jueves, 3 de septiembre de 2020

Recuerdos y presencia de Valéry en España




   Miguel Utrillo

  Celebran los amantes de la poesía del mundo todo, pero de una manera especial en Francia, el primer centenario del nacimiento del genial poeta Paul Valéry, nacido en Séte en 1871 y fallecido en París el 20 de julio de 1945, en donde le rindieron honores y homenajes, desde luego más que merecidos, como si de un héroe nacional se tratase. Los franceses saben cuidar —desde siempre—sus talentos, y André Malraux se encargó, en un acto impresionante, de elogiar a Paul Valéry como corresponde, antes que fuese trasladado, también con todos los honores, al cementerio marino de Sóte, su ciudad natal.
 Paul Valéry vino varias veces a España. La primera fue —según se desprende de la copia de sus cartas, que pude leer y anotar hace años, por deferencia especial de la viuda del poeta y que, en la actualidad, figuran en la Exposición Valéry organizada en la Biblioteca Nacional de París— en 1924. La Sociedad de Cursos y Conferencias, que presidía el duque de Alba, le había invitado a pronunciar dos conferencias sobre el tema “Baudelaire y su posteridad Iiteraria”. Vive en la Residencia de Estudiantes de la calle del Pinar, la “coIina de los álamos”, como le llamara Juan Ramón Jiménez, que también había vivido en ella. Juan Ramón Jiménez le envió un ramo de rosas. VaIéry lo dice en una de sus cartas (la que lleva fecha del 24 de mayo del año 1924) de esta manera: “Antes había recibido un ramo de flores en mi cuarto de un poeta invisible”. Pero Juan Ramón Jiménez hace aún más. Junto con las flores, le envía una carta, que no puedo resistirme a copiar íntegra por su enorme valor autobiográfico. Dice así:
  “Madrid, 19 de mayo de 1924. Monsieur Pal Valéry. Querido y puro poeta: Razones de estética y de ético-estética de una actualidad enteramente española, que no tienen sentido ni deben tenerlo para un poeta extranjero de paso entre nosotros, me impiden asistir a sus conferencias y a los homenajes en su honor durante los días que va usted a pasar en Madrid. Nunca he asistido —la única vez que lo hice salí asqueado para siempre— ni a conferencias, ni a banquetes ni, en general, a ninguna manifestación de orden colectivo. Además, en presencia de un poeta tan secreto, tan exacto, tan «raro» como usted, ¿no es el mejor de los homenajes el sacrificio de la persona? Palabras, frases, gestos: mala y viciosa retórica corporal en suma. Inmolo, pues, pensando en usted, las palabras insensatas o mediocres —¡bastantes ha debido usted oír!— en holocausto de ésa, a sola e incierta cuyo único equivalente poético, voluntario y pleno es el silencio.
 He aquí en revancha, mensaje mío hacia usted, la púrpura española de estas rosas primaverales, hermanas de esas rosas francesas de sus cuatro mágicos versos de «Serpent», donde palpita, flor de la manzana prohibida y, mejor aún, rosa del terruño, «la rosa del paraíso terrestre universal:
   Eve, jadis, je la surpris
   parmi ses premiéres pensées,
   la lèvre entre’ouverte aux sprits
   qui naissaint des roses bercées.
  Su verdadero lector e invisible amigo, Juan Ramón Jiménez”.
 Valéry y Ramón Jiménez no se vieron. Perece ser que este último, cuando le preguntaban al caso, decía que su “francés es sólo el de un niño”, cosa, desde luego, muy de Ramón Jiménez; pero sospecho que exageraba...
  En cambio, don José Ortega y Gasset y sus amigos le atendieron. Lo indica claramente la carta que le dirigiera:
  “Mi querido Ortega: Me marcho colmado. Hace seis días Madrid era para mí una expresión geográfica. Pero, en seis días, sus amigos y usted lo han convertido en una de las estaciones más preciosas de mi recuerdo. Me marcho con una inmensa pena y un sentimiento de reconocimiento profundo a esta ciudad y a esos jóvenes que me han dispensado el recibimiento más delicioso y más conmovedor. Esta residencia tranquila, viva, floreciente y florida, donde he hallado el encanto de la juventud, y donde he sentido revivir un poco el estudiante que fui, ha sido para mí una dulce vivienda que siempre me será querida.”
 A Valéry le han hablado de dar unas conferencias en Barcelona. El Gobierno envía un telegrama a la Mancomunidad de Barcelona para organizarle una conferencia.
 “Ya ves —escribe a su esposa— que Primo de Rivera hace el papel de Mussolini”. “El presidente del Consejo, vino a despedirme. También estaban algunos nuevos amigos”.
 Ya en Barcelona, se hospeda en el Hotel Oriente. Le recibe en la estación una delegación en la Mancomunidad (una especie de Senado catalán, dice Valéry), y además, elementos del Instituto francés. “Anoche —añade—, en el café, unos y otros me hablaban al oído...”. Fue a Montserrat en compañía de Juan Estelrich, que más tarde tradujo el «Cementerio Marino», de Valéry, cuya versión sólo sé que, existe, pero nunca la he podido leer. ¡Dios mío, qué desprecio en nuestro país, para los autógrafos o los papeles inéditos que dejan nuestros intelectuales!
  
