendo a ningún tuberculoso, dijo inquieto:
—¡Eh! ¿Y ésos?
—¡Tú ves! —exclamó el Isleño, corriendo hacia el sanatorio.
En aquel preciso momento se escucharon gritos espantosos que partían del edificio; todos corrieron, menos Mauricio y Andrés, éste sobrecogido de espanto.
—¡Corran! ¡Corran! —gritó el sargento—. Si le ocurre algo al Trágico nos mandan de cabeza para las galeras.
Andrés, dominado por una curiosidad morbosa superior a su medio, echó a andar, mientras su compañero murmuraba:
—¿También tú te vas? No necesitas estar conmigo ni en este último instante. Me ha tocado morir como un perro, solo y abandonado.
Andrés se detuvo en la puerta del sanatorio, dominado por un horror que lo inmovilizó: mientras unos tuberculosos trataban de contener a los encargados del sanatorio, otros tenían tirado en el suelo al Trágico, que lanzaba horribles alaridos, mientras se debatía impotente.
—¡Tú, Arpón, Garcilaso! —gritaba un tísico tratando de abrirle la boca al Trágico con una cuchara, en tanto que los otros le sujetaban brazos y piernas—. ¡Ustedes que tienen sangre, escúpanle en la boca!
El Trágico sacudía violentamente la cabeza y gritaba, apretando después los maxilares rabiosamente. Tenía la cara cubierta de esputos sanguinolentos que le lanzaban los enfermos amontonados sobre él y cuyos rostros estaban desfigurados por la agitación y la cólera. Uno de ellos se arrodilló a su lado e inclinó la cabeza hasta que las dos caras se tocaron: luego le puso los pulgares en las sienes y le dijo con tono reconcentrado:
—¿Me conoces, Trágico?
—Cómo no, Miguel! Ayúdame. ¿Yo te hice algo a ti? Espera, ¿te hice algo?
—Ja, ja, ja! ¿Ni te acuerdas, verdad? ¡Ah, remaldecido!
¡Y tan presente que te tenía yo! ¿Recuerdas que me mandaste a ponerme de espaldas y bajar los brazos? En las celdas, sí, en las celdas; después me diste con el vergajo sobre los hombros. ¿No te acuerdas? Tú sabes bien que ahí está la punta de los pulmones.
—Miguel...
—¿Miguel? ¡Ni te acordabas siquiera! ¡Y yo que pensaba que le temías a mi venganza! Figúrate, me pasaba las noches pensando en ti, y creía que te despertaba con mis pensamientos.
—Miguel...
Los otros enfermos sentían escalofríos, comprendían que el que hablaba resumía el deseo de venganza de todos, aun de aquellos a quienes el Trágico nada debía, y que eran tal vez los que aparecían más indignados. Miguel continuó:
—Anda, abre la boca. Tal vez me quede aún algo del pulmón que me desbarataste. ¡Ábrela! ¡Anda, anda, ábrela! ¿Qué esperas?
Los pulgares del tuberculoso, ennegrecidos y nudosos como ramas secas de Árbol, se hundieron en los ojos del torturado, y le escupió en la boca, abierta por el grito de dolor que lanzó.
El Trágico tuvo un último estremecimiento y se quedó quieto, con la boca abierta y los ojos fijos, muertos, en su enemigo.
—Se acabó —dijo éste con rabia.
—¿Que se murió? —preguntaron los otros, soltándolo y apartándose de él.
—Sí ¡valiente gusto nos hemos dado! ¡El asunto era que viviera! ¡Que se quedara con nosotros aquí, esputando sangre!
—¡Este maldito siempre tuvo suerte!
Todos, enfermos y asistentes, miraron en silencio el cadáver.
—¿Y ahora? —preguntó el sargento.
—¿Ahora? ¿Ahora, rayos? Si quieren que nos echen veinte años... Anda, ve y avisa. Ten cuidado no te pase a ti algo parecido.
El sargento salió apresuradamente, seguido del gallego Prendes y de Andrés, que apenas tenía ánimos para moverse; al encontrarse a Mauricio, inmóvil aún donde lo habían dejado, le dijo:
—Siéntese y espere que venga el interno; por lo que ha pasado no dejará de venir en seguida.
