Paul Valéry
No es más que un invitado quien se levanta... Ignoraba, hace unos días, incluso la existencia del Pen Club. Admiro esta magnífica reunión en la que veo hombres como Galsworthy, Pirandello, Unamuno, Kouprine y a tantos escritores de todas las naciones, entre tantos escritores de la nuestra.
Pero déjenme decirles la extraña impresión que siento, la curiosa idea que se me ocurre al considerar esta asamblea.
Encuentro casi inexplicable esta reunión. Hay en ella un algo de paradójico.
La literatura es el arte del lenguaje, es un arte de los medios de la comprensión mutua.
Es concebible que geómetras, economistas, fabricantes de todas las razas puedan reunirse útilmente, pues están dedicados a estudios, vinculados a intereses cuyo objeto es único e idéntico.
¡Pero los escritores!... ¡Los hombres cuya profesión se basa directamente en su lenguaje natal, cuyo arte consiste en consecuencia en desarrollar lo que separa más nítidamente —quizá más cruelmente— a un pueblo de otro pueblo!... ¿Qué significa esta reunión de aquellos que, en cada nación, trabajan necesariamente en mantener, en perfeccionar los obstáculos más sensibles, las diferencias más relevantes y más claras que aíslan a esta nación de todas las demás? ¿Cómo es posible esta reunión?
En este caso, Señores, hay que invocar el milagro. Un milagro de amor, naturalmente.
Las distintas literaturas se han enamorado unas de otras. Y este milagro no es de ahora. Virgilio se inclinaba hacia Homero. Y nosotros, franceses, ¿qué no habremos amado? Italia con Ronsard, España con Corneille, Inglaterra con Voltaire, Alemania y el Próximo Oriente con los Románticos, América con Baudelaire... y, de siglo en siglo, como las amantes saboreadas con mayor constancia, Grecia y Roma. Considero Grecia y Roma naciones simplemente un poco más alejadas de nosotros que las otras. Homero sólo está todavía a unos billones de kilómetros de aquí. Debemos excusarle, debido a la distancia, por no encontrarse esta tarde entre nosotros.
Esas literaturas enamoradas se han buscado y deseado violentamente; pero, ustedes lo saben, Señores, los amantes abrazan siempre lo que ignoran, y quizá no existiera el amor sin esa ignorancia esencial que atribuye, e incluso que sólo ella puede atribuir, un precio infinito al objeto amado.
Por perfectamente que conozcamos una lengua extranjera, por profundamente que penetremos en la intimidad de un pueblo que no es el nuestro, creo imposible que podamos preciarnos de percibir el lenguaje y las obras literarias como un hombre del propio país. Hay siempre alguna fracción de sentido, alguna resonancia delicada o extrema que se nos escapa: nunca podemos tener la garantía de una posesión entera e incontestable.
Entre esas literaturas que se abrazan permanece siempre un tejido inviolable. Podemos hacerlo infinitamente delgado, reducirlo a una finura extrema; no podemos rasgarlo. Pero, prodigiosamente, las caricias de esas literaturas impenetrables no son menos fecundas. Son, por el contrario, mucho más fecundas que si nos comprendiéramos de maravilla. El malentendido creador actúa, y se convierte en un engendrar ilimitado de valores imprevistos... Nuestro Shakespeare no es el de los ingleses; e incluso el Shakespeare de Voltaire no es el de Víctor Hugo... Hay veinte Shakespeare en el mundo que multiplican al Shakespeare inicial, que desarrollan tesoros de gloria inesperados.
He ahí una consecuencia bastante admirable de la imperfecta comprensión...
Pero he ahí, por otra parte, la razón para justificar lo bastante esta reunión que tan sorprendente me parecía hace poco.
Podemos igualmente considerarla desde un punto de vista muy distinto que es sin duda más elevado.
Una asamblea de escritores de todas las razas, mantenida esta vez en París, me hace pensar en la estructura misma de Francia. No hay nación más heterogénea en el mundo que la nuestra, y sin embargo se ha consumado nuestra unidad.
¿No es Francia una especie de prefiguración de lo que podría ser una Europa unida?
Permítanme, Señores, para terminar, recordarles el parecer de un hombre al que he amado infinitamente y admirado apasionadamente. Mallarmé, del cual ustedes conocen la profundidad con la que consideró las cosas de la literatura, se había hecho toda una metafísica de nuestro arte.
No podía decidirse a considerarlo como un simple divertimento que los escritores proporcionan al público. Pero pensaba con toda su alma que el universo no podía tener otro objeto que presentarse finalmente una completa expresión de sí mismo. El mundo, decía, está hecho para desembocar en un hermoso libro... No le encontraba ningún otro sentido, y pensaba que todo tenía que acabar siendo expresado, todos los que expresan, todos los que viven por el incremento de los poderes del lenguaje, trabajan en esa gran obra y ejecutan cada uno una pequeña parte...
Ese libro, Señores míos, pertenece a todas las lenguas.
Brindo por ese hermoso libro.
Discurso pronunciado en la Sala Hoche, París, el 21 de mayo de 1925. Publicado en Petit Recueil de paroles de circonstance, 1926, y en el tomo E de Oeuvres, Discours, 1935, donde se afirma erróneamente que fue pronunciado en 1926. (Nota de la edición.)
Tomado de Paul Valéry. Teoría poética y estética, trad. de Carmen Santos, La balsa de la medusa, Visor, Madrid, 1990, pp. 131-34.
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