Georges Vigarello
En realidad, la imagen del pobre y, sobre todo, la de la miseria, están cambiando y convirtiéndose en algo más inquietante y más amenazador con la nueva ciudad industrial, igual que va cambiando la “pedagogía” destinada a los indigentes y el lugar que van ocupando las prácticas de limpieza. Finalmente se va imponiendo con insistencia desconocida hasta ese momento una asociación: la limpieza del pobre se convierte en garantía de moralidad que, a su vez, es garantía de «orden». A partir de 1840, sobre todo, se confirman estas asociaciones de ideas.
Una moralización de la limpieza
Ambición compleja y totalizadora a la par, puesto que, de la limpieza de la calle a la limpieza de los alojamientos, de la limpieza de las habitaciones a la limpieza de los cuerpos, lo que se intenta es transformar las costumbres de los menos afortunados. Expulsar sus supuestos «vicios», patentes o visibles mitificando las prácticas de sus cuerpos. Se va instalando una verdadera pastoral de la miseria en la que la limpieza tendría casi fuerza de exorcismo. La mecánica de las ciudades y la moral van a entremezclarse con una forma completamente nueva, sin que haya cambiado, hay que repetirlo, la referencia esencial a los peligros «miasmáticos».
Cuando Clerget describe en 1843 (1) un carro que se ha concebido para limpiar las basuras de las calles por medio de una escoba mecánica, subraya el papel cada vez más importante que, en el siglo XIX, va adquiriendo la imaginación maquinística. Se trata de un aparato complejo compuesto de ruedas dentadas y de cadenas sin fin que permite barrer el suelo según un principio de frotamiento circular y alternativo. El engranaje se pone en funcionamiento utilizando la sola fuerza del caballo. La mano humana no tiene más que conducir el carro. Las viejas norias hallan aquí una nueva actualidad: una especie de cajas, acopladas a cadenas móviles, van rascando el suelo y vertiendo los desperdicios en el carro portador. Mecánica «arriesgada» y aún utópica, porque todo el conjunto de ruedas y cadenas que la ponen en movimiento pesa mucho, pero, sobre todo, la adecuación del aparato al suelo parisino lo hace aleatorio. .
El interés del proyecto de Clerget consiste menos en esta máquina compleja y ambiciosa que en el comentario que hace el autor. No se propone esta mecánica de los tiempos futuros solamente como instrumento de salud, sino también como instrumento de moral: una limpieza que avanza paso a paso hasta meterse en las costumbres íntimas de los más humildes.
Una limpieza conquistadora en la que, lenta y confusamente, llegan a codearse orden y virtud. Hasta la progresión es ejemplar: de la calle a la vivienda y de ésta a la persona: «Como la limpieza llama a la limpieza, la del alojamiento exige la del vestido y ésta la del cuerpo y ésta, finalmente, la de las costumbres» (2). No se trata, como en el siglo XVIII, de evocar sólo los vigores, sino también de evocar los recursos insospechados del orden. La ética de las «purezas»: «La suciedad no es más que la librea del vicio» (3). Y el público implicado en todo ello no es la burguesía, sino evidentemente el pueblo pobre de las ciudades, el que las ciudades de principios del siglo XIX arroja a alojamientos amueblados, abarrotados, y hasta a sótanos oscuros, pueblo del que las encuestas de Villermé dieron una siniestra imagen: «En Nimes, por ejemplo, en las casas de los más pobres, podría decir que en las casas de la mayoría de los tejedores de tercera clase no hay más que una cama sin colchón en la que duerme toda la familia; pero siempre he visto en ella que hay sabanas; solo que la tela de éstas se parece a veces a una vieja bayeta de fregar el suelo» (4).
Es inútil añadir nada a este cuadro de los indigentes enterrados en habitaciones sin ventanas, sexos y piojos entremezclados, esos catres en que se amontonan como gusanos los miembros de la familia del lapidario de Les mystéres de Paris (59. Es preciso que haya una circunstancia excepcional para que el joven Turquin, obrero remense con empleos hasta entonces de fortuna, se lave en 1840, para que sus futuras empleadoras, mujeres de vida alegre, vean en él a un dócil recadero. Esta práctica, extraña para él, le sorprende hasta provocarle un recuerdo imborrable: «Calentaron agua en un gran caldero, me cortaron el pelo me desvistieron y me lavaron frotándome hasta ponerme colorado” (6). El chico se queda asombrado por el agua que gastan estas cortesanas y que hay que llevar a fuerza de brazos. Las buhardillas que había conocido Turquin eran, sin duda, menos acogedoras, estaban sobrepobladas y apestaban, Las ciudades de la primera industrialización han ido acelerado las acumulaciones humanas y también han ido avivando el temor que provocan sus peligros políticos, sanitarios o sociales. París alimentaba en su seno a salvajes de un nuevo tipo (7). De lo que se trataba era de contenerlos y de dominarlos (…).
