sábado, 16 de diciembre de 2023

Una disputa viajera: La Zafra de Agustín Acosta entre Cuba y México (I)

 

  Pedro Marqués de Armas 

  1.

 Cuando Daniel Cossío Villegas visitó La Habana en el verano de 1926, los vínculos político-culturales con México se encontraban en un momento de despegue. Desde comienzos de año, con la llegada del nuevo embajador Juan de Dios Bohórquez, se potencian una serie de intercambios que culminan en la así llamada Misión Cultural, que llevó a aquel país, por invitación del presidente Plutarco Elías Calles, no sólo a escritores e intelectuales sino también a altas figuras del gobierno cubano. Conocida asimismo como la Excursión a México, el viaje duró once días y el regreso de los excursionistas coincide con la llegada del joven escritor.

 Cossío Villegas no era un desconocido en la isla. Textos suyos y sobre sus libros habían aparecido en las principales publicaciones desde 1923. Ese año Félix Lizaso reseña para El Fígaro sus Miniaturas mexicanas; al siguiente Cuba contemporánea publica su ensayo “La pintura en México”, con una elogiosa nota de presentación; y, a partir de 1925, su pluma se torna recurrente en la revista Social, como se enseñorea, más tarde, en las páginas del Suplemento Literario del Diario de la Marina.

 Me ocuparé aquí en reseñar su estancia, de no escaso apoyo institucional, y su principal consecuencia literaria: su crítica al poema La Zafra de Agustín Acosta. Aunque publicada en diciembre de ese año, la misma tenía origen en el viaje, no solo porque coincide con el lanzamiento del cuaderno de Acosta, sino porque circulan ya entonces las premisas de una polémica que transcurre entre México y La Habana y que, aunque no abiertamente declarada, no por eso resultó menos explícita ni intensa.

 En efecto, en aquellos días de comienzos de julio de 1926 no se hablaba en los corrillos literarios de la isla sino de aquel libro. El terreno había sido inmejorablemente abonado: además de invitación al Rotary Club, donde Acosta lee sus poemas, El Mundo hace un anticipo publicando en primera plana el “Pórtico” que da inicio al poemario, mientras Diario de la Marina hace otro tanto en su página literaria escoltando los versos de Agustín con una bandera cubista de su hermano José Manuel: una enseña cubana que ondea en triángulos, con la estrella al centro.

 A estas primicias se suma Social que anticipa en su número de junio la portada del libro, junto a “La molienda”, anunciado como “Canto XII del Poema de Combate, en prensa, La Zafra”.

 Probablemente, ningún libro de poesía se editó en Cuba precedido de tantos avales. Un año antes -en el curso de un viaje de trabajo a Matanzas- ya Acosta la avisaba como su obra cumbre. A una lectura pública en Jagüey, seguiría la que realiza en La Habana en el estudio del pintor Jaime Valls. Entre los presentes estaban tres de los más importantes promotores del poema dentro y fuera de la isla: Emilio Roig, José Antonio Fernández de Castro y Alfonso Hernández Catá. Acuerdan apoyar su publicación que, sufragada por su dueño Vicente García, correrá a cargo de la Editorial Minerva en lo que constituyó -según  Carpentier- “un caso excepcional en los anales de la edición que nadie, entre los hombres mi generación, se atrevió a soñar que volviera a producirse”. 

 A comienzos de julio circula ya ampliamente en las librerías de la capital, a la par que se le dedican editoriales y se recitan los versos en teatros, liceos y estaciones de radio. En una de las primeras reseñas, firmada ese mismo mes por Laguado Jayme -el revolucionario venezolano exiliado en Cuba que fuera maestro de primaria de Lezama en el Colegio Mimó y al que el régimen machadista eliminaría más tarde arrojándolo a los tiburones-, se le califica ya de “primer grito de justicia social” en América Latina.

 Si antes de La Zafra ya Acosta era considerado el más alto exponente de la lírica cubana, ahora con el publicitado cuaderno es catapultado a la condición de poeta nacional. Antes de que se le declare oficialmente, todo propende a ello, y Acosta lo sabe. Su inspirado poemario, fruto de su experiencia y ocios en Jagüey Grande, adonde había sido destinado como notario, era también un trabajo, una obra de servicio.

