Alcide D´Orbigny y Jean-Baptiste Eyriés
No se diga que el gusto y la afición a viajar los adquiere el hombre: le son naturales, y acrecentados por el tiempo y los obstáculos que les dan sazón, se convierten en una pasión ardiente. En este caso se le pueden achacar defectos, tendencias exclusivas, un incierto cosmopolitismo y una propensión a lo maravilloso, que si bien se mira, le aprovechan también, porque dan origen a una de las pasiones más grandes y más útiles. Si se le quita al hombre este instinto explorador y esta necesidad de movimiento que le hacen correr tras lo incógnito, solo por curiosidad a veces cuando no por intereses de comercio, bórranse por ende de la historia los gigantescos viajes que han enlazado pueblos con pueblos y continentes con continentes. Entonces no habrá quien comprenda al nómada Marco Polo, y el mismo Colón será inexplicable. Fuerza será que cada estado se fortifique como la China, y que se rodee de un muro impenetrable, para que los pueblos no puedan relacionarse entre sí, y para que las razas, las ideas, las costumbres, los cultos y las civilizaciones vivan en perenne aislamiento. Sí, desprended al hombre de este afán insaciable de ver y de saber, y el mundo entero se irá disolviendo para terminar en una soledad absoluta. La pasión de los viajes es el instrumento más poderoso, el más eficaz y comunicativo de todos. En el orden físico de la naturaleza, el soplo de la brisa arrebata la semilla que ha madurado en la cañada y la arroja al inculto páramo para que a su tiempo sea fecundo y frondoso; mas no sucede así en el orden moral. La semilla del progreso debe viajar por toda la superficie del globo terráqueo; el hombre tiene a su cargo la misión de propagarla, y no parece sino que una voz sobrehumana le está diciendo a cada momento: Marcha! Marcha!
No se crea que diga esto para justificarme ni para descifrar el enigma de esa larga romería a que doy principio. Tampoco es una tesis general que yo pretenda sostener, ni menos una precaución oratoria; porque la tesis nos conduciría a muy larga distancia, y ninguna precaución es equivalente al acto de encaminarse directamente al objeto propuesto. Desde los primeros años de mi pubertad me sentía dominado por el gusto a los viajes, y todo el amor de una familia, junto con el deseo de dar fin a algunos estudios serios y otras razones, como la falta de ocasión y de dinero, no había podido desviar de mi imaginación aquella idea tiránica. Yo no hacía más que tascar incesantemente el freno que me contenía y avasallar mis viandantes deseos. París no era harto dilatado para mí, porque su aspecto solo me presentaba cierta uniformidad y monotonía que me hacían tener en nada sus más imponentes bellezas; así para gozar algún tanto de su magnificencia y suntuosidad recurría maquinalmente a puntos de comparación. Tal fue la suerte que cupo a los treinta primeros años de mi vida; pero a esta edad, separado de mis deudos y viéndome en posesión de una módica fortuna, dirigí todos mis conatos a economizar y proporcionarme medios para adquirir el derecho de locomoción. Parecióme que un viaje a la Suiza y a la Italia bastaría para satisfacer mis anhelos; pero desde el litoral siciliano osé tender una mirada hacia la península africana; la antigua Numidia, la Cirenaica y el Egipto !Oh! una correría al Oriente hubiera colmado entonces todos mis votos!
Tales eran mis ensueños, cuando recibí por el correo una carta de un banquero de París, carta que contenía solas veinte líneas, pero que cada una valía mil escudos. Tenía yo un tío en América, que era una verdadera providencia para mi pasión a los viajes. El hermano de mí madre se había domiciliado en Cuba desde su juventud; estaba casado con una mulata, era ya padre de muchos hijos y vivía feliz y obscuro en el seno de su familia. Jamás nos escribía, no sé si por negligencia o por avergonzarse de su enlace, y solo colegíamos que existía aun por el cajón de azúcar y algunos toneles de café que nos remitía de vez en cuando. La carta del susodicho banquero me anunciaba que había fallecido millonario, y que en su testamento consignaba a mi favor una suma de doce mil pesos como un recuerdo europeo.
