lunes, 30 de octubre de 2017

Vida de Lezama



José Agustín Goytisolo


En el año mil novecientos diez cuando el Cometa
             Halley y Pancho Villa en México
y las entonces consideradas enormes
             huelgas del Sarre y Liverpool
disuelto el acre humo de los incendios
             de la Semana Trágica de Barcelona
mientras los poderosos trusts empezaban
             a proyectar la construcción
             de los primeros y bellísimos
             aeroplanos en serie
de cara ya al negocio que hoy se llama
             la Primera Gran Guerra
un diecinueve de diciembre oigan al caer
             Sagitario en el umbral de un invierno
             que cuentan fue muy duro
-su signo el fuego su planeta Júpiter
             energía y sapiencia-
en el campamento militar de Columbia
             al otro lado del río Almendares
             casi en la misma Habana
nació un niño al que luego entre oraciones
             alegría de turno y tibias aguas
impusieron los nombres de José de María
             de Andrés y de Fernando.
Era su padre el coronel Lezama y Rodda
ingeniero artillero que murió en Fort
             Barrancas Pensacola de unas
             fiebres malignas
y su madre la dulce Rosa Lima y Rosado
hija de una familia que luchó muchos años
             cuando la independencia
             de la Colonia y conoció el exilio
y comió el duro amargo y negro pan del
             desterrado.

Ah qué fácil resulta decir ahora que el
             débil muchacho que ha crecido
             como una inmensa ceiba
y que mientras escribe alivia los tabacos
             interminablemente
se formó ya en sus juegos en los patios
             traseros de cuarteles y sofocantes
             explanadas
bajo aire y disciplina militar viendo los
             ejercicios de aquellos soldaditos
             medio West-Point y medio zarzuela
en los días insólitos de una República
             alegre y confiada.

Pero no ocurrió así y hoy Lezama conserva
             tan sólo de su infancia
el singular recuerdo de una hermosa
             retreta floreada de un desfile
             brillante en medio de señoras
             con loro y abanico
o una imagen de crines y banderas que en
             su memoria ondean todavía.

Muerto el padre el muchacho y su familia
             se trasladan al domicilio de la
             abuela materna,
y allí viven diez años entre libros jarrones
             mecedoras y un amor torturante
             por su reino perdido
mientras se agrava el asma que el poeta padece
            desde que iba en pañales.

Así comienza a leer en las convalecencias
            con olor a eucaliptus y miel virgen
toda clase de obras desde el Quijote y La
            Isla del Tesoro
y cuando cede su dolencia con cartera y
plastrón y zapatos de un negro
           de tiñosa
como buen bachiller estudia silogismos y
           ecuaciones de segundo grado
en tanto que la Europa de entreguerras
           baila furiosamente el charlestón
y en Norteamérica crecen enormes las
           colas delante de los cines.

Años después el veintinueve de infausta
           y cruel memoria para el mundo
           cristiano -no lo olviden fue el crack-
el joven y su madre habitan nueva casa
          en una dirección que hoy conocen
          hasta los gatos más tontos de la isla:
calle de Trocadero 162, Habana Vieja.
Habana Vieja vida nueva y vuelta a
          comenzar con la estrechez y el asma
y cursos de leyes en la Universidad en
          donde participa del lado de la
          muerte como él dijo
en la rebelión popular contra el gobierno de Machado.

Por ese tiempo le alcanza como un rayo de
          luz entre las mil lecturas de
          otros clásicos,
el cuchillo de Góngora que punza hiere
          y ordenando coloca jerarquías;
después siguen Rimbaud y Mallarmé
          Valéry y el gigantesco Proust
          y también Lautréamont
y el repaso y rescate de los poetas de Cuba
          desde el hondo y remoto
          Silvestre de Balboa
hasta el vaso violeta de Julián de Casal
Eliot también y Pound y especialmente
          Juan Ramón Jiménez
con el que departió largamente cuando
          el viaje a la isla.

Lezama ya convicto y confeso de poeta
          mientras sigue estudiando en
          los cafés
y gasta el pavimento de las cien librerías de
          viejo de su barrio
entra en sus fundaciones:
          las revistas Verbum
Espuela de Plata y Nadie parecía del año
          treinta y siete hasta el cuarenta
          y cuatro

Don José ahora graduado trabaja en un bufete
         y ha publicado Muerte de Narciso
         Enemigo Rumor y los espléndidos
         poemas que forman Aventuras sigilosas
cuando junto a Rodríguez Feo emprende la obra poética
más temeraria y lúcida que se vio en el Caribe
         que es imprimir la joya repetida
         que fue Orígenes
         en sus cuarenta números:
toda la poesía del mundo en unas cuantas páginas.

Más tarde escribe La fijeza con el gran mulo
         rapsodiado y el invisible arco de Viñales
         y rompiendo clausuras salta tierra
         adentro hasta un México que tanto conocía
         sin salir de casa
y en seguida comprueba en otro viaje que era cierta
         su imagen de Jamaica como una isla de sueño
         y coromantos.

Escribe prodigiosos ensayos como un caimán
         y lee más que nunca -oh endriago
         reposado ballenato de amor
         cómo lo haría-
y van apareciendo los primeros capítulos de Paradiso
         que abrasan el papel bajo su pluma
         y a él mismo purifican.

Pero en medio de todo Lezama huele el
         aire cargado de presagios
         adivina que está por terminar el banquete
         siniestro de los años cincuenta
y sabe que un país sometido sólo alcanza el triunfo
         si le mueve a pelear su dignidad
porque el hambriento sigue comiendo de su hambre
y el mezquino traga los desperdicios y agradece
         la mano que le humilla
         pero el loco el poeta ese combate
         y vence por amor.

Después de los años terribles de furia y de
         cadáveres tendidos en los parques
         ya por su calle Trocadero pasan los
         primeros barbudos
         entre palomas y banderas
seguidos de muchachos de viejos de mulatas
         y negros relucientes y bellísimos
         y él comprende muy pronto que su sitio
         está allí en la Habana Vieja
         con su libreta de racionamiento y su asma
         y con todo el amor que ha acumulado
por esa isla terrible y hermosa que es su patria
a la que tantos negarán más tarde
         al conocer su verdadero rostro.

Y allí sigue leyendo y escribiendo
         entre grandes montones de papeles
         y ya nadie ni el que se fue ni el que se queda 
         y miente
         ni el que no comprendió y aún sigue sin ver claro
podrá hacer que equivoque el camino
         o confunda la historia
         historia que algún día sus amigos             hemos de celebrar
con un festín de quince o veinte platos
         y vinos increíbles
         alrededor del poeta que alivia los tabacos
         interminablemente
         del mago del terco mulo del asmático insigne
         del ruiseñor barroco que nació el año diez
         al caer Sagitario
en el umbral de un invierno
que cuentan fue muy duro
         amor amor.


Marcha, Uruguay, Núm. 1490, 24 abril 1970; Bajo tolerancia, Lumen, 1973; y José Agustín Goytisolo. Poesía completa, Lumen, 2009.

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