Miseria inquietante cuyos harapos y piojos son signos de un ilegalismo siempre posible y de una delincuencia por lo menos latente: «Si el hombre se habitúa a los andrajos, pierde inevitablemente el sentimiento de la dignidad, y cuando este sentimiento se ha perdido, queda la puerta abierta a todos los VICIOS».
Pedagogías
La respuesta contra estas alarmas, en realidad confusas, es una política de desamontonamiento que hoy se conoce bien (11). Por lo que toca a la higiene misma, la respuesta es, para empezar, pedagógica.
Después de 1845 se multiplican las Hygiène des Familles o las Hygiéne populaire, literatura filantrópica que distribuye preceptos, sugerencias y consejos. Massé, uno de los primeros, insiste en un material estudiado, adaptado en teoría a los interiores populares. Encadenamiento de movimientos elementales, utilización de instrumentos «corrientes» que, a falta de baño, deben hacer que los lavados generales se conviertan en algo familiar. Massé, como buen pedagogo, quiere decirlo todo: los menores movimientos, los objetos más humildes, su materia, su forma, su número. Comenta la cantidad de agua que hay que emplear, define su temperatura y limita la duración de sus aplicaciones, enumera instrumentos, emplazamientos y tiempo y no se detiene ante ninguna redundancia, poniendo en evidencia los detalles más insignificantes, persuadido de que el público a quien se dirige tiene que aprenderlo todo. Un lenguaje aplicado y serio, prolijo, pero solemne, que trata de ser cada vez más «simple». Massé, apasionado de la pedagogía popular (12), convencido de que hay que describir hasta el fin, sigue, monótono, con buena conciencia: «y primero es necesario una palangana vacía, un barreño medio lleno de agua fría, una cacerola de agua caliente, dos esponjas más bien grandes, lo que llaman en las tiendas esponja de apartamento porque sirve para lavar los suelos, un gran trozo de franela, toallas o trapos de cocina. Se toma el trapo de lana y, con él, se fricciona uno todo el cuerpo. Sobre todo, hay que frotar el pecho y los sobacos, todas las partes en las que el calor de la cama puede producir transpiración (...). No hay que decir que antes de entrar se debe verter, en el lebrillo que ya tiene agua fría, bastante agua caliente como para poner todo el líquido a una temperatura de 20 grados por lo menos. Tampoco hay que decir que se debe colocar el lebrillo en un rincón de la mesa de manera tal que esté al alcance del que se lava. Entonces, cogiendo las dos esponjas, una en cada mano, y hundiéndolas en el lebrillo, se empieza con resolución la operación de lavado (...). No os detengáis un solo instante, ahorrad el agua para que haya con qué lavarse por lo menos durante un minuto, y, en cuanto terminéis, salid de la palangana y tomad rápidamente una toalla para secaros» (13). Todo, en este documento, se orienta hacia la economía: primero la del material; luego, naturalmente, la del agua y hasta las del tiempo y del lugar. Poco espacio, pero una ablución general (…)
Y así se cierra el círculo. El agua que lava es realmente dispensadora de energías, acelera los intercambios orgánicos y las funciones. En esto es en lo que da fuerza y protección. Finalmente, para los más pobres, a la limpieza de la piel se añade la garantía aparentemente tranquilizadora de un orden moral.
Notas: (1) C. E. Clerget, «Du nettoyage mécanique des voies publiques), La Revue de l'architecture, París, 1843, p. 267. (2) Ibid, (3) Ibid. (4) L. R. Villermé, Tableau de l'état physique et moral des ouuriers, París, 1840, t. 1, p. 408. (5) E. Sue, Los misterios de París (1844), Barcelona, 1986, segunda parte. (6) N. Turquin, Mémoires et Aventures d'un prolétaire trauere la Révolution, París, Maspero, 1977, p. 28. (7) L. Chevalier, Classes laborieuses et Classes dangereuses, París, Plon, 1958, pp. 162·163. (8) Rapport sur les travaux du Conseil central de salubrité du département da Nord, 1843, pp. 28-29. (9) P. de Kock, La Grande Ville, Nouveau tableau de Paris, París, 1842, t. 1, p. 170. (10) C. E. Clerget, op. cit., p. 267.
(11) Cf. el número de la revista Recherche ya citado: L'Haleine des faubourgs, París, 1977. (12) Sobre J. Massé, véase el largo pasaje que le consagra F. Mayeur en su libro L'Éducatioin des filles au XIX eiécle, París, Hachette, 1977. (13) J. Massé, Encyclopédie de la santé, cours d'hygiéne populaire, París, 1855, t. 1, p. 157. (35) Intervención de J.-B. Dumas, op. cit., p. 3335.
Lo limpio y lo sucio. La higiene del cuerpo desde la Edad Media, Alianza Editorial, Madrid, 1991, pp. 240-251.
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