Qué buen tío! sin duda comprendió mis designios, y por lo tanto no podía y defraudarle. «Lo que de la América viene a la América volverá», dije para mí. «Ya que mi tío había contraído domicilio en América, iré a visitarla y recorrerla de N. a S. La América será el teatro de mis primeros viajes; su continente, sus archipiélagos me pertenecen: no hay remedio; la América no puede escaparme».
Con tan risueñas ideas emprendí el viaje.
A 15 de abril de 1825 salí de Burdeos a bordo del bergantín el Jefferson, su capitán Sbaftsbury. Como el buque se había dejado llevar del reflujo vespertino, no pude alcanzarlo hasta la noche en el fondeadero de Purgues. Navegando por aquel delicioso Gironda que encrespa sus aguas amarillas y fangosas entre dos playas verdes y floridas, pasé sucesivamente por delante de Blaye y de su fortaleza, de Pauillac y de sus gabarras, y de Royan y de sus barcos costeños. Dos días después de haber salido de Burdeos , el Jefferson se hallaba delante del faro de Cordouan. Cordouan! Faro atrevido que levanta hasta el cielo su cabeza y baña sus pies en la espuma! Torre aislada y melancólica que durante todo el día se refleja en el agua, y al caer la noche se eclipsa para convertirse en una mágica estrella que se columpia sobre las olas!
Al pisar delante de aquel faro, si mal no me acuerdo, mis ideas no eran tan poéticas ni halagüeñas. Perturbada por el movimiento ondulatorio de los palos y de los aparejos y por el cabeceo de una embarcación combatida por las olas y la brisa, mi cabeza estaba atontada, mis oídos me silbaban y mis ojos se entelaban. Había empezado para mí el momento de prueba; estaba sobrecogido del mareo, mal deplorable, a cuyos efectos son pocos los que puedan sustraerse; agonía sin peligro, pero cruel, acompañada de espasmos, hipos y náuseas; mal tanto más terrible cuanto que en lugar de auxilios solo encuentra la burla y el sarcasmo. El sarcasmo que por mi parte tuve que sufrir fue el espectáculo de un desayuno en la cubierta. Hallábanse diez convidados sentados a la mesa en torno de un jamón de Bayona y de un pastel de Perigueux, comiendo y apurando un tonel de vino de Grave: qué ironía para un pobre diablo atormentado de corcovo y que tiene el alma en los labios a punto de espirar! Casi me hubiera alegrado que la embarcación se hubiera ido a pique.
Sin embargo el mal fue calmándose poco a poco, los vértigos cesaron, la cabeza recobró su equilibrio y el estómago su apetito. Cuando el mar conoce a las gentes y las ha hecho ya prestar una especie de homenaje de bienvenida, es muy buen rey; y a no ser tan versátil, no hay duda que sería tan bueno como la tierra, y tal vez más. Empero, en breve se cansa el viajero de ese horizonte uniforme cuyas monótonas líneas apenas interrumpe el temporal; en breve mata el tiempo observando las maniobras de abordo y de la pesca, por razón de la prontitud con que se agotan las emociones de la vida marítima y los recursos que ofrece la sociedad de abordo; criollos salidos de los colegios parisienses, encomenderos que, a excepción de sus cuentas y facturas, todo lo tienen en nada, pasajeros que se narran sus proezas mercantiles, aventureros e industriales de ambos sexos que se desviven por un nuevo mundo mucho más crédulo que el antiguo. En el espacio de dos semanas se apuran todas estas distracciones y se conciben deseos de ver de nuevo la tierra. Esto es por lo menos lo que a mí me pasaba; mas no que desease la Francia, sino la América. El olor de la brea y del buey salado me había hecho desear la carne fresca y la brisa embalsamada de los morros.
Qué puede decirse de una navegación hasta las Antillas? Los peces voladores que murmuran por el agua como las mariposas entre las flores de nuestras praderas, las evoluciones de las marsoplas por el surco fosforescente, el encuentro de dos embarcaciones, el bautismo del trópico, la aparición del tiburón, acaso son ignorados actualmente de alguien? Quién no los ha oído sino visto? El Jefferson no hizo más que seguir el común derrotero de las embarcaciones mercantes. Avistó a Madera, encontró en sus aguas los vientos alisios, desplegó sus velas y las abandonó a la discreción de la brisa hasta su llegada al golfo de Méjico. Veinte y siete días después de la partida señalaron ante sus serviolas una de las Lucayas, la Guanahaní de Colón, su primer descubrimiento; y a 16 de mayo, al apuntar el día nos hallábamos a seis leguas del puerto de la Habana, en frente del Pan de Matanzas, montaña enorme que sirve de punto de reconocimiento a las naves europeas.
