David Huerta
Garcilaso de la Vega, poeta toledano de la primera
mitad del siglo XVI, y José Lezama Lima, poeta habanero de la segunda mitad del
siglo XX, entrecruzaron sus “potencias unitivas” en un texto visionario de los
años treinta. Ahí podemos verlos ahora, acompañándose para siempre en el centro
cardinal de una pasión avasalladora: la poesía. El texto de esa cita, de ese
acompañamiento toledano-habanero, fue escrito por Lezama, lo cual no resulta
sorprendente en modo alguno; como si fuera esto un prólogo de Borges, deberemos
decir lo siguiente: para no cometer un culpable anacronismo —pues a la larga
sería descubierto—, Garcilaso tuvo la prudencia de no escribir nunca sobre Lezama.
O quizá sí lo hizo, cuando mandó saludar a una de las encarnaciones o avatares renacentistas
del Lince de Trocadero —ese es uno de los nombres de Lezama Lima— en una famosa
epístola en verso blanco dirigida a su compadre y compañero en la corte del emperador,
el caballero barcelonés Juan Boscán:
A mi señor Durall estrechamente
abrazá de mi parte, si pudierdes…
Durall-Lezama era maestro en Barcelona y su obesidad
era proverbialmente célebre; de ahí el “si pudierdes” de Garcilaso —si pudieras
abrazarlo, pues resulta difícil o imposible abarcarlo en toda su corporal circunferencia—,
comentario irónico y lleno de jovialidad. ¿Ofrecería el señor Durall un curso
délfico a la juventud literaria de Barcelona? Pero eso ocurría en la Europa de
Carlos V.
En el siglo XX, en La Habana, un joven poeta y
abogado de veintiséis años exploraba el agua de los mitos y, entre una miríada de
imágenes, el espejo de Narciso, en primerísimo lugar. Lezama había descubierto,
en Ovidio, pero también más allá del Libro de las Transformaciones, como en una
fulguración, el tiempo dorado y vertical desplazándose en hilos divinos, el río
egipcio y la figura de Dánae; serían los elementos para el inicio de su
prodigioso poema Muerte de Narciso, publicado en 1937; en ese mismo año
se encontraría con Garcilaso para descifrar el secreto del toledano en las páginas
de un ensayo juvenil no menos prodigioso: "El secreto de Garcilaso", desde mi punto
de vista tan importante como los dedicados a Góngora y a las eras imaginarias. Con
esas páginas se abre la primera edición de Analecta del reloj, libro de
1953. Este ensayo seminal apareció por primera vez en el número 1 de la revista
Verbum, de junio de 1937, con una nota al pie donde puede leerse lo
siguiente: “Conferencia leída en el Círculo de amigos de la cultura francesa,
la tarde del 2 de Enero de 1937”.
El poeta cubano había sentido la necesidad imperiosa de interrogar la gracia garcilasiana pues en ella, en sus cifras, en sus sentidos y en sus cadencias, estaba en germen toda la poesía de los siglos de oro, de la Égloga tercera al Primero sueño, pasando por los enemigos mismos del caballero poeta, como Cristóbal de Castillejo y Gregorio Silvestre, a quienes más nos valdría no tomar muy en serio: junto a sus invectivas y “denuncias”, en octosílabos, del itálico modo, Castillejo, por ejemplo, escribe sonetos decorosos, en abierta contradicción con su supuesta militancia anti-italianizante.
Garcilaso es raíz y fundación, modelo de
artista y dechado del hombre del Renacimiento: imposible ignorarlo; imposible, también,
no amarlo como ideal de humanista-cortesano, según el canon del conde Castellón
—como lo llama Tirso de Molina en El amor médico—, el extraordinario italiano
Baldassare Castiglione, retratado por Rafael Sanzio y autor del tratado El
cortesano, vertido a la lengua española por Juan Boscán en una versión
revisada por el propio Garcilaso.
