martes, 19 de diciembre de 2023

Una disputa viajera: La Zafra de Agustín Acosta entre Cuba y México (Final)

 



 Pedro Marqués de Armas


 8.

 En su ensayo “Nicolás Guillén: ingenio y poesía”, uno de los más polémicos de La Isla que se repite, Antonio Benítez Rojo advertía una serie de coincidencias formales entre La Zafra y Los ingenios, el lujoso libro que hicieran editar en 1857 el hacendado Justo G. Cantero y el pintor y grabador francés Eduardo Laplante. Esas coincidencias no le parecían azarosas: a las 28 láminas y textos que ilustran el orbe patriarcal del azúcar correspondían –“igualmente apaisados”- los 28 cantos del poema de Acosta. No solo eso, se correspondían además en cuanto a introitos y apéndices, como en que, en ambas obras, se califica a la industria azucarera en tanto “fuente de vida de la patria”.

 Se suma que Acosta no se refería a una zafra concreta, sino a la zafra como proceso histórico, como discurso de la nación. Pero hasta ahí. Para Benítez Rojo, tras las semejanzas venían las diferencias, conformándose una oposición binaria: “Si Los Ingenios se inscribe dentro del discurso totalizador del azúcar, La Zafra lo hace dentro de un discurso de resistencia al azúcar”. Si el primero constituye un canto a la dominación patriarcal que articula la idea del progreso, el segundo “canta el lamento de Sísifo, la amarga y monótona tonada de los condenados a cumplir ad infinitum el ciclo fatal de “zafra” y “tiempo muerto”. Ambos van dirigidos al poder “que conecta la máquina a la sociedad, transformándola en plantación”, pero mientras uno exalta el esplendor de la máquina, el otro señala la persistencia del trabajo esclavo -o casi esclavo- en la república y el sometimiento (“Semidesnudos, tristes, en mansedumbre esclava / bueyes en el vigor de su virilidad”) que reduce al hombre a una condición animal.

 De acuerdo con Benítez Rojo, la resistencia al azúcar se había incrementado desde los comienzos de la República a la par que las inversiones norteamericanas, y el poema venía a aparecer en (y a responder a) un momento en que el contenido y el tono de ese discurso se radicalizaban. Benítez Rojo establece una serie de relaciones entre el poema y su contexto, incluyendo las que remiten a Azúcar y plantación en las Antillas, el libro de Ramiro Guerra, cuyos análisis se venían publicando en el Diario de la Marina.

 Sin embargo, lo cierto es que fue el propio Acosta quien señaló de entrada la importancia que tuvo para él esa y otras fuentes, no ocultando, sino revelando el que su poema se apoyara en el periodismo. Aunque insiste a seguidas que “una obra de arte ejerce sobre determinados espíritus una influencia distinta a la que ejerce el periodismo” -y está pensando, desde luego, en los círculos literarios y artísticos- adelanta justo las nociones más recurrentes en la crítica al poema: su veracidad, sinceridad, latido humano, etc.

 Tal apego a la “realidad” contentó a muchos, pero no dejó de sorprender por el cambio de registro, si bien sólo uno de los reseñistas, sin dejar de destacar las ineludibles nociones, se pronunció sin rodeos más allá de ellas: “Pero el hondo sentido lírico, el talento poético libre y desembarazado, el ansia de superiores especulaciones, se detienen ante la realidad descrita. El poeta de los hondos problemas teosóficos, ha ido con su bagaje de oro a la realidad inmediata. En ella, ha guerreado bravamente su corazón de hombre. Agradezcámoselo, pero pidámosle también, la vuelta pronta a la montaña”.

