martes, 7 de octubre de 2014

Una existencia de papel




 Pedro Marqués de Armas

 A menudo coinciden en Julián del Casal un velo de muselina y otro de yute. Aunque su declarado amor por los seres desvalidos y deformados, o por algunos espectáculos atroces, adquiere consistencia en su escritura, no es menos cierto que echamos de menos ciertos lugares y recorridos. Suele bastarnos el cementerio, el canal de Vento, algún despacho médico donde pululan llagas y, desde luego, el matadero; pero, por lo común, sus crónicas marcan distancias, y quizás con excepción de la dedicada al destino de las reses, eluden los bajos fondos o no penetran hasta sus confines.
 Pese a todo aquella Habana finisecular no es hoy imaginable sin dos ingredientes propios de su prosa: la ironía y la perversión. 
Algo de ello apreciamos en esa curiosa “visita” suya a un solar habanero, donde miserias y horrores se expresan, no desde el propio lugar, sino desde el de su invención. O en otras palabras, 
donde el solar -el locus-, resulta desplazado hacia esos discursos que, al tiempo que lo inventan, lo expropian y someten a mediaciones que coartan cualquier experiencia de proximidad. 
 “Al levantarse el velo descolorido que cubría su rostro, contemplamos la imagen de la desolación. Era una mujer de mediana edad. Tenía la piel amarilla, pegada a los huesos; los párpados hinchados, como si las lágrimas no pudiesen brotar; los labios lívidos, arqueados en los extremos; y los ojos enrojecidos, donde resplandecían, como en focos pequeños, los fulgores de la cólera. Estrujaba un periódico entre sus dedos y no podía sostenerse en pie. Se adivinaba que la miseria había minado su organismo y que el sufrimiento le comunicaba su doliente expresión”.
 Así describe en “Al borde del abismo” a la mujer pobre y tísica que irrumpe, un mediodía de 1890, en la redacción de La Discusión con ánimo de contar su desgraciada historia. Si el velo que la cubre es un velo descolorido, la tenue pintura que de ella realiza el cronista solo la revela en tanto réplica mortuoria, mascarilla que “estruja entre sus dedos”, sin embargo, algo mayor vitalidad: un periódico. No es casual que quien fuera inquilino de tantos cuartos, entre ellos uno ubicado en el antiguo Convento de Compostela, ya entonces convertido en “casa de vecindad”, prefiera asistir de soslayo al “lugar de los hechos” y apoyarse en un estilo indirecto.
 A fin de mostrar la indefensión del ciudadano y la impunidad del criminal, pero con el propósito, también evidente, de formular a su modo el rol de la crónica de sucesos en ese vacío que deja la oposición espacio público/leyes, Casal opta por trasladar su personaje hasta el umbral de su propio dispositivo de representación. Dicho de otro modo: lo saca del solar donde vive para conducirlo, no al epicentro de su desgracia, sino a ese artefacto narrativo que es la redacción de un diario, matriz a la vez para la producción de nuevas historias.
 Ángel Quesada es la mujer-de-papel. Y el velo que la encubre no resulta tanto el de la muerte, como sí, el de un fotograbado: uno de esos “croquis” que más que mostrar estampas agonizantes, revelaban las prefiguraciones de una existencia póstuma, en blanco y negro. 
 A diferencia del higienista que inspecciona in situ y elabora su informe para alguna revista académica, pero lejos -también- del reportero especializado en crímenes, perdido en multitud de detalles, se trata, aquí, de un modelo de crónica que linda con la ficción, más elaborado, sin dudas, estilísticamente; y sin embargo, no por eso menos verosímil que la nota criminal ad usum. No estando exento de afanes normativos, este modelo casaliano, pleno de sensiblería, vende el crimen a un público presumiblemente medio; un público a buen recaudo, capaz de señalar el horror, pero para apartarse de él mientras se le educa en los consabidos valores de raza, género, etc., si bien más tamizados. 
 A través del personaje que aprieta contra sí ese ejemplar que en breve contará su historia (o que la cuenta ya, mientras se hace del fetiche que sostiene entre las manos una suerte de metáfora de la “reproducción mecánica”), se nos describe al solar habanero como “madriguera de bandidos” y, al mismo tiempo, como reservorio de lectores que consumen (y consuman) “esas historias que interesan a la muchedumbre y le inspiran el deseo de saber el nombre de los personajes principales”.
