sábado, 4 de octubre de 2014

Un médico de campo



 
 
 José María de Cárdenas Rodríguez                                                                               

Yo receto todo cuanto me da gana
... Es ventaja de un médico ser ligero
de manos, caiga el que caiga:
porque un hombre se acredita,
los parientes no se agravian,
el boticario se alegra,
y el muerto no habla palabra.

 Don Ramón de la Cruz
             
                                                                         
     -Don Jeremías.
     -Amigo editor.
     -¿No cree usted que saldría un bonito artículo de un médico de campo? Bonitos artículos salen de los médicos de todas partes; pero hay el inconveniente de que puedo enfermar mañana, y me pongan los médicos, por haber escrito los tales artículos, in articulo mortis, lo cual no es muy agradable. Todo lo más que puedo hacer, supuesto que quiere usted tener una idea del que recorre nuestros campos, es darle ciertas apuntaciones, escritas nada menos que por un individuo de la profesión, grande amigo mío, y que con declarar que se Rama don Desiderio Tumbavivos, no tengo más que decir para encarecerlo, y para que usted y todos vean si es o no es persona digna de fe. Puede usted disponer de estas apuntaciones como mejor le cuadre; aunque sea poniéndolas en letras de molde; y yo salvo mi responsabilidad, pues si algo hay en ellas que no agrade a un hijo de Esculapio, allá se entienda con otro hijo de Esculapio que las escribió de su puño y letra. Además, si me decido a entregar a usted el manuscrito en cuestión, es porque se deduce de él que un médico de campo es propio para figurar en un artículo de costumbres, no tanto porque él se empeña en ello, cuanto porque a la fuerza hacen que lo parezca las gentes a quienes ha ido a dedicar sus servicios. Y esto es todo lo que diría yo mismo si fuera a disculparme de tomarlo por sujeto de mis pobres observaciones. Así pues, haga usted de los papeles lo que le plazca.
  «-Luego que recibí mi título de licenciado y pude parapetado con él salir con mi cara lucia a hacer lo que indica mi apellido Tumbavivos, creí que lloverían los enfermos sobre mí, o con más exactitud, que llovería yo sobre ellos. Pero pasaron días y días sin que un cristiano me llamase, por lo que imaginé dos cosas: o que el pueblo se había asustado con la noticia de haber un médico nuevo, y no enfermaba nadie, temeroso de caer en sus manos, o que mis cofrades más antiguos habían monopolizado todos los faltos de salud; fuese cualquiera de ambas cosas (y yo me inclinaba a adoptar las dos), lo cierto es que por mi casa aún no se habían tañido las campanas, y eso que no me faltaban conocimientos ni práctica de hospitales. Bien es verdad que a los que mueren en éstos no se les dobla.
   »Ello, consideraba yo ser muy triste haber pasado parte de mi florida edad yendo diariamente a las aulas a divertirme con mis compañeros, a arrojarles migajones de pan, y a oír lecciones que las más de las veces no comprendía, todo por obtener después de tantos afanes una profesión, y que ésta me viniese a fallar. Conque viendo que la ciudad no era para mí, decidíme yo a ser del campo.
   »Salí, pues, un día de mi casa, no a hacer aquella obra que en todos, menos en el médico, es obra de caridad: la de visitar los enfermos. Yo no los tenía, y cuando el médico no tiene enfermos, fuera mucho exigirle que los visitase. Iba a verme con un señor amo de ingenio, gordo y sano, que necesitaba un facultativo en su finca, y a quien se me había recomendado.
