martes, 22 de noviembre de 2011

Arístides Fernández: La cotorra

 
  


 En una vieja tabla puesta sobre el palanganero de hierro, la cotorra picoteaba los restos de una fruta. Con un sonido bajo y áspero mostraba su satisfacción, sacudía el plumaje con movimiento brusco y ruidoso. Cansada de atacar la fruta, cogía con la pata las semillas y con el duro pico trituraba el hueso en busca de la almendra. Parecía una vieja sesuda delante de un plato exquisito.
 Una sombra larga y quieta se proyectó en la puerta de la habitación, interceptando la claridad. El animal tuvo un sobresalto, receloso dejó de comer y miró fijamente la puerta; un sonido de gallina inquieta se repitió en su garganta como un estribillo, y balanceándose sobre las cortas y nada graciosas patas daba vueltas sobre la tabla. La sombra avanzó por toda la habitación en busca de la otra puerta, atravesó el cuarto a lo largo, indiferente, como ignorando el bicho. Al pasar junto al animal, éste se quiso tirar de la tabla; el hombre no le dio tiempo, de un papirotazo la lanzó al suelo sin interrumpir su camino. Patas arriba la cotorra sobre el mosaico, gritó de rabia impotente; su garganta dejó escapar una serie de chillidos ásperos y penetrantes. El hombre respondió con una carcajada. Derrengada y con las verdes alas extendidas buscó refugio bajo la cama. Escondida dentro de un cajón debajo de la cama, comenzó a chillar, a chillar sin parar. El hombre se acercó al lecho y dándose puñetazos sobre el torso desnudo gritó exasperado:
 —¡Cállate, condenada! ¡Animal del diablo! Cállate o te aplasto. Tus gritos me exasperan, crispan mis nervios, me torturan. ¡Diez años ha que eres mi pesadilla, diez años que me persigues como la sombra de un mal espíritu. Sin embargo, te he dejado con vida por odio feroz que te tengo, porque siento placer en martirizarte! ¡El verde de tus plumas enciende de furor mi sangre! ¡Cállate...! ¡Cállate...! ¡Cállate...!
 El perico dejó de gritar y la sombra del hombre se retiró por los cuartos, oscuros y cerrados a la claridad.
 El hombre se debatía en el suelo, todos los objetos revueltos se amontonaban en las habitaciones, el escaparate con las puertas violentadas, regada por todo el cuarto la ropa; el hombre espiaba un rayo de luna a través de la ventana. El hombre amordazado y amarrado de pies y manos era un bulto más en la confusión de tanta ropa regada. Pensó: «Faltarán dos horas para el amanecer».
 Dio un suspiro y esperó con la vista fija en los cristales del ventanón.
 A poco se quedó dormido.
 Cuando despertó, el sol estaba muy alto, un rayo brillante y dorado jugaba en los mosaicos. El hombre fijó la vista en la entrada del cuarto vecino; quiso gritar, pero la venda que le amordazaba la boca se lo impidió.
 Una sombra pequeña y de vacilantes pasos avanzaba por el cuarto vecino, vacilante como un cangrejo. La cotorra caminó hasta la entrada de la habitación donde el hombre se debatía. Se paró en el cuadro de la puerta y esponjeó sus plumas con una sacudida nerviosa. El cuello rojo brillaba como escarlata, el pico duro y amarillento como marfil. Inició un sonido bajo como un cloqueo, avanzando un pasito. Luego, quieta y silenciosa, miró al hombre, con la cabeza de medio lado inclinada. El ojo redondo e inmóvil miró fija y largamente, la mirada se hizo dura, sangrienta, irónica. El hombre sintió un estremecimiento de terror.
 El ojo redondo era como un metal encendido. El animal comenzó un canto guerrero y de satisfacción, y sobre sus cortas patas se acercó al hombre.
 El hombre quiso aplastarla con los pies, pero el pajarraco con un revuelo evitó el peligro, y, triunfante, se posó sobre el pecho del que en el suelo se debatía impotente.
 El hombre quiso rodar por el suelo. La cotorra, volando, se posó en la cabeza y afianzándose con las garras en las negras greñas, hundió su férreo pico en los ojos del hombre; por dos veces repitió la operación, y cuando saltó al centro de la habitación, dos agujeros horribles sangraban en la cara del hombre.
 Luego comenzó una danza triunfal, chillando agudamente entre los gritos de dolor del hombre.

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