 Pero las atenciones que recibió en Barcelona, como las de Madrid, encontraron en el poeta, y en su fina sensibilidad, motivos de agradecimiento sinceros. Véase la carta que con fecha 26 de mayo de 1926 escribió al entonces presidente de la Mancomunidad, don Alfonso Sala.
 “En el momento —le escribe— de dejar Barcelona deseo y debo dirigirle la expresión de mi más profunda gratitud por la acogida tan noble y tan cordial que me ha hecho esta ilustre y magnífica ciudad. La Mancomunidad que usted preside me ha rodeado de todas las atenciones; me ha ofrecido, para la más sencilla de las charlas, la solemnidad de una sala solemne, una de las más hermosas que podría soñarse, para hablar, la magnífica sala gótica, llamada de San Jorge.
 Agradezco de todo corazón a la Mancomunidad, como le agradezco a usted, personalmente, señor presidente, las palabras que tuvo a bien dirigirme a la terminación de la conferencia y que considero como una preciosa prueba de simpatía de Cataluña para las letras francesas, a las que traslado todo el honor.
 Permítame también que le agradezca muy particularmente haberme dado por guías de Barcelona a dos hombres tan encantadores, serviciales y amables como don Miguel Utrillo y don Antonio Robert (1). Estoy enteramente conmovido por la gentileza con la que esos señores me han enseñado una ciudad con la que yo había soñado mucho cuando era niño y, miraba ponerse el sol sobre Cataluña. No esperaba verla un día en condiciones tan gratas como honrosas.
 Reciba, señor presidente, el testimonio de mis sentimientos de gratitud y de mi consideración más respetuosas”.
 Hubo —cómo no— excursión a Sitges, que por aquellos años era un apacible pueblo blanco con “americanos” de reloj y cadena de oro, tresillistas, fábricas de calzado. En la playa, sin espigones, barcas, aún con velas latinas. Yo no asistí a la excursión, porque eran los años de mi internado en el Colegio de los R.R. P.P. Escolapios de Sama, de Villanueva y la GeItrú, a quienes debo todo lo que sé, si es que sé algo... Pero, recuerdo que mi madre me dijo por la noche que había venido un señor muy atento y fino...
 Pasan los años. Estamos en 1930. Yo ya empezaba a hacer mis primeros pinitos literarios, a los que sigo fiel, a las órdenes de los bigotes mosqueteriles de Mario Aguilar, el admirado.
 Me veo a bordo del “Tenax” de madame Heriot, con la escritora recientemente, fallecida, Lóuise de Vilmorin, y José Maria Sert. Más tarde, visitando el “Pueblo Español”, feliz “idea”, como es sabido, de mi padre. Y aún otro día comiéndonos una pantagruélica «parrillada» en la antigua Casa Joanet, de la Barceloneta. Recuerdo que Valèry bebió en porrón, de manera muy natural, porque era un hombre del sur de Francia, es decir, del Midi, en donde el porrón es conocido.
 Hubo excursión a Vic, para ver las pinturas de la catedral, que José María Sert pintara para tres veces —¡tres veces!—, con parada en La Garriga, para comer butifarra. Sert, en eso, como en muchas cosas, tenía una elegancia, realmente única. Venía con nosotros don Luis Plandiura, a quien el arte catalán tanto le debe, que estuvo también muy locuaz, en contra de su costumbre.
 Luego vinieron las lecturas de las poesías de Paul Valéry, que junto con mis recuerdos, se me hacían más bellas. Y aún más recuerdos, pero de otro estilo.
  
 Encontrándome en Séte, con un “out” de Francia, son tantos que no sé cuál exactamente, fui a visitar su tumba, y cuál no sería mi sorpresa, cuando el guardia, al preguntarle por la tumba de Valéry, llamó a un perro, al que llamaba “Tom”, y me dijo tranquilamente:
 —Sígale usted. Él le llevará a la tumba.
 Y como estábamos en Francia, en donde todo tiene un precio, añadió:
 —Son cinco francos…
 ¡Quedé de piedra! Pero así sucedió.
 A mí no me cabía en la cabeza, que la gloria de Paul Valéry, que sigue creciendo, pero sobre todo su tumba, en la que descansa después de recibir honores nacionales, fuese un perro quien a ella me acercara... Pero así es la vida. Recientemente, el perro en cuestión ha muerto. Lo he leído en los periódicos franceses, y en sitio destacado. ¡Sigo sin comprenderlo!
 Pero a Paul Valéry sí que lo comprendo y admiro. Como poeta de excepción y mucho más como uno de los hombres de más fina sensibilidad que ha conocido.


 (1) Se trata de don Antonio Robert, nacido en Cuba, pero de origen sitgetano, en donde tenía casa y acostumbraba a pasar en Sitges el verano. Hombre sencillamente encantador, y padre del economista del mismo nombre y del escritor Manuel Robert.

 La Vanguardia española, miércoles 17 de noviembre, 1971, p. 53.

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