Eduardo Zamacois
El barrio más hermoso
y aristocrático de la Habana —la ciudad seductora— es El Vedado. Fronterizo del
mar, comienza en la plaza Maceo, en cuyo centro el general libertador, a caballo,
recorta sobre el violento azul del cielo caribe su severa silueta de bronce, y llega
hasta la desembocadura del río Almendares.
Con sus calles arboladas trazadas a cartabón, sus
jardines y sus parques de frondas tupidísimas, y sus hételes, muchos de ellos de
aspecto suntuario, El Vedado da una impresión de paz, de contemplación y apartamiento.
Su belleza, aun en primavera, es una belleza otoñal. Campos feraces sembrados de
palmeras, lo ciñen por el lado de tierra, y el mar —de noche especialmente lo entristece
con la voz milenaria de su inquietud. Recibe, de consiguiente, de la tierra, el
impreciso dolor de las cosas inmóviles, y del océano, aquel otro dolor de despedida
de sus olas errantes.
¡El Vedado! Por rara coincidencia encubre este
nombre una idea de prohibición. Efectivamente, allí donde no hay comercios, ni
fábricas, ni casas de vecindad, los pobres no pueden adaptarse; el precio exorbitante
de los alquileres y de los alimentos lo prohíbe. E1 Vedado es el arrabal predilecto
de los herederos ricos, de los fabricantes opulentos, de los buenos burgueses
que consiguieron formarse una rentita tras cinco o más lustros de ásperos combates.
El ensueño de todo habanero trabajador y medianamente
ambicioso es «poseer un hotel en El Vedado”, cuyo precio nunca será inferior a veinte
mil duros. Siempre que el marido realiza un negocio feliz, el matrimonio sonríe:
la cifra ha bailado ante sus ojos aurífera, deslumbrante.
—Ya falta menos —dice la esposa.
—Sí; ya falta menos -repite él. Los niños, que mil veces oyeron hablar de aquella
casa dónde habrá rosas y árboles y pájaros habladores, también sonríen. El ensueño
va acercándose... y llega al fin, pero sin alegría. ¡Curioso y mortificante
contrasentido! El Vedado, que simboliza el finar de tantos afanes, el sosiego de
tantas vigilias, el ramo de olivo de tantas batallas, es profundamente melancólico.
La vida perpetúa un intercambio de fuerzas; no hay acción que no acarree una reacción;
los objetos y paisajes que nos rodean nos influyen y asimismo nosotros los influimos
y modificamos; somos yunque y martillo. De aquí, tal vez, la nostalgia dulce, lentamente
invasora, de El Vedado. Es la tristeza de todos los desenlaces; la tristeza de la
hoguera que se apaga, del viaje que termina; la melancolía con que el telón
desciende, semejante a un enorme párpado, sobre la emoción de la última escena.
Aquellos hotelitos de apariencias pompeyanas, de jardines enflorecidos, rezuman
la secreta pesadumbre de sus propietarios; luchadores que ya no pelean, ni ambicionan,
ni dudan, ni ríen, como en su juventud.
De noche, esta pena nos sobrecoge mejor.
El transeúnte camina distraídamente, mientras observa.
Las calles rectas, solitarias, se abren entre el denso follaje umbrío con que la
hiedra cubrió las verjas de los parques. De cuando en cuando, lejos, el momentáneo
estrépito de un tranvía que pasa, o el trompeteó de un automóvil. En algunas esquinas
llega hasta nosotros, traída por el viento, la voz del mar. Hace calor. En el pórtico
de los hoteles, al amparo del techo sostenido por varias columnas que dan al atrio
cierta gracia de templete griego, las familias buscan la frescura nocturna. Un arco
voltaico vierte su raudal de luz alechigada sobre la albura de las paredes, y dibuja
las figuras, macilentas y elegantes. Cada cual ocupa una mecedora: los padres, viejos
y gordos; las hijas, gráciles, nerviosas, trepidantes, vestidas de blanco;
aquéllos, se balancean de un modo; éstas, de otro; sin embargo, todos lo hacen decaídamente:
los viejos, porque aquel hotelito es el colofón de su vida; no pasarán de allí;
las niñas, por lo contrario, exactamente: porque su verdadera vida no está en aquel
hotel... sino en otro... ¿Cuál?... Tienen esos retiros de El Vedado una dulzura
sedante de sanatorio, un reposo de playa; pero también tienen —especialmente en
el hechizo fantasmal de las noches lunadas— la emoción pasional de una reja andaluza.
Luego, bajo el silencio lleno de aromas y de savias,
lleno de sombras, vibran las notas de un piano. ¿Quién lo toca? Una mujer que se
aburre, sin duda; porque “ellas” desahogan así, por medio de la música, esos grandes
dolores arcanos que nunca nos dirán. En vez de echarse a llorar, abren el piano;
las notas fatigan y sosiegan sus nervios como si fuesen lágrimas. ¿Para qué florar,
cuando Beethoven lloró por todos nosotros y lo hizo tan bien?... Calla después el
piano, y el silencio entonces parece adquirir una densidad nueva. El Vedado, con
la blancura de mausoleo de sus hotelitos hundidos en la fronda tupida, es como
un cementerio en el que acabase de cantar un pájaro.
La
Alegría de Andar, Madrid, Renacimiento, 1920, pp. 141-43.
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