Mauricio hizo un movimiento afirmativo y siguió con la vista a Andrés que, emocionado por lo que había presenciado, apenas reparó en él; después se dirigió a un banco que estaba a la entrada del sanatorio y se dejó caer, haciendo un esfuerzo para contener una nueva arqueada que le apretó la garganta.
Adentro se oía ruido de discusiones que de pronto cesó, y al instante vio venir a un grupo de tuberculosos llevando el cuerpo inanimado del Trágico, el cual, después de balancearlo hacia adelante y hacia atrás para tomar impulso, lo lanzaron al centro de la azotea, donde quedó de cara al sol, tendido a lo largo, con una gran mancha roja en su bata de enfermo.
El ingreso no precisó bien lo que veía; sintió que la conciencia se le acababa y que de un momento a otro iba a entrar en la nada. Tal vez aquello que le parecía ver no era ya de este mundo; acaso fuera a él mismo al que levantaban. ¿Sería así como salía de la vida? Poco a poco se fue dejando caer en el banco hasta quedar completamente acostado, con un brazo colgante y el rostro aplastado contra el asiento.
Mientras tanto, Andrés, al bajar, llevaba la impresión de que su tragedia interior estaba superada, borrada, por todo lo que había visto. Pero aquello no lo consoló; sentía que le pesaba encima, que también era tragedia suya, como los pesares íntimos que lo agotaban.
Por un momento se sintió lejos de Pascasio, como si él tampoco contase por sí mismo, sino como algo que se confundía con la realidad que estaba viviendo.
Llegó hasta la Primera Central y, viéndola vacía, se dirigió al taller maquinalmente. Ya en él, se abismó en pensamientos que no tenían rumbo fijo, poblado su cerebro por imágenes angustiadas, entre las cuales aparecía de vez en cuando la de Pascasio, pero ya desprovista de su aureola de sacrificado, envuelta en brumas, con las facciones torcidas por muecas dolorosas, manchadas de sangre. Se lo imaginaba colgado de la reja, desmayado, mientras Candela le tiraba al rostro cubos de agua hirviente.
Todo aquello no le hacía latir más apresurado el corazón; más bien se le adormecía, como si fuera inevitable y no existiera ni la posibilidad de un destino diferente. Él también se veía colgado y ardido. Todos estaban igual. Todos, dentro y fuera del presidio. No echaba de menos la felicidad y la paz, como si éstas no hubieran existido nunca en su conocimiento. De vez en cuando la gente hablaba cerca de él, pero no se enteraba; eran como ruidos neutros, semejantes al que hacían las poleas de la maquinaria de la carpintería.
Alguien dijo, sin que Andrés se enterara del sentido de la frase:
—El juez está ahí; viene a notificarle al Jíbaro el procesamiento por el asesinato de Rompemontes. Otro dijo:
—Parece que Costal tiene ya otro muchacho; esta tarde aún no ha venido por ahí. Digo: a lo mejor está preocupado por lo del sinfín. Parece que esta vez no encuentra ningún desesperado que quiera trabajarlo.
El tiempo pasaba sin que Andrés se diera cuenta. No precisaba si estaba o no trabajando; sentía solamente cansancio y le dolía la vista, pero no sabía la causa ni se preocupaba.
Cuando escuchó el timbre del taller que avisaba el final del trabajo, se sorprendió. Ya se marchaba, cuando alguien llegó pronunciando el nombre de la Morita, haciéndole prestar atención; los presos comentaban animadamente.
—¡No me lo digas! ¿Y dónde fue?
—En la bóveda que antes cuidaba Pascasio, el ranchero.
El mismo brigada Vega, que está en el Orden Interior, los sorprendió en el trajín.
—¿Qué fue? —preguntó otro preso que no había oído la noticia.
—Que cogieron a Matienzo y a la Morita en la bóveda de los peroles. Don Juan, el viejo de los Aislados, los encontró, y al parecer es cosa de Manuel Chiquito, porque éste le mandó al viejo una docena de bolas de hilos para tejer. Ya están en la celda.
—Algún pleito pendiente que tendría con Matienzo; ése no perdona.
Andrés sintió que todas sus inquietudes resurgían violentamente.
Lo olvidó todo para retener como único pensamiento que Pascasio y la Morita estaban encerrados en el mismo lugar.
Y a la mañana siguiente, cuando se levantó, todavía lo enloquecía el mismo pensamiento.
capítulo de Hombres sin mujer, 1938.
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