martes, 28 de octubre de 2014

Excursión a las cuevas del Yumurí






 L. G. de Acosta


 Por una aberración inexplicable de nuestra naturaleza tropical, el invierno del año 56 se prolongó hasta los primeros días de junio, fenómeno singular tal vez en nuestra latitud, si nos apoyamos en la ciencia y si hemos de dar crédito a las tradiciones más corrientes y autorizadas que sobre el asunto se conservan en esta isla. Así fue que la atmósfera de plomo que de ordinario nos abruma en la época a que referimos hoy nuestras reminiscencias, se había trocado en grato, ligerísimo y vivificador ambiente que tenía en continuo movimiento a la población, por lo común aletargada, de la romántica ciudad que perfilan el S. Juan y Yumurí.

 Todo era paseos al Estero, a la Cumbre, al Pan y a las demás pintorescas inmediaciones de la antigua Yucayo. Hoy nos proponemos bosquejar el que en alegre caravana, en que lucían hermosas flores del pensil matancero, acompañadas de sus mamás, verificamos a las celebradas cuevas de Yumurí.

 Era el 13 de mayo: apenas el dios espléndido del peruano se dejaba entrever por las lejanas extremidades del tranquilo océano, reflejándose coqueto sobre el cogollo de las lejanas palmas, que remecían blandamente los cefirillos de la mañana, cuando radiantes de alegría, en grupo encantador, nos dirigíamos por un polvoroso sendero al lugar de nuestro viaje, después de haber tomado un ligero desayuno en el punto de partida, que fue una de las casas-quintas de las bellas alturas de Simpson, donde estaba de temporada el pálido cronista de esta plácida excursión.

 A nuestros pies quedaba la ciudad medio velada entre las nieblas de los ríos, semejante a la matrona que sacude la pereza del sueño y descorre las gasas de su lecho para entregarse a los quehaceres domésticos con asiduo afán. Pero, a la verdad, preocupada nuestra imaginación con el objeto que nos había puesto en movimiento, y distraídos con la bulliciosa alegría de las bellas que nos acompañaban, miramos con desdén el sublime espectáculo que en una mañana de mayo nos pone a la vista Cuba encantadora.

 El sendero que seguíamos pronto terminó en profundas excavaciones formadas por la constancia del nombre que golpe a golpe ha sacado de aquel lugar a diestro y siniestro millares de cantos para las construcciones urbanas.

 A uno y otro lado solo divisábamos espesos romerillales e intrincadas malezas, vegetación raquítica de un terreno pobre de sales apropiadas para el desarrollo de otras plantas. El suelo era un plano inclinado de diente de perro al parecer de imposible acceso.

 —Y bien, dijimos los del sexo feo al práctico que nos dirigía, después de haber andado algún trecho, ¿dónde están las cuevas?, ¿cuál es el camino que a ellas nos conduce?

 —¿Uds. ven aquel tronco de jobo rodeado por cinco matas de almácigo? Pues allí mismo está la entrada de ellas; el camino es el que Uds. quieran seguir, porque aquí no hay ni siquiera un miserable trillo, cuanto y más camino. Nosotros quisimos volver la vista a las damas para interrogarlas sobre lo que debíamos hacer en aquellas circunstancias; mas ellas ya estaban bregando con los zarzales, rumbo del tronco del jobo consabido, riéndose, en todos los tonos del diapasón, de los percances de la romería, burlándose de nosotros porque nos dejaban atrás.

 Hemos notado que la mujer, si bien en los salones de la sociedad se muestra tímida por todo; se asusta y desmaya por cualquier acontecimiento algo alarmante; no obstante, en las circunstancias supremas tiene más pronta resolución y mayor energía que la generalidad de los hombres. La escena sublime y casi fabulosa del león de Florencia, y las no menos interesantes presenciadas en las barricadas de Madrid, Barcelona y Paris en las últimas conmociones de esas grandes ciudades, son hechos palpitantes que aseveran la sentada proposición. Mas sin querer nos hemos desviado mucho de la meta a que nos encaminamos, y ningún punto de contacto a la verdad tienen aquellas escenas sublimes con las que vamos describiendo. Baste saber que por mucha diligencia desplegada por nuestra parte para alcanzar a las intrépidas compañeras de viaje, solo pudimos juntarnos a ellas, arañados miserablemente por las zarzas y casi desgarrados los vestidos, cuando ya las lindas gacelas se habían alojado en el vestíbulo del palacio subterráneo de la naturaleza, y presurosas corrieron con la oficiosa solicitud característica del sexo a prestarnos los auxilios que nuestra derrota demandaba, enjugando con sus pañuelos la sangre de los rasguños que en vano tratábamos de ocultar.