 A Marinello, que apenas un año antes había escrito un extenso ensayo sobre su poesía, apreciando de Ala (1916) a Hermanita (1923) un salto de calidad, La Zafra no podía sino parecerle un paréntesis en su evolución. Su propósito -y, por tanto, su método, así lo dice- consiste en “poematizar”; examen del que sale airoso “poniendo a prueba su capacidad lírica”, pero a fin de cuentas una concesión en tanto que poeta:

Nosotros seguiremos prefiriendo al Acosta de Ala. Mejor al Acosta que hoy volviera sobre las rutas de Ala, con algo de la hondura de sus últimos poemas inéditos… Preferencia que descansa en el concepto que tenemos de lo que debe ser el sentido de la poesía actual y de la más alta poesía.

  Bien entendido, en esta la lectura menos ideológica del poema y la única de peso realizada por un poeta del momento, Marinello opina que Acosta ha hecho un servicio a la nación que es a la vez una concesión al lector: bien a beneplácito de sus “amigos”, o bien de esa melodramática clase media que se enseñorea por todas partes. De ahí que corrobore lo que es ya un efecto de su circulación mediática: “El Acosta de La zafra será, sin dudas, el más comprendido y, por ende, el más popular. Su último libro, si ello es posible, se hallará en muchas manos”.

 Una valoración, en fin, más próxima al rasero de Torres Bodet -signado por la forma y por “motivos humanos” siempre que no se excedan, y a quien Marinello tenía entre sus cofrades más cercanos.

 En este sentido, si los contenidos y el tono que circulaban acerca del problema cubano asistían -como expresa Benítez Rojo- a un momento de radicalización, no hay dudas de que el poema no lo logra en igual medida. Y no por una cuestión de género -que también, en el caso de Acosta- sino de acento. Aunque informado en las nociones que tales estudios divulgaban, y en su propia experiencia y ocios en Jagüey Grande, ni el mensaje era tan recio como prometía, ni dejaba de acomodarse a un tono de lamento que, más que el contenido en sí mismo, fue lo que lo hizo enormemente popular.

 Y ese tono sostenidamente menor -diferente al que le adjudica Cossío Villegas y que acaso Mella en su lectura “no literaria” pero sí contenidista apenas consideró-, es lo que mejor lo cualifica en su variada estructura: el que todo el poema se resuelva en una escala melódica que equivale, necesariamente, al discurso en que se inserta de modo recreativo: el de la frustración o decadencia nacional. Tal es así, que la causa de los males está repartida entre el "coloso americano" y los tópicos de la frustración:

      Todo ¿por qué? por nuestra pereza patricida (…)

      Por nuestra inclinación a jugar con la suerte,

      esperando la vida sin temor a la muerte (...)

      Por aceptar los tácitos convenios inconsultos (…)

      Por no sembrar en tierra propia nuestro alimento.

  Más que firme o mordaz, el mensaje es de compasión e indulgencia, y ciertamente doliente, como corresponde a los sentimientos implícitos en ese discurso, que, si bien en ocasiones se mostró beligerante en ciertos aspectos -el antiimperialismo, por ejemplo-, fue por excelencia negativo: un relato de la pérdida. El logro de Acosta consistió en darle a ese relato, desde uno de sus lugares -el de la dependencia al capital foráneo y el saqueo a la “fuente de vida de la patria” con sus consecuencias-, la forma poética en que debía encarnar. Ni más ni menos, la que le resultaba posible llevando al límite sus recursos, que sin dudas maximiza.

 Consistió, ese logro, en acertar en el tono de queja, con independencia del contenido, y desde luego, no en las premoniciones incendiarias. Acosta encontró el acento, la inflexión que mejor alegorizaba el sufrimiento nacional: “Mientras lentamente los bueyes caminan, / las viejas carretas rechinan..., rechinan...”. Esos versos eran más pegajosos que el azúcar y se expandieron en la voz plañidera de las recitadoras, y llegaron a convertirse así -y mediante las escuelas y otros amplificadores-, en alimento afectivo de las clases medias y, claro, de sectores obreros, que eran también melancólicos.