  »Pocos días después ya estaba yo en el ingenio Concurso, de la propiedad de dos Próspero Débito, y ubicado en uno de los mejores y más ricos partidos de esta jurisdicción. Tuve mi sueldo, la comida y una criada a mi disposición, que era en una pieza lavandera, cocinera, costurera, y cuanto yo más quería. Dejóseme además en libertad de igualarme en las fincas cercanas, y acudir adonde me llamasen. Instalado en la habitación que se me destinó, lo primero que hice fue colocar contra la pared cuatro o seis listones de tabla a guisa de anaqueles, para plantar en ellos mi biblioteca, compuesta de las pocas, pero clásicas obras que a continuación se expresan. Patología de Roche y Sanson, La Religiosa, Formulario de recetas; tomos segundo y cuarto del Gil Blas de Santillana, Fisiología de Richerand, Poesías de Iglesias, y un Tratado de botánica aplicada a la medicina. Con ayuda de tan buenos libros, era poco menos que imposible verme perplejo, aun cuando se me presentara un caso de enfermedad más nuevo y extraño que los que se ven en el tomo de cartas inventadas y publicadas por Le Roy, o en los «atestados» donde vienen envueltos los pomos de zarzaparrilla, las cajas de píldoras de Morison o Brandreth, y otros medicamentos.
  »Pasaré por alto cómo los primeros días de mi permanencia en la finca, teniendo poco que hacer, me di a coger mariposas, de lo que no me avergüenzo, cuando recuerdo que todo un emperador romano se entretenía en cazar moscas, y eso que no estaría tan desocupado como yo. Tampoco quiero hacer mérito de las terribles exigencias del mayoral, quien al anunciarme haber un nuevo enfermo me decía: «Fulano ha caído malo, póngalo usted bueno pronto, que me hace falta», como si estuviese en el médico curar en un tiempo dado, aunque algunos lo han querido hacer creer. O cuando me echaba fuera a los convalecientes, o cuando se tomaba la libertad de aplicar otros medicamentos que los prescritos por mí.
  »Cuando vino don Próspero a visitar su finca, preguntó a este mal hombre que tal lo hacía el licenciado Tumbavivos. -Los tumba, señor -respondió él-: este año hemos tenido más muertos que el pasado-. Afortunadamente, mejor informado el amo, supo que de cinco descendientes de Cham, que habían sido enterrados, los tres debían su muerte a accidentes fortuitos; de modo que a todo tirar, sólo dos muertes pudieran achacárseme, lo que en más de cuatro meses, era bien poco para un facultativo que ha tenido tan buenos estudios como yo.
 »Detendréme un poco tratando de mis correrías fuera del predio donde estaba asalariado, porque ellas son las que constituyen al verdadero médico de campo. Y debo aquí advertir que no es una regla general que todo facultativo que espolea caballo por esos caminos reales ha de ser médico de una finca. Bien sé que los hay propietarios; pero saliendo de casa, todos son iguales.
 »El primer enfermo para quien fui llamado no parecía atacado sino de un fuerte catarro, por lo que me limité a ordenarle un sencillo cocimiento de flor de borrajas y prescribirle que se abrigase. Pero cuando al siguiente día pasé a hacerle mi segunda visita, salió a recibirme uno de la familia, y me participó que habiéndose llamado a otro facultativo, excusara volverme a molestar. -¿Pues no había yo de volver? -pregunté. -¡Ya!, pero como usted no recetó. -¿Y si no era necesario? -Siempre es preciso recetar cuando hay enfermo: tome usted-. Y poniéndome en la mano lo que juzgó deberme pagar, se despidió de mí.
 »Dígame si no era muy natural que volviéndome yo medio mohíno a mi casa, hiciese estas reflexiones. -La medicina es la que ha de darme a mí lo que busco, y esta gente me indica el camino que debo seguir. Debieran agradecerme que no les hiciese gastar dinero, y que les evitase la incomodidad de correr cuatro leguas y reventar un caballo para ir a la botica en busca de una medicina que en mi concepto no era necesaria; y lejos de eso han atribuido a ignorancia la buena obra de no haber recetado. Pues recetaré siempre, y me daré un aire de importancia de todos los diablos: quieren ser deslumbrados, los deslumbraré; quieren no entender al médico, no me entenderán. Ya dijo Lope de Vega que cuando el vulgo paga justo es complacerlo: yo complaceré a este vulgo del campo, pues él es quien me paga, y si llega a hacerse natural en mí la pedantería a que recurro como medio para medrar, no me culpen, por Dios; sino culpen a estas gentes entre quienes me veo.