El Jefferson pasó la mañana navegando a lo largo de la costa cuyo aspecto variaba a cada momento. Ora se veían gruesos morros cuyos ramales se extendían hasta el mar o se detenían formando fragosos acantilados; ora se divisaban valles profundos y deliciosos con sus diversos matices de verdor, desde el verde de la caña dulce hasta el verde subido del café. Al lado de nosotros y mecidos en un mar bonancible, se deslizaban algunos faluchos y goletas de velas triangulares. Era un cuadro verdaderamente seductor, esmaltado de tintes suaves y armoniosos.
A las dos pasábamos a tiro de cañón de los fuertes el Morro y La Cabaña, que dominan toda la extensión de los canalizos, y pasado un estrecho angosto se desplegó a nuestra vista el puerto de la Habana, óvalo inmenso que encerraba 1 200 embarcaciones de todos tamaños y formas, inglesas, americanas, dinamarquesas, francesas, holandesas, rusas, austríacas, portuguesas, españolas, sardas y suecas. Sorprendido por aquel magnífico punto de vista, ni siquiera pensé en la ciudad, por otra parte invisible: no parecía sino que toda la Habana estaba concentrada en aquella ciudad flotante. En la playa se veía un vasto muelle y un terraplén cuya monótona blancura hacia visos bajo los rayos verticales del sol. A la izquierda se mostraban algunos árboles, delante de las casas de la aldea de la Regla.
En cuanto hubo echado anclas el Jefferson, pasamos a un bote, el cual nos condujo a tierra con nuestros equipajes. El muelle atestado de negros ofrecía a la sazón cierto movimiento y extraña confusión. Luego que el bote tocó en el desembocadero, veinte negros saltaron en él y se disputaron el honor de servirnos; de manera que sin la presencia de un soldado que descargó su vara sobre las espaldas de aquella oficiosa muchedumbre, con dificultad hubiéramos podido defender nuestros bagajes. En consecuencia los cargamos cuanto antes en una carreta que inmediatamente emprendió la marcha y se encaminó directamente a la ciudad.
Aun no habíamos andado veinte pasos, cuando tropezamos con otro obstáculo. Era un aduanero que en nombre del rey quería a todo trance saber cuántas camisas y vestidos llevábamos, y después de haberlas contado escrupulosamente nos dejó pasar. Salidos de la aduana, atravesamos la Plaza de Armas y a fuerza de callejear llegamos a la Fonda de Madrid, mesón famoso, que siendo de los mejores de la Habana inspiraba por su mezquino aspecto una idea bien pobre de los restantes. Diéronme un cuarto, o mejor diré un gabinete casi desamueblado, con una cama sin colchón, pues los colchones denotan en la Habana un exceso de lujo.
El aspecto de aquella posada, el estrambótico continente del mesonero y la perspectiva de mi alojamiento me inspiraron la idea de abandonar la Fonda de Madrid; pero tuve que desistir de este proyecto, porque si bien la mayor parte de los europeos tienen amigos y corresponsales en la Habana, los aventureros tienen que alojarse en las posadas. Tres caballeros de industria y dos actrices eran los únicos personajes que constituían a la sazón todas las delicias de la Fonda de Madrid. Decidido por fin a solicitar la hospitalidad criolla, hablé a mi mesonero de la viuda de mi tío, mi tía la mulata; y como era muy conocido suyo, al momento me dio noticias de ella, me dijo que se hallaba aun establecida en la ciudad y me hizo acompañar por un negro a su casa, o por mejor decir, a su palacio, pues tal podía llamarse en comparación de la mísera posada que acababa de abandonar. Introducido en dicha casa me di a conocer y me recibieron con lágrimas de gozo. Era mi tía una mujer de cuarenta años, hermosa todavía, aunque un poco repleta, instruida, agraciada y de modales cultos y atractivos. Tenía a su lado tres hijas ya casaderas a las que apellidé primitas a boca llena, esbeltas y lindas, y de edad de diez y seis o veinte años. La acogida que me dispensó aquella buena familia ocupará siempre un lugar distinguido en mis recuerdos; no me consideraban meramente como a huésped, sino como a su jefe; no como a un pariente, sino como a su padre y señor natural. A través de sus finos obsequios y de sus recomendables atenciones se vislumbraba siempre una prueba nada equívoca de ese profundo respeto que profesa en todas partes la población de color a la población blanca. Me hacían observar una especie de vida oriental que nada me dejaba que desear: en vez del mohoso y nauseabundo gabinete de la Fonda de Madrid tenía un espacioso aposento de treinta pies de elevación, cómodo, oreado, surtido de todos los muebles necesarios; suntuosidad bastante rara en la Habana, y no me faltaban tampoco algunos criados, esclavos, caballos y volantes que estaban siempre a mis órdenes. El lujo que yo gastaba era en realidad digno de un príncipe.