 El así considerado poema social constituía en primer término un poema de sociedad, un servicio a las élites literario-metropolitanas y, en cualquier caso, culturales y políticas. Sentó bien a todos los niveles puesto que se trataba de un “combate” en clave melódica, con todas las atenuantes: métrica y rima más que verso libre; fondo pastoril más que fabril; más miel que sudor; y, en fin, más quejumbre que chirridos. Sin contar que se acoplaba, si no del todo al “momento de la poesía” como reza una de las reseñas, sí al “momento cubano”.

 Aunque claramente expuesto, el mensaje antiimperialista en modo alguno era virulento, y venía a ilustrar, sí, una realidad ilustrada hasta la saciedad, lo mismo de cerca por Ramiro Guerra y Fernando Ortiz, que a distancia en grabados y fotografías.

 Cossío Villegas fue recibido por Bohórquez y el vicepresidente de la República, Carlos de la Rosa, quien formó parte de la delegación oficial que visitara México, que no fue, como suele recordarse, sólo de escritores e intelectuales, puesto que incluyó a representantes del gobierno y sus ministerios, la universidad y la cámara de comercio, etc.

 También se acercó a recibirlo Enrique Uhthoff, el carismático periodista mexicano radicado en Cuba desde la caída de Madero, y a quien, por cierto, Acosta dedicó en 1925 unos versos de ocasión -lisonjeros, por decir lo mínimo- que cortejan una conocida caricatura de Massaguer, y una nota, no menos lisonjera, con la que el “grupo minorista” rendía tributo a Uhthoff.

 Días más tarde, el primero de julio, Cossío Villegas impartió en el Aula Magna de la Universidad su conferencia “Estado social del México de hoy, y las causas que lo determinan”. Fue presentado por el catedrático Orestes Ferrara, quien se perfilaba ya como embajador de Cuba en Estados Unidos, en acto presidido por el secretario de Instrucción Pública, Fernández Mascaró. Ferrara destacó el rigor científico del joven sociólogo mexicano, continuador de las enseñanzas de Antonio Caso, y la conferencia giró sobre las características de la revolución mexicana y sus diferencias con otras revoluciones, destacando que en México la acción prevaleció sobre la teoría, y extendiéndose sobre el valor intelectual de Madero y su prédica contra el porfirismo.

 Al día siguiente, Ferrara ofreció al invitado un almuerzo en el Hotel Sevilla al que asistieron Bohórquez, el doctor Julio de la Torre y el comandante y senador Alberto Barreras, mano derecha de Machado. Y a continuación, fue conducido al estadio universitario, donde tuvo lugar “un jaripeo”, la típica fiesta mexicana, organizada en beneficio de la Cruz Roja y a la que asistiría el presidente de la República.

 A la vez, Barreras recibe a Bohórquez para que, a petición de Machado y con apoyo financiero de la Comisión de Turismo, gestione la invitación a Cuba de un equipo de futbol mexicano.

 Por su parte, en su sección De nuestra vida intelectual de la Revista Cubana, Juan Marinello reseñó ampliamente tanto la obra de Cossío Villegas como sus actividades en La Habana.

 2.

 Como he dicho, la polémica en torno a La Zafra de Acosta trascurrió entre uno y otro territorio, y no fue demasiado abierta, aunque sí explícita. De cierto modo una disputa viajera que se tomó su tiempo, implicando a diversos actores: Jaime Torres Bodet, Jorge Mañach, Cossío Villegas, José Antonio Fernández de Castro, Julio Antonio Mella. Y a estos se suman, aunque sin interactuar entre ellos: las opiniones de otros comentaristas en uno y otro país.

 El affaire tuvo su punto de partida en el artículo de Torres Bodet “Dos poetas de España: Gerardo Diego y Rafael Alberti”, que apareció en El Universal 19 de junio de 1926, trabajo que, por mi cuenta, se editó hasta en otras cuatro oportunidades: a fines del propio año en El Consultor bibliográfico; en marzo del siguiente en Sagitario; en el Suplemento Literario del Diario de la Marina -agraviado con una coletilla- en julio del 27; y, por último, quizás, en Contemporáneos. Notas de crítica (1928), donde su autor lo recoge.

