Tenía mi residencia en la Quinta de Toca,
Carlos III, en la que se inauguró el Laboratorio Histo-Bacteriológico de la
Crónica Médico Quirúrgica de la Habana, en mayo de 1887. Mi hija, que nació en marzo
de 1882, tenía apenas un año y estaba con su madre en los altos de la casa, en
los momentos del suceso. El primer estampido lo atribuí a alguna caldera de
vapor cercana, y como me encontraba despachando los enfermos, después de las
doce del día, continué haciéndolo sin conceder más importancia a la detonación;
pero a poco sonó una segunda, mayor y que atribuí a una explosión intencional
que obedecía, tal vez, a la política, pues los autonomistas defendían sus
doctrinas combatidas por los elementos contrarios y estaban los ánimos
exaltados, con la vehemencia que nos es característica. Con tal motivo, esperaba
otra explosión. También sospechaba que se tratase de un temblor de tierra, pues
de cierto nada sabía; pero, fuese una cosa u otra, subí al segundo piso, temeroso
de que se encontrase sola mi esposa en tales circunstancias. Al llegar al
último escalón, estalló la tercera detonación, tan formidable, que bailó la casa
de cantería, como si fuese de cartón, y se rompieron los cristales. Me dirigí
desde luego a la habitación en que estaba mi familia y ordené que tomasen en
brazos a mi hija, que estaba en su cama, para salir de la casa. Una nueva
trepidación o la misma que acababa de pasar, hace que se desprendan las puertas
del balcón delante de mi esposa, que amedrentada, cae de espaldas, sin sentido.
Convencido de que se trataba de un terremoto, ordené que bajasen a mi hija al
jardín, lejos de los edificios, y me dispuse a bajar al mismo lugar a mi esposa
desmayada en un sillón, lo que no se hizo sin gran dificultad por la escalera,
sin temer un nuevo movimiento, tal vez más fuerte que el anterior, pues éste
último fue mayor que los dos primeros.
Ya a salvo mi señora, tuve que prestar
atención a la llamada que me hacían por teléfono, que no sé cómo no se interrumpió:
una anciana operada de ambos ojos de cataratas, que vivía en el callejón del Chorro,
en la plaza de la catedral, que se alarmó, porque se habían caído las puertas
de la casa y estaba aterrada a su vez por el exceso de luz, que como
consecuencia advertía. Cuando llegué, ya le habían tapado la cabeza y procedí a
vendarla hasta que arreglasen las puertas de la habitación. Recuerdo que cuando
salí para ver la enferma hallé que las calles estaban ocupadas por un gentío
inmenso. Como no había motivo para esperar nuevas explosiones, porque todo el polvorín
había estallado, volvió a todos la tranquilidad, sin más consecuencias que los
sustos y el desperfecto de las casas en sus accesorios tan solo, pues no recordamos
que se hubiese derribado o caído ninguna.
No andaba yo todavía a la escuela, por el año de
1854, próximamente, cuando ocurrió la explosión de otro polvorín, sin que la
trepidación alcanzase las proporciones de éste, que pudo tener ya dinamita, pues
Nobel, el que la inventó, murió en 1896, y ya esta sustancia era conocida en
1883, pero no en 1854.
Posteriormente, que las necesidades de la
industria y el progreso industrial exigen el manejo de grandes cantidades de explosivos,
en los que la pólvora figura en grado ínfimo, se exige que aquéllos, de los
particulares y del Estado, no estén en un solo lugar, porque las explosiones
parciales en cualquier descuido, siempre serían menos funestas.
La explosión del Maine la oí desde el final de
la calle de San Miguel, y la detonación que produjo fue relativamente poca y no
me pareció que tenía la importancia física y social que determinó.
Por no existir la vigilancia que se tiene en
la actualidad, a fin ele que no se guarden explosivos en las ferreterías u
otros establecimientos de la ciudad ocurrió lo de la casa de Isasi, en la calle
de Mercaderes, que tantas víctimas causó en la plana mayor del cuerpo de bomberos
y en la que estuve a punto de perecer con mi única hija. Vivía entonces en Reina
92, y recibía en mayo de 1890, a los que venían de noche a darme el pésame por
la muerte de mi madre. Como a las 9 se oyó la llamada a los bomberos, y mi hija,
de pocos años, tomó miedo y de no haber sido el duelo de mi madre, hago poner
el carruaje y la llevo al fuego para no criarla medrosa. Si esto hubiera hecho,
el jefe de los bomberos, que era mi cliente, y los otros oficiales, me hubieran
llamado junto a ellos, y como la pared de la ferretería que se desplomó fue la
que los sepultó, igual suerte me hubiera cabido en unión de mi hija.
De sentir sería que se descuidase la
vigilancia de los explosivos, pues aun teniéndola, ocurren desgracias como la
más reciente en los muelles de New York, en que miles de casas de la imperial
ciudad, quedaron sin cristales en sus ventanas.
Recuerdos
de mi vida, T-I, La Habana, Imprenta Lloredo y Ca, 1918, pp. 296-98.
Grabado coloreado a mano, La Ilustración Española y Americana, Madrid, 1883.
Grabado coloreado a mano, La Ilustración Española y Americana, Madrid, 1883.
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