El domicilio de mi tía era espacioso y cuadrado; tenía un patio interior rodeado de arcadas, y el primer piso de galerías cerradas con persianas. Sin embargo este edificio era diferente de los demás, pues todos los restantes no tienen más que un piso y sobre sus techos azoteas. Las ventanas empiezan por lo común a un pie de elevación sobre el nivel del piso, y tienen treinta pies de altura, siendo cerradas de arriba abajo por unos enrejados de hierro o de madera. Este enrejado es bastante claro para que desde la calle puedan verse las españolas recostadas en su sofá, con el abanico en la mano, varias flores en su cabeza, los brazos y el seno desnudos y con el traje casero sumamente diáfano y sencillo que pone sus esbeltos contornos de manifiesto con una coquetería quizás sobrado libre.
En los primeros días no tuve mayor placer que el de recorrer el país en volante. El volante se parece a una silla de postas, montada sobre resortes y con ruedas muy grandes: tiene una cortina de paño para preservar del sol y del polvo, la cual se sube y baja como se quiere y cierra el carruaje como si fuese una caja. Arrástralo por lo común un caballo montado por el calesero, negro vestido como un groom inglés, es decir, con chaqueta encarnada, pantalón blanco, botas a lo escudero, sombrero con galón de oro y machete o sable recto. El volante y el calesero son dos cosas indispensables, dos muebles esenciales en una bueca casa habanera.
Lo primero que hice fue ir al paseo público que hay a la puerta de la ciudad. Este Coso de la Habana consiste en un paseo de 1 500 pies de largo con dos calles laterales para los que van a pie, plantados de frondosos árboles. En medio del paseo hay una fuente, y en uno de sus extremos una estatua de Carlos III. Allí es donde se forman en fila cuatrocientos o quinientos volantes de alquiler. El mismo paseo tiene sus categorías y sus privilegios, bien que este paseo no es el único punto de reunión de los elegantes, puesto que también se reúne todas las tardes en la Alameda que está junto a la bahía una concurrencia numerosa y lucida.
No fue este paseo mi única distracción. Otras contiene la Habana que en nada ceden a las más distinguidas de París y de Londres; tales como el teatro, el baile y el concierto. El primero consiste en un salón bastante capaz para mil ochocientos espectadores, que el día que fui en él estaba concurrido por mujeres cuyo tinte amarillento, vivaces ojos y facciones agradables ponían de manifiesto las luces del quinqué. Toda la noche estuve observando desde mi luneta las cinco series de palcos donde se mostraban las beldades de la ciudad, cuya hermosura me distrajo de la mala ópera que estaba ejecutando la compañía italiana. Por lo demás, la introducción de la ópera italiana en esta colonia española fue verdaderamente un progreso y una conquista, pues aun no hace diez años que solo representaban en ella comedias sagradas. En 1818 estaba muy en boga el Triunfo del Ave María, en cuyo desenlace se veía un valiente Cruzado que andaba de una a otra parte de la escena llevando clavada en lo alto de su pica la cabeza ensangrentada de un Sarraceno. Las damas celebraban sobremanera este desenlace, y estaban muy lejos de creerlo repugnante, por cuanto la ficción de un Sarraceno degollado era muy inferior a las sangrientas realidades de las corridas de toros.