 ¿Qué decía de Acosta el artículo? "Todo poeta hace uso de un bazar de imágenes propias. Pero, en tanto que el bazar de un discípulo de Rubén Darío como el cubano Agustín Acosta está lleno de pelucas y de cisnes disecados, el de este hombre de hoy contiene cosas actuales". Ese poeta del momento era, para Torres Bodet, Gerardo Diego, al que, en su habitual rechazo a las poéticas más experimentales, coloca por encima de Vicente Huidobro y de Oliverio Girondo.

  En principio, no se pronuncia contra esa “poesía nueva” que incluye utilería moderna -el tranvía, el poste de telégrafo, etc.-, ni otros elementos “ultras”, siempre que soporte la prueba del equilibro, que entiende como la presencia a la vez del paisaje en el sentido más amplio y de motivos humanos. En esta dirección, Huidobro y Girondo se quedarían en la superficie, en la pirotecnia discursiva o geométrica; mientras Pellicer -quien también coge su ramalazo- se perdería en metáforas caudalosas que terminan por desteñir el color tropical.

 En otros términos, Torres Bodet se blinda contra los excesos, posicionándose a favor, como expresa a propósito de Gerardo Diego, de ese “pretexto humano que la poesía requiere para su creación” y que conduce a lo que sería, para él, la principal exigencia de la poesía moderna: combinar inteligencia y emoción, conmover, despertar al hombre. Un punto de vista sin dudas moderado, tal vez conservador.

 Entonces, ¿venía al caso la crítica a Acosta? Sí, puesto que la oferta de términos que la nueva poesía admite y que a su juicio podían coexistir con la mesura y la capacidad de conmover, superaba, en un sentido de ruptura -o recambio- al bazar de Darío. No en balde sus referencias eran el último González Martínez y López Velarde, opuestos al tono y a los lugares comunes del esteticismo decadente, y, aunque muy diversos, aunados en la búsqueda de cierta sobriedad y en la invención de una dicción. Se suma que Torres Bodet apuesta, como otros Contemporáneos, por la contención.

 Acosta no era para nada un desconocido en México donde, al margen de ciertos calificativos de Pedro Henríquez Ureña (que en 1914 lo tilda de “poeta decorativo” y “modernista de certamen”), se venían publicando sus versos. En 1922 formó parte de un notorio dossier que, bajo el título Poesía de América apareciera en La Falange, en el que sobresalen Santos Chocano, Juan de Ibarburou, José Juan Tablada, Rafael Arévalo Martínez, Enrique González Rojo, y el propio Torres Bodet, entre otros.

 El poema de Acosta, “La cumbre”, estaba lejos de ser de sus mejores. Y al lado de los que ofrecía el dossier era francamente fallido: “De pronto, sin quererlo, / pues ya la suerte mía / andaba por los rumbos / de la melancolía, / subí, subí a lo alto, / y al punto mi alegría / gritó oh cumbre oh cumbre…  / oh cumbre oh cumbre mía… ¡” Deslavazado, sin sombra esta vez de Darío, tal ripio debió llamar la atención.

 Sin embargo, cuando Torres Bodet publica su artículo y recuerda sus pelucas y cisnes disecados, justo entonces, acababa de salir La Zafra. Considerando la bienvenida que se le daba y el entusiasmo que despertó, semejante colisión no podía ser tomada, si no, como un ataque al poeta del momento, aunque bregara en ese oficio ya por unos veinte años. Es más, como un ataque al poeta de la patria, a la Nación.

 Desde luego, Acosta estaba en su derecho de quitarse la peluca y exponerse al sol de las guardarrayas, anunciando futuros incendios, solo que ese cambio de ropaje resultaba abrupto, y Torres Bodet no tenía por qué estar enterado. ¿Cambió de criterio? ¿Le mereció La Zafra mejor opinión? Veremos. 

 Entretanto, entre julio y noviembre de 1926, el crítico cubano José A. Fernández de Castro visita México, con la encomienda de recoger los artículos dispersos de Juan Antiga, el más viejo de los minoristas y otrora exiliado en aquel país. En esa estancia, gestionada en parte por Bohórquez, quien concluía su misión en Cuba, Fernández de Castro -que se propone divulgar la “nueva sensibilidad” y que a pocos meses de su regreso funda el Suplemento Literario-, comparte largamente con Cossío Villegas.

