Fray Candil
En el Jardín de Aclimatación se exhibe diariamente una colección de enanos.
Les hay alemanes, franceses, ingleses, flamencos, etcétera. Darían tristeza si
no supiéramos que viven de la exhibición de sus propias deformidades. Ignoran
que son unos degenerados, como lo son también los gigantes. El equilibrio
reside en el término medio.
Los enanos pueden dividirse en dos
categorías. En la primera entran los enanos que pudiéramos llamar armónicos, a causa
de lo proporcionado de sus miembros. Esta clase de enanos es muy rara. A la
segunda clase pertenecen los enanos deformes. Son muy varios. Hay el enano
raquítico de cráneo enorme; hay el enano de aspecto infantil con manos y pies hombrunos.
El nanismo de estos desgraciados depende de una perturbación en el desarrollo
del esqueleto.
Hay otra clase de enanos: la «tiroidea».
Su deformidad obedece a una enfermedad de las glándulas tiroides que están situadas
en el cuello, junto á la nuez.
Los enanos que parecen hombres en
miniatura no abundan en la colección que se exhibe en estos momentos en París.
No obstante, hay algunos que han llamado mi atención. Son hijos, sin duda,
de alcohólicos, de tuberculosos, de cardiacos, de sifilíticos.
Hablemos ahora de los enanos
armónicos. Se citan algunos casos de estos liliputienses bien proporcionados.
Geoffroy Saint-Hilaire, el célebre naturalista, habla de un enano que se
exhibía el año 1836, famoso por lo simétrico de sus formas. En general, estos
enanos pueden considerarse como una humanidad minúscula o como la humanidad
corriente vista con unos gemelos al revés.
Se ignora la causa de este nanismo
armónico. Cuantas hipótesis se han emitido hasta hoy, carecen de sólida base
científica. Parece ser que la precocidad en el desarrollo del embrión es un
factor influyente en el nanismo. En las plantas precoces, «artificialmente»
precoces, se han observado fenómenos análogos a los que se han observado en los
animales precoces.
El nanismo es una anomalía que no se
hereda. Un matrimonio normal puede tener entre varios hijos normales un enano.
De ordinario, el enano no es muy
inteligente. Aquellos, sobre todo, cuyo nanismo obedece a una enfermedad de las
glándulas del cuello, se distinguen por lo estólidos.
La vida del enano es muy corta. Son
infecundos. Rara vez viven más de treinta años.
El enano ha ocupado siempre lugar
preferente en las leyendas. Los griegos tenían sus pigmeos que cortaban las
espigas y a quienes las grullas perseguían con odio. Veinte siglos más tarde,
Swift, el humorista británico, se aprovechó de esta leyenda para componer su
Gulliver. Los romanos heredaron las fábulas de los griegos. Plinio el
naturalista coloca en las orillas del Ganges a unos pigmeos que no excedían de
tres palmos. En la Edad Media el enano estuvo en moda. Los reyes y los grandes
señores compartían su fastidio entre el enano y el «loco» o bufón. Luis XIV
hizo desaparecer de la corte al enano.
¿Quién no recuerda los enanos
pintados por Moro y Velázquez?
¿Hay pueblos de enanos? Lanceraux
opina que el nanismo es un accidente. Según los descubrimientos antropológicos de
Vacher, Lepage, Manouvrier y otros, Europa estuvo poblada en otro tiempo por
razas pequeñas; pero la pequeñez y el nanismo son cosas distintas.
No he tenido ocasión de estudiar la
psicología del enano. Supongo que debe de ser la misma que la de los demás
hombres. He advertido en ellos la misma inconsciencia que se advierte en el
hombre en general. No se creen dignos de burla ni de lástima. Lejos de eso,
miran al espectador con cierta sorna. Esto me recuerda lo que me pasó en
Colombia al llegar a un pueblo llamado Guaduas, compuesto todo él de leprosos.
Lo característico de aquellos
cretinos era lo enorme del cuello. Entré yo, caballero en mi mulo, como Cristo
en Jerusalén. Un chiquillo berreaba sin consuelo. La madre, para hacerle callar,
le dijo, refiriéndose a mí: «Como sigas llorando, se te va a poner el cuello
como el de ese señor que viene en el mulo». El chiquillo me miró, y sin duda
asustado por la amenaza de la madre, se calló. Mi pescuezo era el único normal
y de ser humano que allí había, dicho sea con orgullo.
Las enanitas del Jardín de
Aclimatación «flirteaban» con los que las miraban. ¡Cómo recordaba yo a Jean
Lorrain! Pocos han sorprendido la vida de estos seres contrahechos con tanta
penetración y tan artísticamente a la vez como el autor de Monsieur de Phocas.
Las miradas lúbricas de aquella «cosa» con faldas daban risa y tristeza. En
aquel cuerpecito de muñeca ¿por qué no habían de latir, como en el cuerpo de una
mujer normal, los deseos y las concupiscencias? Yo la observaba sin que ella lo
notase. Eran miradas que parecían de odio. ¿Que decían? Hablaban de impotencia,
de esa impotencia sorda de los que saben que no han de lograr nunca lo que desean.
Era algo así como si un conejo se enamorase de una jirafa. ¡Y pensar que todo
este conflicto se hubiera podido resolver con unas piernas un poco largas!
Mayo, 1909.
BULEVAR ARRIBA, BULEVAR ABAJO, pp. 73-75.
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