 Desheredada igual que Casal, en principio la pobre mujer cree encontrar refugio “en el último cuarto de una casa de vecindad” (adonde ha ido a dar por obra de algún incontestable accidente), cuando no es sino el comienzo de secuencias que ahondan su caída -solar es sinónimo de cloaca, lupanar, prostitución, etc.- y que la llevan hasta el despacho de prensa. Acogida un momento, viviendo por “anticipado” su efímero instante mediático, Ángela Quesada funciona como vehículo entre la “realidad” y su fabricación por los medios.
 Apenas termina de narrar su historia, en la cual la desfloración de la hija, y el acto común de seducción de que ha sido víctima, tienen más peso que la violación propiamente, y ya el cronista retoma la primera persona para explayar un final desastroso que asegura, además, un relato siempre por venir:
 “Yo me imagino el desenlace trágico de este drama vulgar. Una noche, al volver de una esquina, la mujer encuentra al culpable y le asesta una puñalada. La policía la detiene y la conduce a una prisión. La muchacha deshonrada, falta de recursos, llamará a la puerta de una casa de prostitutas y se le abrirán de par en par. Los niños, sin freno alguno, pasarán el día en las calles, en las plazas, y en las tabernas. Aprenderán de todo, menos a trabajar. En presidio les estará reservado un sitio de honor.
 Pudiera suceder otra cosa también: la madre, en vez de matar al culpable, se pone enferma y se muere al fin. El criminal, satisfecho de su obra y libre de remordimiento, se presentará impunemente por todas partes. Es probable que se jacte de su hazaña y la cuente a sus amigos. La actitud de la justicia le infundirá valor para repetir la acción”.
 De este modo, el personaje no solo posee un nombre, sino un destino cumplido. Crítica social a escala de crónica roja, y, por lo mismo, atenuada, desde finales del siglo XIX la prensa había comenzado a deslindar entre un público burgués y serio, por un lado -al que por cierto, el propio Casal clasifica con gracia casi borgeana en otro de sus escritos-, y la gran muchedumbre lectora y propensa al contagio, por otro.
 La idea, cara a Tarde, de las masas como particularmente proclives a efectuar la violencia con que se la representa (los famosos “crímenes en oleadas”, de crucial importancia en su teoría del contagio), tuvo enorme acogida entre los médicos y moralistas cubanos de la época, quienes, al contrario de Casal, pondrán -por lo general- el acento en la Ley y contra la opinión libre en materia de hechos de sangre.
 Hay en esta crónica esa distancia que tan a menudo descubrimos en las semblanzas modernistas. Un salón de espejos, un cuadro o recuadro, una galería a medio camino entre el retrato mundano y el clínico, justamente alimentada en la porosidad de sus intersticios. Se trata de los mismos cadáveres que alumbra la medicina, pero retocados por una escritura del velo y la lividez, y algún que otro manchón en rojo: el de los repliegues de la sangre y los salones.


  Notas

 Julián del Casal: "Al borde del abismo", en Julián del Casal. Prosas, Tomo II, Edición del Centenario, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, pp. 36-39. 

 Ver también: Julián del Casal: "La sociedad de La Habana. Capítulo XI. La prensa", en Julián del Casal. Prosas, Tomo I, Edición del Centenario, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, pp. 145-48.

 En 1898 se celebró en Buenos Aires el importante Congreso Científico Latino Americano, primero en reunir a un nutrido número de médicos, antropólogos e higienistas de América Latina. Una de las recomendaciones finales de este congreso fue "solicitar de las asociaciones de la prensa de los países americanos en él representados que interponga su influencia a fin de conseguir que los relatos de los hechos policiales no sean referidos por los diarios". Primera Reunión del Congreso Científico Latino Americano, Buenos Aires, 1898, vol. 3, pp. 498 y 574.

  

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