 Como él mismo cuenta, regresa encantado de conocer la región de Anáhuac “donde es el aire más sutil”, región que conoce por conducto de Heliodoro Valle, Núñez y Domínguez y Cossío Villegas. Estrecha vínculos con otros muchos, entre ellos Diego Rivera y Lupe Marín, Xavier Icaza, Genaro Estrada, Maples Arce, Eduardo Colín, Guillermo Cueto, Manuel Horta. También con Salvador Novo y alguna vez se ve con Jaime Torres Bodet.

 No solo regresa con los artículos de Antiga, y dibujos y esculturas del México antiguo, sino con una maleta repleta de autores modernos a los que da a conocer en Social ya desde el número de noviembre (ejemplos: “Cossío Villegas y sus novelas” por Arévalo Martínez, con dibujo de López Méndez en que fuma ladeada una cachimba; o, “Nota sobre los pintores mexicanos de hoy” por Diego Rivera), y a quienes divulgará más tarde, ampliamente, en el Suplemento Literario dominical. 

 Es al siguiente número de Social que aparecerá “Sobre La Zafra, de Acosta”. Como se desprende, Cossío Villegas pudo adquirir el ejemplar en sus días habaneros, cuando no se hablaba de otra cosa, pero evidentemente tarda en hacer su reseña, coincidiendo ésta con la estancia de Fernández de Castro quien, muy bien, pudo promoverla. Sea o no así, los vínculos están trazados. El artículo lo ilustran una fotografía al estilo de Social, con una carreta de cañas a lo lejos, y, a tamaño de página, un dibujo de Acosta por Jaime Valls -el realizado en el estudio de éste al presentarse allí el libro- junto a esta línea: “El máximo poeta cubano de la hora presente”.

 De entrada, adelanto que el texto sobre La Zafra es un compendio del nacionalismo cubano, y de paso, una expresión del principal problema con que brega el vanguardismo en Cuba: su ineludible relación con la tradición, pero con una tradición todavía en ciernes, que no demanda ruptura sino continuidad. Al ensayista mexicano le impresiona la importancia que Martí tiene para los escritores e intelectuales cubanos, y el lugar que ocupa más allá incluso de lo literario y lo político, que nomina con los términos "ejemplo, tradición, guía".

 De aquí que deduzca que, a diferencia de otras naciones, los poetas ocupen en Cuba "un lugar central en la vida de una nación". No solo los poetas, también los intelectuales, siempre en virtud de la centralidad martiana. Este nacionalismo en ciernes -puesto que así lo construye esa generación- pero paradójicamente concluso en la figura de Martí, es el lugar desde donde efectúa Cossío Villegas su lectura del “poeta de la hora presente”.

 Gran cosa es ser poeta nacional, dice. Iguala así al poeta con el canto -con los cantos en que se multiplica el poema de Acosta-, de un acento necesariamente hondo y vibrante, como cuando se convoca a una guerra. Canto o huracán que barra con los vicios, para Cossío Villegas se trata de una clarinada -como se dijo tantas veces- a la par que de una composición acabada u orgánica. Y define su cualidad definitiva: "Por último, el canto tiene que ser canto de una pieza y perdurable".

 Su apreciación le conduce a aminorar buena parte de la poesía moderna, y especialmente mexicana, aunque no lo exprese directamente: "La miniatura, la greguería, el hai-kai, están bien y pueden aun ser pequeños. Son pincelada, matiz, que nada sustancial agregan ni quitan (...) En cambio, la obra del poeta nacional es obra grande, de proporción, tiene que ocupar espacio, libros enteros, y ha de sostenerse, además, en un grado alto, en tono de do mayor, a los cien de la ebullición".

 No reniega, pero relega… Y aminora sin más lo que ha sido el logro por excelencia de las vanguardias, no sólo en la poesía, también en la prosa; incluyendo sus Miniaturas. Implícitos están los nombres de Tablada, Rebolledo, Torri, tantos otros. En este sentido, opina el sociólogo, no el escritor. Y ciertamente, hay algo de evolucionismo en sus apreciaciones: "Agustín Acosta es el poeta de la vida nacional cubana. Su libro La zafra lo lleva hasta ese puesto. Antes buen poeta, exquisito, ya humano. Ahora, es totalmente humano: La zafra es la sinfonía cubana”.

