domingo, 17 de diciembre de 2017

La ilusión de Sagra



   Pedro Marqués de Armas 

 Tras largos años de ausencia, regresa a La Habana en 1859. Vuelve al teatro de sus tareas científicas, e intenta apreciar las sensaciones que ese retorno le produce, como si se tratara de un evento que pudiera medirse y reflejarse en un gráfico. Es ya un anciano, lo reconoce, pero fortalecido y curado de espantos. Arrojado a la vejez, sí, pero también a buen puerto, al país de sus ensayos, al origen de su experiencia. Constata los cambios que se han producido en la fisionomía de la ciudad, los nuevos barrios extramuros con sus amplias avenidas que cruzan el glacis; pero apenas le cuesta reconocer una “vieja faz” que le trasmite sosiego. Siente, entre el pasado y el presente, un perfecto equilibro en el que se solaza con “fundada alegría”. Nada de lo que se ofrece es lo bastante distinto, ni guarda proporción alguna con los cambios operados en sus ideas y posiciones. Ha cambiado él pero no sus recuerdos, no las imágenes. Cree despertar de un sueño que lo devuelve a idéntica vigilia. El encontrar a sus amigos envejecidos no aminora el contraste, no distorsiona esa impresión que, si bien reconoce ilusoria, registra con punzante objetividad. Los “testimonios de afecto” que recibe atestiguan que el tiempo no ha transcurrido. Nada lo persuade de lo contrario. Presencia y recuerdo se funden. Un cuarto de siglo puede ser un día. Pero algo viene entonces a enturbiar su entusiasmo. Al atravesar el Campo de Marte hiere su vista un “aglomeramiento de almacenes y barracas” que ocupa ahora el terreno del antiguo Jardín Botánico. En lugar de “floridos vergeles” y “sendas majestuosas” topa con los residuos de una ciudad que crece a expensas de ellos. El respiradero de la urbe convertido en excrecencia. Teme que la destrucción material de aquel paraje se corresponda con la de su memoria y todo no sea sino una vana, indemostrable ilusión. Pero sigue adelante. Otros testimonios lo atestiguan. Otros que entonces eran niños se suman a la lista, al gráfico de impresiones. A su regreso ha encontrado más amigos que los que dejó al partir. No cede un ápice. Tanta benevolencia lo colma. No experimenta ningún vacío, ninguna ausencia. No tiene ya que dolerse, como en los años del cólera, de las carretas de muertos. De nuevo la ciudad es "todo circulación” y él torna a ser el ermitaño del jardín de las plantas. 


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