viernes, 18 de septiembre de 2020

Cómo fue mi retorno a la poesía



 Paul Valéry acaba de arrellanarse en el butacón de la Academia Francesa que dejó vacante Monsieur de Bergeret. Mas no es esta circunstancia —la actualidad no nos obsede, y menos la académica— lo que nos induce a traducir para "1927" estas páginas: sino cuanto en ellas hay de unción y de intelección poéticas.

                                        Jorge Mañach

  Paul Valéry 

 No sé por qué reprise misteriosa, por qué retorno a mi juventud, vine a interesarme de nuevo en la poesía, después de más de veinte años que md había separado de ella.

 Es posible que haya en nosotros una memoria periódica y lenta, más profunda que la memoria de las impresiones y de los objetos, una memoria o una resonancia de nosotros mismos a largo plazo, que nos retrotrae y viene a devolvernos de improviso nuestras tendencias, nuestras potencias y hasta nuestras esperanzas más antiguas.

 Advertí que volvía a ser sensible a aquello que suena en las frases. Me demoraba percibiendo la música de la palabra. Los vocablos que oía sacudían en mí no sé qué dependencias armónicas ni qué implícita presencia de ritmos inminentes. Tomaban color las sílabas. Algunos giros, algunas formas del lenguaje, se dibujaban a veces por sí mismos en las fronteras del alma y de la voz y parecía que pudiesen vivir.

 Esos comienzos del estado cantante, esas primaveras íntimas de la invención expresiva, son deliciosos, como es delicioso el balbuceo previo de la orquesta, algunos momentos antes de ordenarse, agruparse y obedecer, cuando no engendra todavía más que una viva y contrariada variedad de timbres que se prueban a sí mismos, se enardecen, se interrumpen, se contradicen y preparan, cada uno según su naturaleza, su próxima y milagrosa unidad.   

  Poco a poco me acostumbré, me discipliné a revivir mi adolescencia. Me sorprendí versificando. Reconocí en mí los escrúpulos y los cuidados del poeta. Me abandoné a ellos con placer. Confieso que estaba cansado de agitar, desde hacía no poco tiempo, cuestiones bastante difíciles. Mi espíritu, ocupado en algunos asuntos de los cuales no era fácil deshacerse agotándolos, se encontraba con que se había construido círculos infernales; pasaba indefinidamente, una y otra vez, por los mismos estados de luz y de tinieblas, de potencia y de impotencia, complementarios.

 Mas al aplicarme de nuevo a la poesía, ese espíritu, así y todo, no me abandonaba; ni tardé en encontrar, bajo las primeras flores de mi nueva estación, numerosos enigmas y problemas. Se los encuentra siempre donde uno quiera, y la poesía no anda falta de ellos; es cuestión de exigencias. Después de las venturas del esbozo y las promesas de las bellas cosas que se vislumbran, después que uno ha sido seducido por esos divinos murmullos de la voz interior y cuando ya algunos puros fragmentos se han separado por sí mismos de lo que no existe, hay que ponerse al fin a la tarea, articular esos rumores, reunir esos trozos, interrogar a todo el intelecto, obligarle a que venga en nuestro auxilio.

 Me entregué a ese trabajo. Mi designio era componer una suerte de discurso en que la continuidad de los versos se desarrollase o dedujese de tal forma que el conjunto de la obra produjese una impresión análoga a la de los récitatifs de otrora. Los que se encuentran en Gluck, y particularmente en el Alceste, me habían dado mucho que pensar. Pronto me topé con las dificultades eternas. Un día, consumido casi por entero en hacer, deshacer y volver a hacer una parte de mi poema, le tomé ese disgusto desesperado que conocen todos los artistas. El artista sería poca cosa si no especulara sobre lo incierto. Decidí abandonar la faena; me insistí a mí mismo que había que renunciar; y queriendo romper con un acto de voluntad el triste encantamiento que me encadenaba a mis esbozos, me resolví a salir. Caminé casi furiosamente por las calles, medio alucinado por las luces desordenadas, y erré, como un pensamiento lanzado bruscamente el tumulto de una ciudad, aturdido por el movimiento de los seres y de las sombras, confundido voluntariamente con la agitación general e indistinta de la multitud en la noche. Me sentía todavía obseso y, por momentos, reasido, en medio de todos esos seres vivientes en marcha, por los mismos ensayos y las mismas renuncias a los cuales acababa de escapar y cuyo tormento ansiaba disolver en aquella multitud desconocida. Yo era como una mala madre que se aleja de su casa a perder una criatura a quien no puede sufrir.