A los placeres del coliseo sucedieron los del baile. Como en la Habana existe todavía una línea de demarcación entre la población blanca y la de color, tuve que valerme de otra recomendación que la de mi nueva familia para penetrar en las reuniones de la alta sociedad española. La recomendación de que me valí fue la del cónsul de Francia, M. Angelucci, que con una amabilidad inexplicable tuvo la bondad de presentarme. Este requisito era tan necesario, que sin él me hubiesen quizá desairado en razón del predominio que ejercen en la mayor parte de las colonias las preocupaciones del cutis. Como los bailes se daban a un cuarto de legua de la ciudad, fue preciso tomar un volante, y a mi llegada todos los salones estaban atestados ya de una sociedad numerosa y variada. El baile era solo un pretexto, puesto que el verdadero motivo de esas fiestas era el juego. Allí se congregaban el fraile español y el capitán holandés, el uno con el correspondiente rosario en la mano y el otro con su cigarro en la boca. El magistrado, el hidalgo, el comerciante y el militar, es decir, todas las notabilidades de la ciudad y los extranjeros que encierra concurrían a aquellas reuniones con las faltriqueras llenas de pesos fuertes. Aquella noche todas las mesas de juego estaban cubiertas de enormes sumas; aquí se veía un coronel arrebatando la cartera de un acaudalado banquero; allí una marquesa ensayándose contra un caballero que arriesgaba la renta de su fábrica o los beneficios de su viaje: exaltación febril a que con dificultad podían sustraerse los más prudentes.
El baile era triste y frío. Las criollas, ataviadas como imágenes de la Virgen, más bien caminaban que bailaban. Hace algunos años que solo sabían bailar el minuete; pero en la isla comienzan a estar en boga la contradanza francesa, la galop y el wals. El insoportable calor del clima hace que los mayores placeres sean los de la inmovilidad, y que todo movimiento o ejercicio sea una fatiga. A la una de la madrugada se concluía el baile, y solo continuaron en su diversión los jugadores, pues estos no se despidieron hasta el amanecer.
Entretanto fui a recorrer la ciudad, y la hallé sumamente pobre en monumentos, cenagosa, sucia, desaseada y habitada por una población de 112 000 almas. A cada momento era detenido mi volante por la concurrencia de los carros de transporte, las recuas de mulas y negros, los entierros y las procesiones. Como yo era todavía bisoño en el estudio de las costumbres locales, no pocas veces faltó poco para comprometerme con las autoridades del país. Entre otras hay una que exige que todos los volantes que se encuentren con el Viático sean puestos a la disposición del vicario; y como yo no tenía ningún conocimiento de esta costumbre, resistí constantemente hasta que supe que conculcaba las exigencias de la ley común.
La ciudad es casi intransitable en el verano por razón de las continuas lluvias, tanto que el centro de todas las calles se convierte en una especie de laguna cuya profundidad es muy difícil de sondear; y no es posible averiguar las calles que son vadeables y las que no lo son. Sin embargo no es este el único punto sobre que está perjudicada la Habana, puesto que su insalubridad corre parejas con la poca seguridad que ofrece a sus vecinos. Con efecto, a las diez de la noche ya no se puede andar por las calles en razón del gran número de rateros y salteadores que las tienen avasalladas por el derecho de las tinieblas. En Cuba, así como en muchos puntos de Italia, ocurre con frecuencia el poner precio a la vida de un hombre: por una onza de oro asesinan los negros al inerme transeúnte, sin que nadie salga a su defensa, pues en vez de abrir las puertas a sus clamores, todos los vecinos las atracan más y más. Al trasponer del sol se esparcen por toda la Habana el terror y el egoísmo, sin que de nada sirvan absolutamente ni su guarnición ni su gobernador.
El palacio del gobernador está en la Plaza de Armas frente del palacio del intendente. La arquitectura de ambos edificios tiene un no sé que de bastardo, aunque su aspecto general no carece de pompa ni de nobleza. Sus frontispicios están exornados de arcadas y ventanas que ofrecen un hermoso punto de vista. En frente del palacio del gobernador hay una capilla edificada, según quieren suponer, en el mismo sitio en que se celebró la primera misa cuando el descubrimiento de Colón. No hace muchos años que se veía en ella la inmensa ceiba que daba sombra al sacerdote y a los fieles.