 Por lo que hemos notado después, las cuevas de Yumurí tienen otras entradas de más cómodo acceso que la elegida por el práctico, sin duda por la mayor proximidad del punto de arranque.

 Esta da la cara al S. O. de Matanzas, y es un arco como de 5 varas de ojo, casi obstruido por enormes piedras de su arquitrabe desprendidas, semejando colosales estatuas mutiladas. Penetramos ganosos de impresiones en un salón de regular magnitud y abovedado, que solo tiene de notable la basa de una gran columna de riquísimo mármol estatuario con señales evidentes de habérsele aserrado algunos pedazos, no sabemos con qué objeto, si no fue el de presentar muestras para el denuncio de una cantera que de esa piedra, años atrás, se hizo al gobierno. En las paredes vimos escritos con carbón los nombres de muchas personas conocidas, habiendo fechas de 30 años de antigüedad.

 Buscamos paso para el interior de las cuevas, y al fondo del salón bosquejado, entre varias enormes estalactitas, que tocan el suelo, hallamos una abertura que da entrada a un lugar que nos pareció de profundísimas tinieblas, por lo cual encendimos las hachas de cera amarilla de que íbamos provistos, y penetramos en él: a poco rato y cuando nuestras pupilas se ensancharon lo suficiente, conocimos que había allí bastante claridad para poder sin luz artificial contemplar su extensión de 25 varas de largo por 18 de ancho y las formas caprichosas que las estalactitas y estalagmitas tomaban en su techumbre y pavimento; cada cual, según los vuelos de su imaginación, creía ver allí pálpitos, altares y sarcófagos de inimitable arquitectura; pero en lo que todos convinimos unánimes fue en que era un caimán fósil una piedra que, no por ilusiones de la acalorada fantasía, sino con las exactas proporciones de la verdad, se nos presentaba hacia el lado izquierdo del salón a dos varas de sus paredes. Es tan verdadera la semejanza, que cuando fijamos la vista en aquel objeto se nos espeluznó el cabello y sentimos un profundo terror creyéndonos rostro a rostro con el tremendo anfibio que figura. Trabajo nos costó desimpresionar a las damas de la idea que a todos nos preocupaba. El más arrojado de nosotros corrió al monstruo y cabalgando sobre su lomo patentizó lo inofensivo de la supuesta fiera. A su lado hay otra piedra que con bastante propiedad semeja una tortuga. Ambos objetos, particularmente el primero, es lo que más impresiona en esta localidad.

 Tomando rumbo a la derecha pasamos a otra de las piezas del palacio subterráneo, a la que pusimos el nombre de Batisterio, a causa de una piedra que con toda propiedad representa una pila bautismal cubierta de un rico paño de encajes. Con poco esfuerzo de la fantasía se ve encima de ella un medallón en relieve que representa con bastante exactitud el atributo del Espíritu Santo con su correspondiente aureola; a su vista sentimos redoblarse el profundo sentimiento religioso que inspiran siempre las maravillas de la naturaleza en nuestro corazón: no hemos podido comprender cómo ha habido manos profanas que hayan lastimado en parte la pila que admirábamos. La luz penetra ampliamente en aquel recinto por una grieta al N. E., a que conduce una explanada corta y de rápido descenso, sembrada de árboles y malezas. Las raíces de uno de aquellos está en el piso del Batisterio, y con asombro admiramos que su tronco traspasaba las rocas de la techumbre por un espesor de tres varas, luciendo su follaje espeso y verde en la parte exterior de aquel abismo. Por una claraboya de la techumbre perfectamente perpendicular y de dos tercias de diámetro, en que en vano busca uno la mano del artista que la labró, divisamos encantados un pedazo del purísimo cielo que corona nuestra patria. Largo espacio estuvimos allí contemplando su azul resplandeciente y atisbando la blanca nubecilla que de vez en cuando se deslizaba suavemente impelida por los primeros hálitos de la brisa vivificante del trópico, como un cisne por los tersos cristales de algún rio. La roca que nos cobijaba, de naturaleza berroqueña y porosa, nos pareció aplicable para filtros y piedras de molino, superiores sin duda a los que nos importan de las islas Afortunadas ¡Quiera el cielo que semejante indicación no despierte en alguno el espíritu helado y especulador de la época y a trueque de un poco de plata destruya impío el camarín de nuestro batisterio!

 Las damas, impelidas por la excitada curiosidad, distintivo que a su sexo se atribuye, deslizándose por una pendiente, que hacia la derecha nos quedaba, descubrieron alborozadas fácil acceso a otra de las mansiones subterráneas que visitábamos.