 Después de una caminata bastante larga, entré en un café desierto. Había periódicos abandonados sobre el mármol de las mesas. Recorrí distraídamente el mundo entero; la imagen de la incoherencia de sus acontecimientos bajo los diversos cielos se sustituía en mí al desorden de los hombres en la calle. Mis ojos, huyéndoles a los crímenes, a los Parlamentos, a la Bolsa y a las noticias (que son estadísticamente siempre las mismas), descendieron a lo bajo del Temps.

 No soy muy aficionado a las premoniciones; me resisto a creer en esas atracciones misteriosas por las cuales nos gusta explicar tantas coincidencias notables que se observan en todas las vidas y que las modifican o las orientan con una suerte de inteligencia. Pero tengo que confesar que algo me impelía a demorarme en aquel número y presentir que encontraría en él una sustancia preciosa. Desfloré con la mirada el folletón de Adolfo Brisson... Leí. Volví a leer. Y reconocí mi ruta.

 He aquí el comienzo de aquel artículo:

 "¿Cómo componía, cómo representaba la artista sus papeles? ¿Cuáles eran sus procedimientos, su manera, su mímica, el timbre de su voz, su modo de moverse y de llevar su indumento? Mediante el fonógrafo y el cinematógrafo, nuestros nietos tendrán informes poco menos que exactos sobre los actores de hoy. Rachel no vive plenamente a través de la prosa lírica de Gautier y la prosa difusa de Janin; sus juicios dan una idea general de su arte; pero algunas veces son contradictorios; les falta precisión. Quisiéramos que un riguroso y sincero análisis, indicaciones detalladas, meticulosas, hubieran fijado esas cosas fugaces; la fisonomía de la actriz, la emoción suscitada en todos los que la escuchan. Ahora bien, ese documento existe. Una circunstancia singular me lo puso en las manos. Durante una estancia en Ems, tuve, en otro tiempo, el honor de ser presentado a un personaje considerable, emparentado con la familia real de Prusia, el Príncipe Jorge, primo segundo del emperador Guillermo I. Me habló de Rachel, de la cual, sin duda, —me pareció discernirlo en sus confidencias— había estado enamorado. Conservaba de ella, de sus entonaciones, de sus actitudes, de sus gestos, impresiones e imágenes de una increíble fidelidad. Para no olvidarlas, se había aplicado a fijarlas en un papel. Me ofreció un ejemplar de ese folleto anónimo, impreso para sus amigos. Esa obrita preciosa contiene el comentario, verso por verso, la descripción fotográfica, la notación musical, el juicio oral, si se me permite así llamarlo, de las interpretaciones de la ilustre artista. La primera página es un himno en su honor, y es también un retrato:

 ""¡Raquel! Genio incomparable, artista sublime, permaneceréis en nuestro recuerdo como una llama en una noche honda. La sobriedad, la energía y la gracia de su gesto, la magia de su mirar, la pureza de la dicción, el sonido grave y metálico de una voz sin igual, ella lo tenía todo, todo lo que encanta, todo lo que arrastra, todo lo que exalta. Ver a Raquel era una de las grandes emociones de la vida. Era pálida y delgada; tenía todo el aspecto de una persona muy delicada. Sus manos eran de una gran distinción; sus ojos pardos, muy brillantes, tenían una profundidad insólita. Su voz de contralto descendía al fa en este verso de Bajazet:

      N' aurais-je tout tenté que pour une rivale?

  El que lo decía sobre el fa grave; luego, su voz ascendía. Cuando exclamaba, en Andromaque:

      Va, cours, mais crains

      encor d'y trouver Hermione,

 emitía el cours sobre la nota ut con la mayor fuerza. El grito que lanzaba en el quinto acto de Adrienne Lecouvreur, después de los versos de Andrómaca, era un fa agudo. Disponía, pues, de dos octavas.