Los únicos monumentos de la Habana consisten en algunas iglesias antiguas de arquitectura casi árabe. Al lado del altar mayor de la catedral se ve un retablo que figura la cabeza de Cristóbal Colón ceñida de una diadema. Pretenden que los huesos de este grande hombre yacen bajo la pared del retablo, pero esto no está fundado sino en la vana pretensión de muchas Antillas; supuesto que es bien sabido que Colón murió en Valladolid de España. Sea como fuere, lo cierto es que esta catedral, lo mismo que todas las iglesias de la colonia española, es un asilo privilegiado para los malhechores: un ladrón, un salteador de caminos está en salvo con tal que toque la pared del lugar santo.
Hacía ya una semana que me hallaba en la Habana y ya estaba habituado a las costumbres del país. La semana siguiente la empleé en correrías por el interior de la isla. Primeramente visité la Regla, población situada a un cuarto de legua de la ciudad y guarida de los forbantes que infestan el golfo de Méjico. Sus moradores pertenecen a una raza anfibia que tiene dos elementos y dos existencias: en tierra vive según las leyes, mostrándose obediente, cumpliendo escrupulosamente con sus deberes religiosos y frecuentando las iglesias y templos; pero a bordo olvida de todo punto su pacto con la sociedad, acomete, degüella, saquea, extermina y reta a la justicia humana sentada sobre el oro de su botín. Como este comercio enriquece la Regla, no es extraño que en la plaza del pueblo se vean veinte, treinta o cuarenta mesas de juego en acción permanente. Estas mesas están rodeadas de monteros que arriesgan hasta dos o tres doblones de a ocho a la vez. Por lo común traen un sombrero de paja, una camisa y un pantalón de tela listada, teniendo el machete a su lado y el cigarro en la boca.
Fui a ver un combate de gallos, espectáculo tan común en las colonias españolas. A mi llegada se daba principio al juego: los campeones se lanzaron al palenque unos sobre otros, con una especie de rabia; pero poco a poco fue amainando su fogosidad, y en breve quedó cubierta la arena de heridos y vencidos. En vano los propietarios, temblando por sus apuestas, procuraban reanimar las fuerzas de sus atletas; pues habían perdido su veleidad guerrera. Cuando quedó bien demostrado que los vencidos cedían el puesto, se arreglaron los beneficios y las pérdidas.
Esta manía de combates de gallos no está circunscrita a las clases populares, pues los hidalgos, los grandes y los gobernadores mismos están tocados del mismo mal. Entre ellos puede citarse el general Vives, el cual se ocupaba más de la salud y de la educación de sus gallos que de la felicidad de la colonia. Tenía en su palacio un corral magnífico con distintos alojamientos para cada uno de sus alumnos; en los cuales estaban escritos sus nombres, su genealogía y sus hazañas más eminentes. Las ocupaciones del general Vives le dejaban aun bastante tiempo para escribir sobre los gallos un libro clásico titulado Gallomachia. Nobles y graves estudios de un gobernador colonial!
Después de la Regla fui a ver la aldea de Guanajay, el pueblecito de Hoyo-Colorado, el distrito de San Marcos y la ciudad de Matanza situadas en la campiña de Cuba, que si bien es árida y triste en algunos puntos, tiene distritos enteros pingües y pintorescos. El aspecto general de los territorios más deliciosos consiste en la perspectiva de algunas montañas arboladas, collados, valles, calles de palmeras, sotillos de limoneros y arcos de bambúes; pero entre todos descuella el distrito de San Marcos que puede considerarse como delicioso jardín. Sus tersas llanuras están cubiertas de una tierra encarnadina que produce toda clase de frutos a pedir de boca. En esta zona privilegiada, se ven con abundancia dilatados pórticos de cocos, grupos de naranjos que cuajan el suelo de dorados frutos, calles de ananás, rosales odoríferos y una muchedumbre innumerable de árboles frutales. No se conoce el invierno en este Edén, pues siempre está cubierto de hojas, de flores y de frutos.
En aquel mismo distrito vi muchos cafetales e ingenios. Los primeros forman por lo común una especie de tresbolillos más o menos extensos, y cuyos plantíos solo tienen cuatro pies a lo sumo de elevación. Están separados uno de otro por un intervalo de quince a veinte pies ocupado por naranjos en flor o cargados de frutos matizados de todos colores, desde el verde subido, hasta el más vivo amarillo. Cuando el café está en sazón, lo hacen secar y lo meten en toneles, a cuyos trabajos preside siempre un intendente blanco o mulato.