La extraordinaria Égloga tercera de Garcilaso
corresponde a su época de madurez, según todos los estudiosos; en ella está el arte
del poeta en estado de plenitud, desplegado y brillante. Es un poema cuyo escenario
es el río Tajo y constituye un homenaje a la ciudad de Toledo. Es un poema de
ninfas fluviales, del paisaje, de amor y de mitologías. El sentido del paisaje
de Garcilaso y su europeísmo son dos notas distintivas de su arte y de su
personalidad cultural, moral e intelectual.
Filódoce, Dinámene, Climene y Nise se llaman las
cuatro ninfas bordadoras del Tajo. En sus telas, representan las historias trágicas
de los amores de Venus y Adonis, Orfeo y Eurídice, Apolo y Dafne; la cuarta historia
es la de la muerte de una doncella: con seguridad, la amada de Garcilaso, la
dama portuguesa Isabel Freire. Es un poema del agua, tan a menudo re conocida
por el poeta toledano en las lágrimas del amante doliente, presa del “dolorido
sentir” consagrado como el sello irreductible de Garcilaso. El agua multiforme
se identifica con Proteo de una manera natural. Cambia de forma y asume la
forma del vaso en el cual está contenida como el durmiente adopta la forma de la
pesadilla donde se atormenta y aflige. El agua es un lugar y es todos los lugares,
ningún lugar: fluidez continua, se escapa y reposa al mismo tiempo. Es la cifra
de la simultaneidad, de la invisibilidad, de la transparencia y del devenir,
siempre trágico, siempre gozoso. El agua forma la super-metáfora del mundo
natural. El agua de Garcilaso atrajo a Lezama, hombre de isla, es decir:
rodeado de agua por todas partes. El agua de Garcilaso es el agua fluyente del
río Tajo; el agua del Danubio durante su exilio, ordenado por su emperador; el
agua del mar Mediterráneo, mar europeo, mar latino y helénico, en torno del
cual libraría algunas batallas en las filas del ejército de Carlos V.
Lezama cita tres poemas españoles alusivos a
Garcilaso sin mencionar el nombre de los autores; no es difícil averiguarlos, si
no los sabe ya uno ante los versos mismos: son pasajes de Rafael Alberti y de
Miguel Hernández, poetas unidos por similares inclinaciones ideológicas y políticas.
Pero no es eso lo interesante ni lo principal para Lezama en su búsqueda del
secreto de Garcilaso; le interesa leer la imagen del toledano inscrita en la
mente de esos poemas.
Los dos poemas de Alberti corresponden a
etapas muy diferentes, y aun diferenciadas, de su obra: el primero es de Marinero
en tierra (1924) y el segundo de Sermones y moradas (1930);
pero al margen de esas diferencias, Alberti está en un mismo lugar ante Garcilaso
en las dos piezas: en los dos poemas celebra a Garcilaso como caballero y como
soldado. Miguel Hernández, en cambio, se ocupa del agua de Garcilaso, tan a menudo
identificada con el llanto, como en el soneto XI, de donde está tomado el
epígrafe de la Égloga hernandiana.
Lezama toma partido abiertamente por la visión garcilasiana de Miguel Hernández: mejor el agua, siempre, el agua de las formas infinitas, el agua fresca y las lágrimas y el rocío, el agua por encima de la guerra, de la política y de la cortesanía. No sería exagerado decir lo siguiente: el poeta cubano siente cierta repugnancia por los poemas de Alberti.
Garcilaso de la Vega y la guerra: he aquí un
tema soberbio. Sí, Garcilaso era un guerrero valiente y hasta temerario; como
se sabe, el poeta de Toledo murió en el sur de Francia en el asalto a una
fortaleza resistente a las tropas imperiales: entró a pelear sin yelmo y sin
armadura, y una pedrada feroz lo descalabró sin remedio: murió apenas unos
pocos días después en Niza, en brazos de quien habría de convertirse, con el tiempo,
en san Francisco de Borja, entonces duque de Gandía, buen amigo suyo en la
corte del emperador. Son imborrables sus imágenes de la guerra; siempre
recuerdo “el fiero Marte airado, / a muerte convertido, / de polvo y sangre y
de sudor teñido” de la Canción V. Pero a Garcilaso no le gustaba la guerra.