  »Poco tuve que esperar para poner en planta mi resolución. Algunos días después fui llamado con gran urgencia para asistir a un pobre labrador cargado de años y de familia. Acudí, pues, con la precipitación que demandaba el caso, y al llegar a su habitación, pude ver como diez o doce individuos que me aguardaban con la mayor ansiedad. Todos eran hijos y nietos del enfermo, y en sus semblantes vi pintados el dolor y la consternación. Eché pie a tierra, y entrando en la casa, una mujer anciana, esposa del enfermo, me condujo al aposento de éste. Hecho el correspondiente examen y las preguntas necesarias, conocí no haber más que una violenta indigestión; pero me guardé muy bien de decirlo.
  »Salí a la sala, y todos fijaron sus ojos en mí, como si quisieran adivinar lo que pensaba yo del enfermo y la enfermedad. Dirigiéndome a las mujeres, hablé así:
  »-Encuentro al paciente bastante abatido: el pulso no está isócrono, la lengua se halla fuliginosa, la respiración algo luctuosa, hay su calorcillo mordicante en la piel, y hay tialismo, o sea salivación: todo lo cual me indica que ese hombre está enfermo, y que por eso me han llamado ustedes. Mas a pesar de los síntomas que se me han presentado, no me aventuro a formar el diagnóstico, y no puedo decir si ese señor padece de una peritonitis o de una gastroenteritis, pues son dos enfermedades éstas que se parecen como dos gotas de agua. Pero traten ustedes de contestar a mis preguntas, y saldremos de la duda.
  »-¿Ha tenido calofríos el enfermo?
  »-Sí, señor -respondió una de las muchachas que parecía más avisada.
 »-¡Bien!, ¿y ha tenido dolor en el abdomen?
 »-¿En dónde, señor?
 »-En el vientre, niña.
 »-Ah, sí, señor.
 »-Bien: ¿y fue el dolor lancinante, vivo, pungitivo, ardiente, circunscrito, extenso, fijo, móvil o superficial?
 »-Todo puede haber sido; pero el enfermo se quejaba, y eso denota que era fuerte.
 »-Bien dicho. Pues, señor, es gastroenteritis, y si viene Hipócrates, que no vendrá, y les dice a ustedes que no es gastroenteritis, digan ustedes de mi parte a Hipócrates que es gastroenteritis, y que se vaya a paseo.
  »-Bien, señor: ¿y cómo se cura ese gato enterito?
  »-Ya veremos. ¿Qué método quieren ustedes que siga con el enfermo? El método debilitante o llámese antiflogístico, o el fortificante, o sea tónico, o el contra-estimulante, o el revulsivo? La terapéutica no rechaza ninguno, y cada cual tiene por partidarios sapientísimos autores.
 »-Lo que nosotros queremos es que el enfermo se ponga bueno.
 »-Y es cosa muy natural.
 »Figúrese cualquier cristiano amigo de observar contrastes, qué parecería un hombre hablando, como dice Iriarte, en un estilo tan enfático, en la saleta de un miserable bohío formado de estacas y embarrado; donde todo demostraba la miseria y la desidia, y donde alternaban las personas con los perros, y los cerdos y las aves domésticas, y cómo sonarían mis técnicas frases en los oídos de una pobre gente, de todo punto ignorantes, y acostumbradas no más que a cavar la tierra y coger su poca o mucha cosecha de maíz o de patatas, o a dirigir una enorme carreta por entre cangilones y lodazales. Pero yo había visto que esta gente no creía en el saber del médico si cuando hablaba lo comprendía, y así es que hablé para que no me comprendiesen, haciendo al mismo tiempo la triste reflexión de si sería cierto que en la ajena ignorancia estriba y está la piedra fundamental de una ciencia tan sublime como la que profeso.
  »Prescribí algunos remedios simples; pero recordando que si no recetaba perdía fama y dineros, pedí recado de escribir, que fue necesario corriese un muchacho a escape en el mejor caballo a buscarlo a la taberna, distante de allí un cuarto de legua. He aquí mi receta, y es la misma que usé en todas las ocasiones que consideré no haber necesidad de medicinas, persuadido de que no podía resultar en perjuicio del paciente, como ha de verlo quien lea estas apuntaciones:

    
Rpe. -Sacari albi... unciam.

Aquae distilatae... libras duas.
Misce et addes syrup rosat q. s. ad colorem.

     Lic. TUMBAVIVOS

 »Póngola en castellano en obsequio de mis colegas que ignoran el latín, que no son pocos.
     
Receta. 

- Azúcar blanco... una onza.

Agua destilada... dos libras.
 Mézclese y agréguese sirope rosado en cantidad suficiente para que tome color.

 »-Ésta -dije- es una bebida coloradita y que surte siempre los mejores efectos: se darán al enfermo tres cucharadas cada dos horas; teniendo especial cuidado que se mueva y de hacerla tibiar antes.
 »Mi enfermo se restableció, yo quedé acreditado, el boticario viendo que nueva y poco costosa medicina entraba en el reino de la farmacopea, se hizo lenguas de mí y confieso que no poco le debo. Todos quedaron contentos, y más que todos yo, que me propuse continuar por una vía tan fácil.
 »De tal manera que habiéndome llamado después un pobre hombre para que viese a su mujer, que a los dos días había de estar buena y sana sin ayuda de médico ni medicinas por no tener más que un simple constipado, tuve con él el siguiente diálogo:
  »-No encuentro en la enferma ningún signo patognomónico; pero observaré los otros. Antes de todo, dígame usted si tiene anorexia.
  »-¿Cómo, señor?
  »-Quiero decir, si tiene falta de apetito.
  »-No, señor.
  »-¿Y ha comido colas de pescado?
 »-¡Qué pescado del diablo, si nunca lo catamos!
  »-Pregúntolo porque habiendo comido colas de pescado, pudiera estar atacada de una colitis simple, pero quizás sea su enfermedad una fiebre gástrica, o para que usted me comprenda mejor una gastro duo denitis; y me lo hace creer la circunstancia de que vivimos en clima cálido; si viviésemos en país frío diría que era una gastro entero colitis, o séase fiebre mucosa: aunque debo advertir a usted que no todos los autores convenimos en que la gástrica y la gastro duo denitis, la mucosa y la gastro entero colitis, sean enfermedades idénticas. De todos modos, lo que a usted le importa es que sane su mujer.
 »-Sí, señor.
 »-Pues vamos a examinarla de nuevo.
 »Hécholo así, volvíme al pobre marido que aún no sabía lo que por él pasaba; y que a pesar de ello estaba contentísimo por no haberme comprendido, y le dije:
 »-No es más que una bronquitis, y ya nos ayudará la patología a echarla fuera. Yo he asistido este invierno a diez individuos atacados de esa flegmasía y he tenido la fortuna que sólo nueve se me han muerto. El método que sigo en estos casos es infalible.
 »Dispuse un buen sudor de violetas para la noche, que era lo que había de curarla; pero dejé mi receta para que diesen a la enferma dos cucharadas de la bebida cada hora, durante el día.
 »Una mujer envió por mí, porque habiéndose una niña suya magullado un dedo al cerrarse una puerta le sobrevino un tumor que llegó a tomar un aspecto algo feo.
 »-No es nada, señora -la dije-; seis casos he tenido de niñas que se han machacado un dedo, y todos han terminado bien. La causa de este accidente parece provenir de que, teniendo una niña pues la mano en el marco de una puerta, se cierra ésta de golpe y la pilla el dedo. La estación contribuye a hacerlos frecuentes, pues los vientos nortes que reinan tienen las puertas en continuo movimiento si no están bien atrancadas.
 »La lanceta libertó a la niña de aquella incomodidad; mas para completar la curación receté mi bebida, con la diferencia que pedí doble dosis, y dispuse la diesen toda una botella de una vez, seguro de que había de agradarla.
 »Seis años pasé en el campo, al cabo de los cuales con el buen nombre que había adquirido, y más que todo con algún metálico, pude volver a establecerme en la ciudad, donde, como lo saben todos, soy uno de los más afamados facultativos. ¿Débolo a que he continuado el sistema que adopté en el campo?, ¿débolo a que me hallo en disposición de presentarme con cierto lujo, y sea un hecho que un talento mediocre, si puede ostentar, consigue más que el verdadero sabio a quien tienen arrinconado su pobreza y su timidez? Cuestiones son éstas que no trato por ahora de aclarar, ni quizás trataré de aclararlas nunca.»
  -Don Jeremías.
  -Amigo editor.
  -No veo inconveniente alguno en que publiquemos estas apuntaciones que acabo de leer. Primero, porque es un médico quien habla; segundo, porque al fin y al cabo, la pintura que él hace de sí está muy lejos de convenir a todos los facultativos del campo, y mucho menos a los de la ciudad, siendo cierto que algunos conozco yo, muy dignos del público aprecio; que honran su profesión, se desvelan por aliviar a la humanidad doliente con aquella cristiana caridad que nadie tanto como un médico tiene ocasiones de practicar, y procuran desvanecer los errores del vulgo en vez de hacer que se arraiguen más; y tercero, porque los pocos que se parezcan al licenciado Tumbavivos bien merecen una leccioncilla inocente y festiva.
  -Ya he dicho a usted que haga en ello lo que mejor le parezca, y quede usted con Dios.
    
                                                                                                                           (1845)

 Los cubanos pintados por sí mismos, edición de lujo ilustrada por Landaluze, con grabados de José Robles, 1852,  tomo 1, 1852, Imprenta y Papelería Barcina, pp. 173-79. 
 

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