martes, 20 de diciembre de 2016

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Ángel Escobar


Dicen que acabaré temprano, y así no más,
como un programa de televisión.
Eso será una estupidez de unos quince minutos.
No me llorará nadie.
Ni a la derecha ni a la izquierda ni al centro.
Porque no dije lo adecuado en tiempo justo,
ni lo justo en el tiempo adecuado.
Alguien, cuyo nombre quiero olvidar,
dijo: “El arte sucede”; yo no fui El Almirante,
no vi candelas sobrevolando el mar,
ni tengo los ojos redondos como platos –
tal cual dijo otro que fascina a las poetisas
de todas las edades. Y hablando de edad,
yo, a los seis años, trabajé la tierra –
los haitianos que la trabajaban conmigo
se acostaron en mi alma; otros murieron en el mar -;
son muchos, y me someten a vigilia.
Después, siempre hablando de edad, pasé
por sucesivos internados, que hoy son como palabras
de una frase mal pronunciada -;
no pude ser Stefen Dedalus ni Holden Cauldfield.
Me querían mandar a un Correccional de Menores –
lo que, por suerte, se postergó
como se posterga un buen augurio.
A los nueve años le escribí al Presidente –
porque un Director quiso ahorcar a Román de la O,
que era romántico, como se puede ser romántico
en El Cayo, en medio de la Bahía de Santiago de Cuba.
El Presidente, es justicia decirlo, me contestó –
eso le gustó a una enfermera; pero no al Director,
quien me llevó a dar un paseo, entre pescozones,
en una camioneta blanca y roja y roja
como un poema de William Carlos Williams.
A los trece –me confundo de edad seguramente-,
quise ser maestro; pero no era, ni soy, un evangelio
vivo; a pesar de lo cual la conocí a Solángel –
algo de lo que no me arrepiento: ella era un sueño
que no tenía nada que ver con Segismundo -
uno quisiera creerle a Calderón de la Barca-;
pero ella me remitía a Perrault y a La Bella Durmiente,
y, sobre todo, a ella misma: mucho mejor que un cuento.
A los catorce quise ser tenor o guitarrista -
pobre y feroz, siempre en la periferia,
terminé siendo un remedo de actor en los trenes,
y luego paseante en una calle de provincia -,
la calle, la provincia hoy me olvidan
como si los tres fuéramos un sólo pacto rojo.
A los quince entré en la Escuela de Arte –
no sabía quién dijo: “La verdad es belleza;
la belleza es verdad”; mas, contra todo lo esperado,
nos pusieron a marchar como las Milicias Españolas
álguienes incapaces de ver o de intuir la defensa de Madrid,
o Guernica, o la espiga que aún es Miguel Hernández -;
y no sólo nos dieron un manual con instrucciones
a cumplir como objetos, sino también un Index –
no a todas las cabezas las acaricia el dogma -,
y nos dijeron que entre nosotros podría estar el enemigo
y que, para estar al frente del frente, había que golpearse.
Ya llevo veintidós años golpeándome -, hoy
tengo treintaisiete; estoy en la Posada del pueblo –
esperando hablar con algún funcionario del Castillo;
alguien se me acerca; unos hombres y mujeres
beben un aguardiente furtivo; cuchichean. Me miran.
Dicen que acabaré temprano, y así no más,
como un programa de televisión.
Eso será una estupidez de unos quince minutos. 
Y así, sucesivamente, hasta el cansancio.


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