José Agustín Goytisolo
En el año mil novecientos diez cuando el Cometa
             Halley
y Pancho Villa en México
y las entonces consideradas enormes 
             huelgas
del Sarre y Liverpool
disuelto el acre humo de los incendios 
             de la
Semana Trágica de Barcelona
mientras los poderosos trusts empezaban 
             a
proyectar la construcción
             de los
primeros y bellísimos 
             aeroplanos
en serie
de cara ya al negocio que hoy se llama 
             la Primera Gran Guerra
un diecinueve de diciembre oigan al caer 
            
Sagitario en el umbral de un invierno 
             que
cuentan fue muy duro
-su signo el fuego su planeta Júpiter
             energía
y sapiencia-
en el campamento militar de Columbia
             al
otro lado del río Almendares
             casi
en la misma Habana
nació un niño al que luego entre oraciones
            
alegría de turno y tibias aguas
impusieron los nombres de José de María 
             de
Andrés y de Fernando.
Era su padre el coronel Lezama y Rodda
ingeniero artillero que murió en Fort 
            
Barrancas Pensacola de unas 
            
fiebres malignas
y su madre la dulce Rosa Lima y Rosado
hija de una familia que luchó muchos años 
             cuando
la independencia
             de la
Colonia y conoció el exilio
y comió el duro amargo y negro pan del 
             desterrado.
Ah qué fácil resulta decir ahora que el 
             débil
muchacho que ha crecido
             como
una inmensa ceiba
y que mientras escribe alivia los tabacos 
            
interminablemente
se formó ya en sus juegos en los patios 
             traseros
de cuarteles y sofocantes 
            
explanadas
bajo aire y disciplina militar viendo los 
            
ejercicios de aquellos soldaditos 
             medio
West-Point y medio zarzuela
en los días insólitos de una República 
             alegre
y confiada.
Pero no ocurrió así y hoy Lezama conserva 
             tan
sólo de su infancia
el singular recuerdo de una hermosa 
             retreta floreada de un desfile 
             brillante
en medio de señoras 
             con
loro y abanico
o una imagen de crines y banderas que en 
             su
memoria ondean todavía.
Muerto el padre el muchacho y su familia 
             se
trasladan al domicilio de la 
             abuela
materna,
y allí viven diez años entre libros jarrones
             mecedoras
y un amor torturante 
             por su
reino perdido
mientras se agrava el asma que el poeta padece 
            desde que iba en pañales.
Así comienza a leer en las convalecencias 
            con
olor a eucaliptus y miel virgen
toda clase de obras desde el Quijote y La 
            Isla del Tesoro
y cuando cede su dolencia con cartera y 
plastrón y zapatos de un negro 
           de
tiñosa
como buen bachiller estudia silogismos y 
           ecuaciones
de segundo grado
en tanto que la Europa de entreguerras 
           baila
furiosamente el charlestón
y en Norteamérica crecen enormes las 
           colas
delante de los cines.
Años después el veintinueve de infausta 
           y cruel
memoria para el mundo 
          
cristiano -no lo olviden fue el crack-
el joven y su madre habitan nueva casa 
          en una
dirección que hoy conocen 
          hasta los
gatos más tontos de la isla:
calle de Trocadero 162, Habana Vieja.
Habana Vieja vida nueva y vuelta a 
          comenzar
con la estrechez y el asma
y cursos de leyes en la Universidad en 
          donde
participa del lado de la 
          muerte
como él dijo
en la rebelión popular contra el gobierno de Machado.
Por ese tiempo le alcanza como un rayo de 
          luz entre
las mil lecturas de 
          otros
clásicos,
el cuchillo de Góngora que punza hiere 
          y ordenando
coloca jerarquías;
después siguen Rimbaud y Mallarmé
          Valéry y el
gigantesco Proust 
          y también
Lautréamont
y el repaso y rescate de los poetas de Cuba
          desde el
hondo y remoto 
          Silvestre
de Balboa
hasta el vaso violeta de Julián de Casal
Eliot también y Pound y especialmente 
          Juan Ramón
Jiménez
con el que departió largamente cuando 
          el viaje a
la isla.
Lezama ya convicto y confeso de poeta
          mientras
sigue estudiando en 
          los cafés
y gasta el pavimento de las cien librerías de 
          viejo de su
barrio
entra en sus fundaciones: 
          las
revistas Verbum
Espuela de Plata
y Nadie parecía del año 
          treinta y siete
hasta el cuarenta 
          y cuatro
Don José ahora graduado trabaja en un bufete 
         y ha
publicado Muerte de Narciso
         Enemigo Rumor y los espléndidos 
         poemas que
forman Aventuras sigilosas
cuando junto a Rodríguez Feo emprende la obra poética 
más temeraria y lúcida que se vio en el Caribe
         que es
imprimir la joya repetida 
         que fue Orígenes 
         en sus
cuarenta números:
toda la poesía del mundo en unas cuantas páginas.
Más tarde escribe La fijeza con el gran mulo 
         rapsodiado
y el invisible arco de Viñales 
         y
rompiendo clausuras salta tierra 
         adentro
hasta un México que tanto conocía 
         sin salir
de casa
y en seguida comprueba en otro viaje que era cierta 
         su imagen
de Jamaica como una isla de sueño 
         y
coromantos.
Escribe prodigiosos ensayos como un caimán 
         y lee más
que nunca -oh endriago 
         reposado ballenato
de amor 
         cómo lo
haría-
y van apareciendo los primeros capítulos de Paradiso 
         que
abrasan el papel bajo su pluma 
         y a él
mismo purifican.
Pero en medio de todo Lezama huele el 
         aire cargado
de presagios
         adivina
que está por terminar el banquete 
         siniestro
de los años cincuenta
y sabe que un país sometido sólo alcanza el triunfo 
         si le
mueve a pelear su dignidad
porque el hambriento sigue comiendo de su hambre 
y el mezquino traga los desperdicios y agradece 
         la mano
que le humilla
         pero el
loco el poeta ese combate 
         y vence
por amor.
Después de los años terribles de furia y de 
         cadáveres tendidos
en los parques
         ya por su
calle Trocadero pasan los 
         primeros
barbudos 
         entre
palomas y banderas
seguidos de muchachos de viejos de mulatas 
         y negros relucientes y bellísimos
         y él comprende muy pronto que su sitio 
         está allí en la Habana Vieja
         con su libreta de racionamiento y su asma
         y con todo
el amor que ha acumulado 
por esa isla terrible y hermosa que es su patria
a la que tantos negarán más tarde 
         al conocer
su verdadero rostro.
Y allí sigue leyendo y escribiendo 
         entre
grandes montones de papeles
         y ya nadie
ni el que se fue ni el que se queda 
         y miente
         ni el que
no comprendió y aún sigue sin ver claro
podrá hacer que equivoque el camino 
         o confunda
la historia
         historia
que algún día sus amigos             hemos de celebrar
con un festín de quince o veinte platos 
         y vinos
increíbles
         alrededor
del poeta que alivia los tabacos 
         interminablemente
         del mago
del terco mulo del asmático insigne
         del
ruiseñor barroco que nació el año diez 
         al caer
Sagitario
en el umbral de un invierno 
que cuentan fue muy duro 
         amor amor.
Marcha, Uruguay, Núm. 1490, 24 abril
1970; Bajo tolerancia, Lumen, 1973; y
José Agustín Goytisolo. Poesía completa,
Lumen, 2009. 

 
 
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