Bienvenido Morros, ejemplar editor moderno de su obra, anota sobre la guerra y
el poeta:
Garcilaso
fue educado para la guerra, pero nunca llegó a entenderla, porque reconoció en
ella los horrores que sólo una sensibilidad como la suya podía reconocer en una
edad muy poco dada a manifestaciones en semejante sentido.
La garcilasiana Égloga tercera está escrita en
ottava rima, metro inaugurado en nuestra lengua por Boscán, quien siguió
en ello los pasos del admirable cardenal Pietro Bembo. En 1937, el año de su
ensayo sobre el secreto de Garcilaso, Lezama Lima escogió —o inventó, si así
queremos verlo, como yo prefiero— una forma libre y expansiva de la ottava
rima u octava real para componer Muerte de Narciso. En mi opinión no
puede ser esto una coincidencia: el poeta cubano tenía presente a Garcilaso y
en especial su égloga toledana, con las ninfas fluviales y bordadoras como
protagonistas, y de este hecho se desprende la forma de su poema. Las octavas
libres de Muerte de Narciso son “expansivas”, digo, pues van creciendo
conforme el poema avanza, sin perder la estructura octagonal.
El ensayo lezamiano sobre el secreto de
Garcilaso es de una riqueza imposible de agotar o, siquiera, de comentar en
estas notas con mínima justicia. He resistido hasta ahora la tentación de citar
a Lezama. Siempre es un riesgo pues entonces, cuando aparece la escritura del
Lince de Trocadero, de inmediato la propia escritura se agrisa, se empobrece.
Veamos, leamos cómo habla de poesía Lezama en las páginas iniciales de “El
secreto de Garcilaso”:
Ya sabemos
que la poesía no es cosa de exquisitos ni de acuario impresionista, sino de
íntimo, entrañable centímetro taurobólico, de diluir lo marmóreo y objetivo para
que penetre por nuestros poros, de disolver nuestro cuerpo para que llegue a
ser forma.
“Centímetro taurobólico”: he aquí a Lezama en
plenitud, a los veintisiete años de edad, en la misma época de Muerte de
Narciso. El taurobolio era una ceremonia de la antigüedad, ligada o
perteneciente a los cultos del mitraísmo, consistente en un baño de sangre de toro
recién sacrificado. Es decir, Lezama toma partido decididamente por la “poesía
de la sangre”, a la manera de algunos arrebatados de nuestro tiempo y de todos
los tiempos; pero él lo complica todo de inmediato. Y lo complica con el ingrediente
acuático, evidente en las ex presiones “diluir lo marmóreo y objetivo”, “que penetre
nuestros poros”, y sobre todo en esa disolución del cuerpo “para que llegue a
ser forma”. Disolverse algo para “llegar a ser forma” es un proceso sublime en
un medio acuático: sumergidos, los cuerpos se transforman.
El baño sangriento del inmenso centímetro taurobólico
se encuentra, en nuestras imaginaciones en torno de los poemas obsesionantes (Muerte
de Narciso, la Égloga tercera), con el “rectángulo de agua” de la célebre
definición lezamiana de la poesía (“Un caracol nocturno en un rectángulo de
agua”). Lezama aprendió en las aguas fluviales y mediterráneas de Garcilaso a
descifrar el secreto de la poesía. El agua predomina al final sobre la sangre:
“mezcla de las impurezas del agua y del fuego”. Y Lezama escribe al final de su
ensayo portentoso esta recomendación acerca de lo digno de conservación en
Garcilaso; debemos quedarnos con estas formas del “agua clarísima de su
amistad, de su hermosa cabeza, de su colección de vihuelas; agua clarísima y
quemada también, la del dogma eterno de su muerte”.
No el yelmo sino la cabeza. No la sangre: el
agua. No la cortesanía sino la amistad. La poesía en lugar de la batalla teñida
de polvo y sangre y de sudor; en vez de la batalla en tantas ocasiones tema
ineludible, tema de hierro, de miles de versos de oro. Es un alegato en favor
de las “potencias unitivas”: las mismas fuerzas capaces de juntar, a través de
los siglos y los mares, a dos poetas geniales.
Revista
de la Universidad de México, 2011, núm. 83, pp. 93-94.
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