 Es el salón del Fraile, nos dijo nuestro guía, y corrimos todos a donde nos llamaban nuestras bellas, que agrupadas cual montón de flores en estrecho canastillo, no se habían atrevido a penetrar solas en la caverna: tomando nosotros la delantera y arrastrándonos por el suelo a través de fornidas estalactitas, pronto nos hallamos rodeados de espesísimas tinieblas en el interior de su recinto: preciso nos fue encender de nuevo las bujías que habíamos apagado al salir del salón del cocodrilo, y al brillar de sus pavesas descorriéronse un tanto los crespones negrísimos que al principio nos habían ofuscado, poniendo de manifiesto á nuestra atónita vista aquella localidad primores arquitectónicos, donde entre la filigrana del orden gótico, la gravedad del toscano, la gracia y esbeltez del corintio, había un más allá bello y sublime que revelaba la mano omnipotente de la Divinidad... .¡Oh! en aquel momento echamos de menos con dolor profundo la rica y religiosa musa de Milton, y la eminente, descriptiva lira de nuestro Heredia: la una para bosquejar el tropel de ideas místicas que henchían el corazón y nuestro cerebro, y la otra para pintar las caprichosas columnas, los festones de riquísimo encaje, los sorprendentes bajo-relieves y las cien y cien maravillas de piedra que nos circundaban en medio de un profundo silencio, que solo interrumpía a intervalos marcados el lamento inspirador de la gota de agua que del techo se desprendía en derretido brillante para caer en bellísimos jarrones de alabastrinas estalagmitas, centelleando en su trayecto los colores de los topacios, rubíes y preciadas esmeraldas. Abrumados con nuestras propias ideas y casi desplomándonos, tomamos asiento en un pliegue elegante de un espléndido telón, que tapiza uno de los testeros de aquel encantado palacio de las mil y una noches, y con nuestra bujía en la mano nos recreábamos a placer con el espectáculo que vamos delineando con tan inexperta mano, dejando que la imaginación volase sin obstáculos por aquel mundo de ilusiones y realidades superiores a las creaciones de la fantasía más oriental.

 El salón, que recorrimos luego en todos sus departamentos es de mayor extensión que los tres juntos que antes habíamos visitado: llano hasta su promedio, se inclina rápidamente hacia la puerta gótica de otro compartimiento de piso fangoso y difícil que presentaba peligros alarmantes para la parte débil de la caravana, por lo que volvimos al salón del Fraile. Lleva este nombre por una estalagmita de altura de más de dos varas representando un busto con hábito talar, que bien puede sostener la dicha denominación, mas nosotros habiéndolo observado de todos sus puntos de vista podemos asegurar a los curiosos que desde el fondo del salón, inclinándose a la derecha de su declive, semeja un águila blanca en los momentos de desplegar sus alas para lanzarse más allá de la región de las nubes. Tentados estuvimos a cambiarle el nombre conforme a nuestra observación, pero las damas bautizaron aquella localidad con el de Los Aparecidos por el incidente que explicaremos más adelante, indicando las causas que para ello tuvieron.

 En la parte más baja del declive, y cerca de la entrada al salón contiguo, hay un nicho precioso, cuya parte central es una columna salpicada de polvos de oro y coronada de grupos de nubes de alabastro semejantes a las glorias que nos representan pintores y escultores. Lo adornamos simétricamente con nuestras bujías encendidas, y con religioso respeto elevamos los corazones a su Autor supremo ante aquel altar subterráneo por la Providencia fabricado.      

 Tornamos luego a la parte llana, y nuestras amables compañeras de excursión nos dieron un concierto semidivino, cantando a coro, acompañadas por los mélicos acentos de un Flageolet tocado por uno de la caravana, las canciones más en boga en aquella época, especialmente la Despedida de N., inspiración ternísima que nos dejó un amigo querido cuando en pos de salud abandonó a su pesar las playas de su tierra natal.