 Contrariamente a lo que Benítez Rojo asegura, el poema sí tuvo éxito y se popularizó tanto como los sones de Guillén. “En bruscos vaivenes se agachan, se empinan / las viejas carretas... rechinan..., rechinan”. Como he dicho, más que rechinar en el sentido de resistencia, el ritornelo es quejumbroso, reumático, de animal apaleado. Si los poemas afrocubanos de Guillén, al decir de Benítez Rojo, sacan al negro de su reclusión en el cañaveral e impregnan a la sociedad cubana con su libido, los cantos que conforman La Zafra vuelven una y otra vez a la imagen del hombre-buey, del hombre castrado, sin libido. En este sentido, abundan las metáforas de represión sexual o que aluden a un goce masoquista; más amargura que dulzor. Una resistencia, sí, pero para el sufrimiento

 De hecho, fue “La canción de las carretas” el canto que más trascendió, canto que no salía de las gargantas sino de esas ruedas renqueantes que, “con cuantas cubanas razones” hacían ese ruido lastimero que, como intuye Acosta en el verso que sigue, “exorciza el eco de la maldición”.

  9.

  Pero, ¿qué almas eran esas? ¿Quiénes gimen bajo esas ruedas? En el poema de Acosta hay antiguos esclavos pero no negros. Están los guajiros serviles, pero no el resto de gamas raciales y estamentales, aunque asomen unos problemas comunes: la pobreza, el juego, la niñez abandonada -incluso el adulterio. Y claro que, como incumbe al relato de la frustración, se reclaman e imponen soluciones morales -en el poema, tropológicamente esperanzadoras, esas que llevan a Fernando Ortiz a considerar que todo cubano debería leer La Zafra.

 El libro llega a manos del antropólogo cuando éste se encuentra en Estados Unidos, leyéndolo par de veces en un largo viaje en tren de Miami a Nueva York. Ortiz no sigue sino el mismo guion, con el ingrediente, en su caso más nutricio, de la Patria como reserva de salud espiritual, como algo que está antes de la Nación; una salud criolla apuntalada en el mito civilizatorio de que el azúcar también es cultura, siempre que se la cultive en aras del pueblo; es decir, mientras se la infunda a través de la educación, el amor a la familia y al trabajo -a la patria, etc.-, precisamente aquellos valores que apartan del vicio. De ahí que le impacte de modo especial esta estrofa: 

 Cultiva… labra…. Quema todo cuanto demuela; 

 e infúndele a tu prole el amor a la Escuela. 

 ¡Cultura cubana en la tierra y en el cerebro! 

 ¡Cultura! ¡Luz! ¡Nuestro sol!”.

 En su reseña sobre el poema de Acosta, Ortiz se inspira y lejos de hacer un análisis del contexto por su lado económico -o de la cuestión cubana- glosa de modo inmejorable al poeta, alcanzando su prosa instantes que nada tienen que envidiar a los versos. A una ilustración otra -a la dolorosa realidad, el poema; al poema su mejor paráfrasis ensayística adobada con las más selectas especias criollas; y todo esto siguiendo un sendero que conduce -con algunos pases a la poesía decimonónica del paisaje- a los patricios habaneros.

 Ortiz percibe en el chirrido lamentoso de las carretas un símbolo, la condensación de un dolor que, pasando por África, se remonta a la Edad Media europea, para calar ahora en descendientes mayormente blancos. Esto al tiempo que abundan en su texto -como si se filtraran de un pasado muy antiguo tenazmente adherido a la sangre y la lengua-, junto a divertidas expresiones cubanas, términos españoles ciertamente extemporáneos: siega, vendimia, entre otros. En esto Acosta sería más decantado, más natural; pero igual coinciden -cuando se trata de otear en el horizonte un futuro mejor para Cuba (y el verbo fecundar se vuelve aquí recurrente) en sanear al etnos con más sangre hispana y, si fuera posible, de otras naciones de Europa.