 Expuesto lo anterior, comenta que le han dicho que Mañach objeta el libro, "y le pone frente por frente la teoría del arte por el arte". Mañach, como se sabe, mantuvo una intensa amistad con Agustín Acosta, que incluyó además un largo intercambio epistolar. Cossío Villegas no cita su fuente (que sigo sin encontrar), por lo que sería riesgoso aventurarse. Mañach recordó a Acosta, en su momento, sus excesos darianos, pero también es cierto que no escribió sobre La Zafra, como hicieran Fernando Ortiz y Julio Antonio Mella.

 Al margen de ello, y si fuera así, el comentario de Mañach le llega por terceros. Se opone el ensayista mexicano a admitir ese criterio, tan alejado. Considera que La Zafra es “arte a secas”, y, por tanto, un hecho, no un reflejo. Un hecho artístico que puede prescindir perfectamente de la teoría con que pretenda leérsele, en este caso una teoría burguesa. Para Cossío Villegas, Mañach pierde de vista que no puede haber arte para el pueblo si este no rompe con la burguesía y sus tesis; en fin, con la superestructura.

 Y es precisamente lo que cree del poema: “La Zafra es un libro hecho de algo más que literatura y que toca no solo al hombre de letras. Trasciende y entusiasma a quien lo lee porque en él está el paisaje cubano, la pobreza cubana, y porque recuerda que no es la de hoy la Cuba de Martí -la que tienen que hacer, precisamente, los intelectuales cubanos”.

 En resumidas cuentas, que la clarinada de Acosta era arte para el pueblo, un producto quintaesenciado, de raíces genuinas. Así, funde pueblo-nación en la figura de Martí. Así -como Martí para los cubanos- el poema es “arte a secas” pero algo más. Ese más, resulta propio, sin embargo, de la concepción romántico-popular -de la volksgeist- donde inevitablemente se sitúa el ensayista, al identificar paisaje, raza y temperamento.

 Como expresa al inicio del artículo: "Es necesaria una sensibilidad en que el propio paisaje, los propios problemas, la propia sangre, hieran nuestra atención y la hagan verbo. Es necesario, también, un temperamento masculino: dígase lo que se diga es más hombre aquel a quien afecta todo un pueblo que aquel a quien sólo inspiran las rosas o los crepúsculos".

 En efecto, una lectura redonda, como sugería en sus versos el propio Acosta: “Musa patria, esto no fue / lo que predicó Martí”.

 3.

 Entre la aparición del artículo de Torres Bodet y el de Cossío Villegas, entre el ataque al Acosta de las pelucas y el elogio al de las carretas de cañas, transcurrieron casi seis meses, y otro tanto transcurriría hasta que se produce la respuesta del Suplemento que comandaba Fernández de Castro. Demasiado tiempo, y así es; pero, entretanto, todos los actores han concurrido en experiencias significativas: Torres Bodet se ha enfrascado en una polémica con Mariátegui, al tiempo que estrecha vínculos con Mañach; Cossío Villegas retorna a E.U para continuar estudios de economía bajo financiación de la Fundación Rockefeller, mientras consolida lazos con Fernández de Castro; y los minoristas reaccionan contra Machado y su maniobra de perpetuarse en el poder, en lo que comienza el proceso contra los intelectuales comunistas.

 Todavía Acosta no ha escrito su carta pública contra el gobierno; pero el afianzamiento de La Zafra como “poema de combate” es ahora máximo. Estamos, pues, en julio de 1927 y la intención de reproducir el artículo de Torres Bodet sobre los poetas españoles Gerardo Diego y Rafael Alberti en el Suplemento Literario, no es otra que la de colocarle esta coletilla:

No podemos pasar sin protesta esta afirmación a la ligera de nuestro amigo, el joven escritor mexicano T. B., cuyo ensayo reproducimos. A. A. no es solo un discípulo de R. D. como usted lo califica. En México, se le conoce, no exclusivamente por sus desgraciadamente célebres y populares “Muertes”, en cuyos poemas A. -con muy otra intención que la que le suponen los equivocados panegiristas de sonetos-, mató para siempre al Vizconde, al Abate, a la Marquesa, y a todos esos quebradizos personajes que animara en el aspecto frágil que es su vicio de origen, el Indio Rubén. No tiene A. la culpa de que esos versos suyos hayan sido tan encomiados y popularizados. En ese país amigo se conoce ya, por algunos espíritus que sí cuentan, la obra actual de A.: La Zafra, y en cantidad apreciable, para su aquilatamiento, fragmentos de sus próximos libros en los que no se encuentra ni traza, de pelucas ni de cisnes, sino mucha caña, mucho azúcar, muelles, guajiros, trenes, incendios, cosas muy de hoy -cuyo equivalente mexicano -no encontramos precisamente en la ya extensa labor del joven T. B. Este amigo, puede y debe comprobar nuestras afirmaciones contrarias a la suya.

 Tardó, pero ahí estaba la respuesta, no en forma de artículo -que hubiera sido trabajoso- sino de una nota sin firma, todo indica que escrita por Fernández de Castro. Se le responde lo mismo en segunda que en tercera persona, pero siempre desde el plural. Es también, se diría, una réplica colectiva. Y para más, cuajada de contenidos: en México se le conoce ya -por quienes sí cuentan- como el autor de La Zafra. La popularidad de su poesía anterior no constituye un mérito sino una fatalidad que obedece a un gusto ya caduco. Aun así, sus defensores no han entendido que, en realidad, Acosta liquida a esos frágiles personajes, productos del acomplejamiento de Darío, de su complejo de inferioridad.

 Hay en Darío un vicio de origen y radica en su condición de indio. Es contra esa condición que Acosta se vuelve para cortar -mocha en mano- todos esos quebradizos pescuezos. Contra Darío, pues, Martí. Siguiendo a Martí ("ejemplo, tradición, guía"), los versos de Acosta evolucionan al punto de no quedar en ellos “ni traza de pelucas ni de cisnes”. Y como mismo Torres Bodet daba por superado el ropero dariano, el anónimo replicante da por superada la poesía del mexicano al carecer ésta -en su equivalente patrio- de cañas, trenes y guajiros.

 Mientras, las colaboraciones del mexicano se incrementan en Social, como en la recién fundada Revista de Avance, donde sus libros son favorablemente reseñados por Juan Marinello y Jorge Mañach, con quienes sostiene correspondencia y quienes serán -junto a Fernando Ortiz- los artífices de su invitación a La Habana en mayo de 1928. En cambio, desde el Suplemento Literario, es envestido con creciente ferocidad.

 Con el título “Panorama de la actual literatura mexicana” y auspiciada por la Hispano Cubana de Cultura, la conferencia de Torres Bodet fue reproducida en su totalidad en El Mundo, mientras el Diario de la Marina hacía una amañada síntesis de la intervención. El autor, que no era otro que Fernández de Castro (“el repórter”), tenía más motivaciones políticas que literarias, y desde luego, no podía sino empezar recordando el artículo en discordia, y el resultado que tuvo su coletilla: “Había allí una comparación a la ligera con alguno de nuestros valores locales más puros y el periodista se vio obligado a subsanar el error. El poeta al recoger su trabajo en su libro Contemporáneos suprimió la alusión equivocada”.

 Torres Bodet, en efecto, había suprimido en esa colección de ensayos que acababa de aparecer en México -y un ejemplar de cual entregó al crítico cubano antes de comenzar su conferencia, como mismo al final una copia de su intervención-, el párrafo de marras. Sin embargo, no por ello iba a apaciguarse la querella –“cruentas batallas en que la sangre mana con lentitud perversa”, definió así Marinello en un texto de época las disputas estético-ideológicas.

 Además de ironizar sobre la persona del invitado, con referencias en clave homófoba a su refinada cultura, Fernández de Castro se opondrá punto por punto a prácticamente todos los argumentos del conferencista, los cuales apostilla con más acritud que agudeza. De modo resumido, opone a una literatura inmersa “en su propia tragedia intelectual”, aquella comprometida con las causas sociales y que no desdeña el realismo. Tan claro que, a los poetas de Contemporáneos -a punto de encarnar ese nombre-, los tacha de artistas burócratas o de gabinetes, mientras reserva para Bohórquez e Icaza los mayores elogios, reclamando olvidos o desestimaciones, como los de Maples Arce y el propio Cossío Villegas.