No es tan poco duradera y complicada la fabricación del azúcar, por cuanto entre el primer zumo de la caña y el cogucho que recibimos en Europa median otras muchas preparaciones que ocupan millares de brazos. Estas preparaciones se hacen generalmente por la noche a la luz de grandes hogueras y al canto monótono y desentonado de una multitud de negros: parece en realidad una orgía sabática que se trasluce confusamente a través del vapor y de la humareda. Aquí los negros se pasan de mano en mano las cañas que amontonan; allí las deslizan bajo enormes cilindros que las absorben y las brozan; acá se excita a los bueyes; allá se cuida la uva donde hierve el jarope, se espuma la clarea y se procura averiguar el instante preciso de la cocción. Por todas partes se ve fuego, vapor, semblantes negros y aceitosos, brazos en actividad, hombres, mujeres y niños apiñados en torno de inmensas calderas de ebullición, y en medio de aquella muchedumbre el intendente, déspota del Ateneo, contramaestre blanco ejerciendo sobre los infelices trabajadores los derechos del látigo y de la prisión, el intendente obedecido al menor de sus signos, terror de los esclavos que contemplan el machete temblando de pies a cabeza.
Sin embargo estas risueñas campiñas además de sus ventajas naturales tienen sus inconvenientes y sus plagas. En medio de su rica vegetación solo deberían encontrarse las aves particulares a las latitudes ecuatoriales, aquellas aves cuyo plumaje es matizado de colores tan vivos, los papagayos, las cotorras, los colibríes y los tangaras; pero también pululan en ella algunos animales maléficos, tales como los músticos, unas arañas monstruosas, escorpiones enormes y una bestia negra denominada mancaperro, por razón de que envenena a los perros que toca. Por la noche, antes de acostarse, es preciso pasar revista de los vestidos, porque sucede con frecuencia que están plagados de escorpiones cuya herida es muy peligrosa. Encuéntrase también otro insecto que los habitantes denominan nigua (ulex penetrans de los naturalistas), especie de pulga casi imperceptible. Este insecto se introduce en la piel y penetra y se desarrolla en ella; y si bien es muy incómodo y sumamente desagradable, sin embargo no es tanta su malignidad como han querido suponer. Las niguas no ofrecen absolutamente peligro alguno cuando se quitan inmediatamente, y las mulatas tienen mucha destreza en sacar el insecto y curar el pie con trabajo y aceite. Las piernas de los negros están cuajadas de niguas que hacen muy escabrosa su cutis; pero cuando se internan entre las uñas son mucho más difíciles de sacar.
El reino vegetal tiene también sus peligros en la isla de Cuba. En las montañas más altas se encuentra el misterioso guao (comoclada dentata), especie de árbol ponzoñoso que causa dolores intensísimos, sin que sea necesario el contacto. Hay exhalaciones sutiles que descienden sobre la cabeza del viajero, y le dañan la cara, las orejas, las manos y los pies. Las partes lesionadas se hinchan terriblemente, y el individuo se ve sobrecogido por la fiebre. El guao tiene el tronco fuerte, las ramas anchas, las hojas cortas y delgadas, y solo crece en las partes elevadas.
Otra plaga de las campiñas de Cuba son los negros cimarrones acampados en San Tomas, o montañas de San Salvador y de Cuzco. Estos negros descienden en gran número a los cafetales aislados, y se entretienen en pegarles fuego; por cuyo motivo les dan caza como a bestias feroces.
La población de Cuba puede dividirse en cuatro clases, a saber, los blancos, los mulatos libres, los negros libres y los negros esclavos. Los blancos europeos o criollos han conservado los trajes y usos españoles, bien que modificados algún tanto por los de la colonia. Los más ricos atavíos, los vestidos de seda, los encajes, los abanicos de lujo, los peines de concha, las sombrillas, los diamantes, las perlas, los rubíes, las esmeraldas, nada es ignorado de aquellas damas, que sin el menor reparo sacrifican los doblones de a ocho a sus caprichos y a sus veleidades. Es verdad que las mulatas y las negras libres se desviven por igualar a esas nobles y distinguidas señoras, pero su falta de recursos no les permite satisfacer sus deseos. Sus vestidos consisten en general en ropas de la corteza del tajilla (líber), adornadas de insectos fosforescentes (elater) colocados en la cintura y en los pliegues de tal suerte que no pueden moverse. Las señoras de encumbrada alcurnia mantienen también de esos insectos y los nutren con el zumo más delicado de la caña dulce.