 Ambos, Acosta y Ortiz, ponen el acento en el campesinado blanco, causa él mismo de los males que el poema señala -lo que repito, está al mismo nivel del “coloso norteamericano”; pero, así como la solución pasa en los dos por la cultura, esta apunta más al carácter cubano, que a desmontar los motivos de la dependencia económica. Se infiere que la solución sería progresiva y pedagógica, o, si prefiere, civilizatorio-patriótica. Desde luego, también espiritual, a modo de conjuro para esas “almas” que las viejas carretas alegorizan.

 Para Ortiz, el nuevo apóstol no es el líder obrero o campesino; es el propio Acosta. Contra la violencia, la ilustración; comenzando por la lectura de La Zafra: “Los que no saben leer oigan sus versos y aprendan en ellos la belleza de un apóstrofe nacional con audacias de blasfemias. Y deben cantarla en el tiple y gemirla por las guardarrayas, junto a los cañaverales”.

 Si bien el poeta se remonta al degüello y la tea incendiaria, constituía ello un elemento propio del discurso: la glorificación de las gestas en contraste con la abulia y el abandono de los ideales, y no un termómetro social. El contexto es otro. Ciertamente crítico y determinado por el estancamiento de la economía, pero inserto a la vez en una crisis sociopolítica que recién comenzaba y en un tipo de violencia que, en última instancia, nada tenía que ver con la revolución proletaria que Mella da por inmediata. Un poco, sí, con los “vengadores” y “enterradores” de la burguesía, pero mucho más con el ambiente en el sentido más amplio, desde el intelectual y societario -para el que fue escrito el poema- hasta el aire respirado en toda la isla: ese aire teñido de unos sones alegres y otros tristes, de deseos y castraciones.

 Como expresó Max Henríquez Ureña en uno de los juicios más ajustados sobre la obra: más que de combate, La Zafra es un poema de ambiente, con momentos de elevación y dignidad, pero en modo alguno una obra maestra. 

  10.

 En una conferencia que impartió en enero de 1964, José Antonio Portuondo citó extensamente el artículo de Mella, que había aparecido en Bohemia un año antes, a treinta años de haberse publicado por primera vez en Ahora. Agustín Acosta, que sabía que la revolución no era el incendio que había vaticinado, supo por medio de José María Chacón y Calvo y de su hermano José Manuel, que en su conferencia Portuondo tuvo para con su persona “palabras afectuosas y enaltecedoras”, y así se lo hizo saber, semanas más tarde, mediante su segundo género, el epistolar: “Trabajo hermoso, sereno y justo el suyo. Por encima de toda discrepancia ideológica coloca usted el respeto a la persona del escritor adversario, y aún reconoce los méritos del mismo”. Y añade: “¡Ojalá que fueran siempre así quienes en una lucha ideológica pretenden atraer a los neutrales e indiferentes!”

 Que en 1963 se haya reproducido el texto de Mella en el homenaje que le dedicó la revista Bohemia -homenaje que lo erigía en el promotor ideológico de la revolución, entonces en pleno apogeo totalitario-, no debió significar nada bueno para Acosta, tanto más porque relanza el mensaje que, sobre su persona, y no sólo sobre su obra, lanzó alguna vez el líder comunista: “O capitán o desertor”. Dicho en el nuevo contexto, su carga es incomparablemente superior y adquiere -a diferencia de 1928- carácter admonitorio. En ese momento no hay lugar para adversarios y apenas para “neutrales e indiferentes”.

 Acosta conocía el artículo desde la época en que se escribió, puesto que una copia del mismo -firmada por Mella- le fue entregada como dice (“si recuerdo bien”) por José Antonio Fernández de Castro. Así lo comunica en su carta a Portuondo y bien que recordaría al intermediario, defensor suyo contra Torres Bodet pero cercano amigo de Julio Antonio Mella, cuya amistad afianza durante su estancia en México, donde le regala aquel sombrero tejano que se hará famoso en las fotografías de Tina Modotti (lo mismo sobre la cabeza de Mella que como pieza aparte, con hoz y martillo encima).