 


 ""Lo más frecuente era que se mantuviese, al hablar, en esa extensión entre el fa agudo y el mi natural. En Valeria, drama de Augusto Maquet y de Julio Lacroix, representaba el papel de la emperatriz Mesalina con una voz grave, el de Lycisca con una voz más elevada. Sin ser una mujer muy alta, lo parecía en las tablas. Su sobreexcitación nerviosa se comunicaba a los espectadores; uno se escalofriaba siguiendo aquellas escenas conmovedoras; parecía que la fuerza de la emoción la fuera a romper. Quien la haya visto en Maria Stuart se acordará, seguramente, de la energía terrible, salvaje, con que decía:

     Malheur, malheur a vous, quand, d'une vie austere

     Vous venant quelque jour arracher le manteau,

     La Verité sur vous fait luiré son flambeau!

  ""Pronunciaba la palabra arracher con un furor inconcebible. Se ponía fuera de sí, temblorosa de ira. Ninguna actriz se ha arrodillado ante la reina Isabel con aquella altanera rigidez. La veo todavía, en el quinto acto de "Marie Stuart", con su bello vestido de terciopelo negro, su histórico bonete cuya punta le tocaba la frente, su largo velo blanco y sus encajes antiguos"".

 "El príncipe menciona hasta las particularidades más insignificantes de la dicción de Raquel; evalúa la duración de sus silencios; anota sus "respiraciones."    

       Je voudrais assister a ta

       derniere aurore,

       Voir sombrer dans les flots

       ton sanglant météore,

  Respirando largamente.

       Et seule

  Respirando.

       au bord des mers

   Respirando.

       respirer la fraicheur.

   Respirando.

       De eternelle nuit.

   ""Respiraba a pleno pulmón antes de hablar, como una persona que se encuentra a la orilla del mar y que se abandona gozosamente a la frescura del elemento. Era admirable.""

  No sabría explicar hasta qué punto me conmovió esta lectura. Las observaciones ingenuas y precisas del príncipe alemán, la atención todo amorosa que había concentrado sobre la dicción de la gran artista, el sentimiento del verso, la inteligencia de las relaciones de la respiración, del ritmo, de la sintaxis y de los acentos, todo esto que allí encontraba, me interesaba directamente, me iluminaba indirectamente, venía, en el instante mismo en que era menester, a aportarme el auxilio deseado, por la vía más imprevista... Cuando pienso en ello, recuerdo aquel incidente que se produjo en Roma, en el siglo XVI, y que se narra no recuerdo dónde. Estaban levantando, en presencia del Papa y de toda su corte, él obelisco que se encuentra en la plaza de San Pedro. Como las máquinas estaban mal calculadas, el monolito se detuvo en su movimiento entre la horizontal y la vertical. Los cables, a colmo de tensión, amenazaban quebrarse, y toda la masa caer al suelo y hacerse añicos. Fue entonces cuando una voz surgió del gran silencio y gritó que mojaran las cuerdas, y aquella idea puso la piedra en pie.

 En el hecho de que el artículo de Adolfo Brisson y las notas del príncipe Jorge de Hohenzollern me vinieran tan oportunamente a sugerir alguna solución a mis dificultades poéticas, pudiera no verse, y yo mismo no habría visto sino un acontecimiento subjetivo,—es decir, aproximadamente independiente de la calidad de esos textos, y casi enteramente dependiente de mi estado de ánimo de una noche. Pero he aquí que algunos años más tarde, estando ya terminada o a punto de terminarse mi obra, me ocurrió comunicárselo a Pierre Louys, excelente juez en materia de poesía, y contarle esta misma pequeña historia. Pedro lanzó una exclamación y, corriendo a las cajas donde conservaba tantos documentos, sacó un gran recorte del folletón del Temps del 1ro de diciembre de 1913, todo marcado, orillado, subrayado con lápiz rojo... (Trad. de j. m.)


 Revista de Avance, Año I, Núm. 12, 30 septiembre 1927, pp. 305-07 y 321.


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