 En diciembre del mismo año, Fernández de Castro presta sus páginas para un artículo de Tristán Marof que, a encargo de Diego Rivera, recrudece el ataque contra los Contemporáneos, llevándose el autor de Fervor esta caricatura: “Jaime Torres Bodet, que antes cantaba tan solo a su corazón y que vio premiados sus poemas con flor natural, siendo sus canciones musicadas por actores y cantadas por niñas sentimentales… acaba de descubrir a Mallarmé” (…) Tiene en su abono una novela, Margarita de niebla, que en todo caso –tal vez a pesar de su autor– es el mejor documento literario sobre la parte más cursi que habita los barrios nuevos de la ciudad de México”.

 Un mes antes, en uno de los documentos que mejor define las tensiones dentro del campo cultural latinoamericano -la encuesta “Indagación: ¿Qué debe ser el arte americano?”, lanzada sin mucho éxito de convocatoria por Revista de Avance cuando el debate sobre el vanguardismo estaba en su punto más álgido-, Torres Bodet había dejado clara su posición. Como era de esperarse, venía cargada de referencias cultas y expresaba su habitual contención frente a los entusiasmos del momento. En un viejo soneto de Ronsard se respira más amor por Francia, comienza diciendo, que en los “versos alemanes, sanguinarios y ensangrentados de La Marsellesa”. 

 Y después de marcar distancia del México grandilocuente y atroz que no acababa de quedar atrás, apunta que, de todas las formas de revelar lo americano, la que menos lo convence era la “que amplifica la voz y exagera, en círculos oratorios, el ademán”. “Mi México –añade– existe tan vivo en un solo poema de Ramón López Velarde como en un relato entero de Mario Azuela, porque (…) no creo que lo americano de una obra literaria haya de ser el asunto esencialmente, ni el tono, sino la sinceridad sensual, sentimental e ideológica del autor”.

 Cuando un año más tarde Félix Lizaso escriba su “Balance de una indagación” (Avance, septiembre de 1929), serán precisamente las palabras del mexicano las más cuestionadas: “¿Hasta qué punto el pregonado hipersensualismo ha caracterizado la obra americana? Y lo mismo cabe decir de ciertas cualidades sentimentales que han querido verse más acentuadas en el criollo que en el hombre de otras tierras. De ideología no hay que hablar. Aún no existe una ideología americana en el sentido más envolvente de esta palabra”.

 Lizaso va más allá, pues las exclusiones que Torres Bodet indica (el asunto, el tono, lo épico, etc.), incluían también cualquier sospecha de criollismo o exaltación vernácula, a favor de una escala media que solo podía resolverse en la experiencia particular del artista.

 Exista o no ese “triple patrimonio” de sinceridad (sensual, sentimental e ideológica), concluye Lizaso, en su opinión ya Martí habría detectado el problema cuando dijo: “No hay batalla entre civilización y barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Por esta vía, siguiendo a Martí, Lizaso niega una "interpretación genuina del paisaje" por parte de los artistas americanos quienes, mayormente, derrochan su talento en la “confección melindrosa de pastiches más o menos elegantes”.

 No es difícil inferir que alude a la visión del mexicano; pero de paso, también y fatalmente, a la de buena parte de la poesía y prosa latinoamericanas.

 Lo cierto es que la “nueva sensibilidad” era un hecho y que, como apreció Gabriela Mistral, en gran medida había sido posible por una “apertura al paisaje” que nada tenía de desmesurada, pero sí de esos géneros preteridos por Cossío Villegas en su ensayo sobre La Zafra: miniaturas, greguerías, haikus y pastiches que, indiscutiblemente, operaron en el descubrimiento de un lenguaje que internalizó un entorno (el tropical, por ejemplo). Senda en la que transitan, sin olvidar a Tablada, los miembros de Contemporáneos, con su indiscutible invención -no reproducción- de un espacio a la vez literario y geográfico.

 Frente al canto perdurable y de una sola pieza, frente al canto en do mayor, tal como Cossío Villegas define La Zafra de Acosta, aparece pues, y no por implícita menos transparente, la respuesta de Jaime Torres Bodet: ni el asunto, ni el tono, ni lo propiamente criollo, resuelven en sí mismos el valor de una obra literaria. Tampoco su carácter épico. Y añadimos, ni antiépico.


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