 En aquel viaje y a su regreso a Cuba, como vimos, Fernández de Castro consolidó su amistad con Cossío Villegas y promovió de uno u otro modo La Zafra. Acosta, desde luego, se quedó anclado en el comentario de Mella, y así lo cuenta en su carta a Portuondo: “Agradecí mucho al joven líder la deferencia con que me trataba, aunque nunca he llegado a comprender por qué me llamó “inconsciente desertor”. Usted desprende de mis hombros ese injusto sambenito; porque yo estoy colocado actualmente en el mismo lugar que cuando escribí La Zafra”.

 Pero, ¿qué expresó realmente Portuondo en su conferencia? En primer lugar, hizo una defensa a ultranza a las ideas de Mella reivindicando -entre otras- sus consideraciones tanto sobre los “intelectuales fosilizados”, como sobre los “intelectuales idealistas del minorismo y cuál era el límite al que podían llegar”. Y es entonces -a propósito de los últimos- que se refiere al artículo de Mella sobre Acosta y su libro, calificándolo como una de sus páginas más agudas y brillantes y, aceptando, sin fisuras, todo su contenido, en un párrafo que inicia con esta línea: “Y esto lo dijo con mayor sagacidad todavía en el caso de un escritor que afortunadamente está con nosotros, y espero que estará siempre con nosotros”.

 Para después de comentar en extenso el texto de Mella, concluir con esta otra línea no menos significativa: “Digamos en justicia que, no obstante sus avatares, no debemos llamar a Agustín Acosta un desertor. Está con nosotros y eso debemos aplaudírselo”.

 De modo que las palabras de Portuondo eran tan admonitorias como las que, en ese oportuno contexto, relanza de Mella. El dictum es: o todavía entre nosotros -pese a sus rémoras- o contra nosotros.

 Y de manera que la carta de Acosta a Portuondo -quien ocupaba entonces uno de los puestos más altos en el aparato ideológico del régimen- equivalía, no a agradecer la defensa de su obra, sino la salvación de su persona. No a que lo liberasen del “injusto sambenito”, sino de un gravamen mayor: las consecuencias que todavía podría acarrearle. También es cierto, sin embargo, que hace acopio de valentía y que -como en otras circunstancias, pero ahora ante una mucho más apremiante- vuelve una vez más a autodefinirse: “porque yo estoy actualmente colocado en el mismo lugar que cuando escribí La Zafra”.

  11.

 En 1968 Agustín Acosta recibió la visita de una antigua amiga, Loló de la Torriente, cuya intención era entrevistarlo para Bohemia y dedicarle un merecido homenaje por sus ochenta y dos años. El encuentro tiene lugar en un hotel de San Miguel de los Baños, y no en la casona de Jagüey Grande. Se trata de un coloquio en solitario, que nada tiene de “excursión” -como cuando lo visitaran los minoristas en 1924, lejos todavía de que definieran sus posiciones y más interesados entonces por los cocodrilos de la Ciénaga de Zapata que por los obreros del Central Australia.

 Loló de la Torriente que, en consonancia con su trayectoria escribió a inicios de la revolución numerosos artículos sobre Julio Antonio Mella, evoca curiosamente la elegancia de Acosta en sus años mozos, su don de gente y con las mujeres, y lo que conserva aún de aquel talante y maneras. Acuerdan, tácitamente, hablar sólo de poesía, y Acosta relata así sus comienzos e influencias, su alternancia entre su trabajo en los ferrocarriles o como notario y sus obras, etc. Y al llegar a La Zafra, Loló arroja este comentario: “No voy a hacer crítica de ninguna clase del poema. Anoto un hecho poético acaecido hace más de 40 años. Bastante (bien y mal, sandeces y aciertos) se ha escrito del libro de combate que editado en La Habana corrió como pólvora, incendió y dejó huella de fuego”.