 Trasportados nos creíamos a los encantados palacios de los cuentos árabes, cuando al concluir el canto empezamos a ver hacia el fondo del salón claros y repetidos relámpagos, que imaginamos producidos por fuegos fatuos o por algún fenómeno eléctrico que no comprendíamos en aquel momento; mas pronto salimos de la admiración que nos causaban, porque oímos voces humanas reveladoras del misterio. Era la tripulación de un buque norteamericano que sin prácticos, y curiosa como nosotros visitaba aquellos lugares. ¡Hurrah! ¡Hurrah!, gritaban, no solo para aplaudir los cantares de nuestras bellas, sino porque sus mágicos acentos les sirvieron de norte para salir de aquellos subterráneos donde estaban perdidos hacia ya dos horas; así nos lo dijeron cuando se acercaron, revelando esa verdad lo desencajado y pálido de sus rostros. Dos de nuestros compañeros los condujeron al lugar donde dejamos nuestros criados y provisiones de boca, y haciéndoles tomar algún refrigerio los despidieron, volviendo a reunirse aquellos con nosotros. Esta circunstancia fue la que indujo a nuestras compañeras a darle el nombre antes referido a este salón, y aunque a la verdad sencillo y natural el lance de suyo, las alarmó de manera que las mamás empezaron a exagerar las dificultades que hemos apuntado presentaba el curso de la ruta que seguíamos. En torno del altar de las catacumbas, que así bautizamos al ya descrito, nos reunimos en consejo para determinar lo más conveniente; esto es, si seguirían o no las damas la excursión: hubo discursos elocuentes en sentido afirmativo, sirviendo de tribuna los repliegues de los cortinajes espléndidos que circuyen aquellos lugares; mas la elocuencia apasionada de los jóvenes que los pronunciaron fue a estrellarse con la férrea voluntad de las mamás decididas por el contra, y poco galantes hubiéramos estado si no doblegásemos la nuestra, como lo hicimos, a la opinión de aquellas señoras.

 Aquí podemos dar por terminada nuestra excursión, porque, si bien es cierto que después de regresar al primer salón la caravana, nos embullamos algunos pocos a continuar visitando la encantada mansión, preciso es confesar que en los seis salones mas en que penetramos hasta dar con una salida al S. E. de nuestra entrada, no encontramos cosa más bella que lo bosquejado. La excursión varió de fisonomía: advertimos entonces que por lo general la temperatura estaba a 8 grados de Fahrenheit más alta en las cuevas que en el exterior: notamos que la generalidad del piso tiene una capa de guano de bastante espesor, sustancia que algunos creen producida por los restos de los innumerables murciélagos que, con algunas jutías, lechuzas y lagartos pajizos, son los únicos seres vivientes que encontramos en aquellas cavernas. Nuestra propia observación nos ha convencido de que es muy poco lo que sabemos de la extensión de estas cuevas; de los prácticos que tenemos ninguno se aventura a separarse de la senda conocida; pero habiendo penetrado nosotros por algunas de las claraboyas que, más o menos elevadas, abundan en aquellos paredones, descubrimos extensas galerías donde, a poco de penetrarlas, casi desapareció la llama de nuestros flameros, viéndonos envueltos en espesas tinieblas en una atmósfera de 94 grados y volvimos atrás considerando temerario el propósito de seguir a oscuras y sin guía por aquel laberinto, cuando manchas negrísimas que divisábamos en el pavimento nos anunciaban simas tal vez insondables. Afanosos pensábamos hallar los osarios de los Siboneyes, recordando la costumbre que tenían de depositar sus muertos en las cavernas, muy mas ávida nuestra curiosidad por haber visto un húmero incrustado en una piedra de poco tiempo antes encontrada por un amigo en aquellos lugares. No es ese hueso por cierto suficiente, al que no es un Cuvier, para clasificar por él la raza humana a que pertenece; empero dedujimos por ese hallazgo la posibilidad de tropezar con un cráneo aborigen, que más luz nos proporcionase. No fuimos tan dichosos; pero quién sabe si removiendo la capa de guano del pavimento hallarán sepultados allí la historia natural y la arqueología objetos de estudio y curiosidad.

 Las cuevas de Yumurí no tienen historia conocida, pues, si bien es cierto que se nos ha referido haber servido de guarida a un famoso criminal que las habitó con su esposa muchos años, no encontramos comprobado el hecho de una manera fehaciente; antes al contrario, no dudamos en clasificarlo de mera suposición, porque no hay quien diga la época del suceso, los nombres de esas personas, ni dé otras pruebas de su existencia; por otro lado la carencia de luz y suficiente aire respirable en sus escondrijos no permite la posibilidad siquiera del acontecimiento a que nos contraemos; pero en todas partes el pueblo tiene la propensión de poblar de seres extraordinarios y referir notables acontecimientos de los lugares que preocupan la imaginación, y no era posible que estas cuevas harto sublimes carecieran de ese adorno cuando nuestro sol de fuego tiene en ebullición, digámoslo así, constantemente nuestras fantasías.

 En fin, reunidos al resto de nuestros viajeros, y después de comer opíparamente en el pórtico del palacio subterráneo, retornó cada cual a sus hogares con profundos recuerdos de tan alegre y mal descrita excursión.


 Liceo de Matanzas, vol. 1, 1860, pp. 118-21.

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