 A quién se refería con lo de sandeces es difícil asegurarlo; pero para ella el hecho es poético y pretérito; y, por tanto, el consecuente incendio y su huella ígnea no puede sino aludir a pasiones de otro momento. Ahora toca exonerar a Acosta en otro sentido, reconociendo el lugar de su poesía en el devenir de las letras nacionales, si bien ya no su condición de poeta nacional, blasón que corresponde desde su regreso a la isla en enero de 1959, a Nicolás Guillén.

 Como Loló de la Torriente vivió largos años en México, sus recuerdos sobre la recepción de La Zafra en aquel país no podían faltar, aunque a éstos los cubra también -como a los cantos, según Mella- una cierta neblina: “Cuando en 1936 llegué a México, los poetas me preguntaban por La Zafra: Xavier Villaurrutia, Enrique González Martínez, Alfredo Cardona Peña, Efraín Huerta... Y el maestro Julio Torri me pidió un ejemplar que le conseguí no sin trabajo. La Zafra era el poema de combate más admirado en América. Y Agustín Acosta, de fibra antimperialista, era comparable a López Velarde, amado y venerado por los mexicanos, sobre todo por su Suave Patria”. En fin, que nadie es profeta en su tierra.

 12.

 En otra carta a Loló de la Torriente -esta de la primavera de 1969, mientras se trama la consigna de los 10 millones de toneladas de azúcar-, Acosta la felicita por su libro sobre su hermano Pablo: Torriente-Brau: retrato de un hombre, que acababa de leer. Todavía determinadas cartas podían ser ventiladas públicamente, y, al menos en este caso, queda claro el peso de la figura, la patente de corso de la periodista. Acosta no puede concluir su misiva sin introducir una “pequeña anécdota” personal, de cuando estuvo preso en julio de 1931 junto con Pablo de la Torriente y Gabriel Barceló -él por su carta abierta al dictador Machado- y ellos por conspiración:

En una ocasión, en que ellos me instruían acerca de ciertas necesidades del Partido Comunista, como yo los objetaba tímidamente, un sujeto, preso también, se encaró diciéndome: ‘Cuando nuestro Partido esté en el poder usted será el primero al que le cortemos la cabeza’. ¿Para qué fue aquellos? Ambos a un tiempo, sin darme lugar para una respuesta, cayeron sobre el infeliz, en un doble lección cívica y humana que dejó al pobre hombre estupefacto. No he vuelto a saber de él, pero el Partido está en el poder, y mi cabeza, gracias a Dios, se sostiene todavía sobre mis hombros.

  El mensaje no puede ser más significativo, al punto de que de tan juicioso parece temerario. Por un lado, halaga al Partido ahora en el poder, sin dejar de reclamar civismo -invocando la integridad de figuras ya muertas-; mientras señala, por otro, al milagro de que no haya rodado su cabeza todavía, a sabiendas que eso podría ocurrir.

 Comenzará la Zafra de los Diez Millones y la portada del libro -e incluso sus versos- servirán aún para ilustrar aquí y allá aquel proceso histórico. Pero no habrá más entrevistas ni cartas públicas. En privado, escribirá a Nicolás Guillén para que le ayude con la salida del país, pero no acusará recibo.

  Final

 Lo que no imaginaban Cossío Villegas y Fernández de Castro, era que Acosta volvería por sus fueros modernistas y habría más Darío y vizcondes de pescuezos quebradizos en sus libros por venir.

 Lo que no imaginaba Mella era que la revolución no sería inminente ni proletaria (como sí su muerte).

 Y lo que en el fondo sospechaba Portuondo, que Acosta se convertiría en desertor, finalmente ocurrió. Como Tolstoi a sus ochenta y seis años, Acosta huyó de casa -de la patria- para instalarse en Miami donde, como poeta bueno, murió amparado en la prédica de Martí.

 

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