La cocina de los europeos es enteramente española, pues su plato principal consiste en la olla podrida, y en todas las demás sobresale la grasa. Ordinariamente las funciones de cocinero están a cargo del calesero, que es el factótum de una casa habanera. En caso de necesidad el calesero cuida los caballos y hace bailar las damas al son de su guitarra, hace la corte a las negras de la ranchería y ocupa el lugar del amo.
El servicio más variado y más apetitoso de una mesa habanera son los postres, pues en ellos figuran muchísimas especies de frutos, tales como la banana, la naranja, la granada, el limón, la nuez de coco, el albaricoque de Santo Domingo y el tamarindo.
Existe entro las clases altas un uso singular y bastante generalizado, tal es el de enviarse uno a otro desde la mesa manjares sabrosos enfilados en el tenedor. Este obsequio es reputado como un favor muy grande, lo mismo que de parte de una dama el galanteo de beber en el vaso de un caballero antes que este lo haya probado.
Estaba yo bastante habituado a todas estas costumbres, a esa cocina sobrado plagada de especias, a esos cumplimientos algo extravagantes, a esa flema inalterable y monótona; pero una cosa no pude aguantar por mucho tiempo y fue el genio taciturno de los hombres y de las mujeres en las reuniones nocturnas. El caballero presentado debía sentarse en una especie de silla con respaldo, y cada uno está muellemente repantigado en ella, en medio de vastos salones, cuya triste aridez hacen resaltar más y más algunos muebles esparcidos por acá y acullá. En estas reuniones no se hace más que dormir, pues hablar es una fatiga, y al despertar se bebe un vaso de agua y se despide. Estas reuniones, el teatro, los bailes y los conciertos constituyen todas las diversiones nocturnas de la Habana.
Es cierto que tales costumbres me habían decidido á marcharme de esta ciudad, cuando sobrevino una verdadera plaga. Acababa de manifestarse en Cuba el vómito negro o fiebre amarilla, y se habían señalado ya algunos casos en la Habana y en Matanzas. Uno de nuestros pasajeros del Jefferson había muerto al cabo de algunas horas, y el mismo encomendero, muchacho joven y robusto, herido por la mañana, daba por la noche serias inquietudes. En ningún modo permitió mi tía que estuviese por más tiempo expuesto a los peligros de aquella peste. Los caballos estaban ya uncidos a los volantes; toda la casa se hallaba en pie, y querían a todo trance que pasara a vivir en una deliciosa quinta situada en las montañas de San Salvador que pasaban plaza de oreadas y salubres y no visitadas jamás por la fiebre amarilla. Iba ya a partir, cuando prevalecieron mis ideas favoritas: «No, dije a mi buena tía, prefiero abandonar la isla; pues llevo intento de visitar algunas de las Antillas y pasar al continente.» Después de las más vivas instancias acordamos que arreglaría mi pasaje con el primer buque que se hiciese a la vela para Puerto Príncipe. El calesero de la casa, José, tomó a su cargo este negocio, y como el día siguiente se hacía a la vela una pequeña goleta, fui a ajustarme con el capitán.
Durante las veinte y cuatro horas que me quedaban, observé de cerca las faces de la terrible enfermedad, examiné el triste aspecto de la ciudad, oí el tañido de veinte campanas que anunciaban la muerte por dondequiera, tropecé varias veces con el viático y vi por todas partes iglesias abiertas y sacerdotes atareados. A pesar del temor de mi tía, fui a visitar al encomendero del Jefferson, que desde la víspera estaba vomitando sin cesar, y como su cabeza estaba perturbada no acertó a reconocerme. Dos horas después, volví a presentarme a bordo con el mejor médico de la ciudad, pero en vano; la fiebre había llevado el enfermo al sepulcro.
El vómito negro solo ataca comúnmente a los europeos no aclimatados, y respeta a los criollos y a los negros. Este azote, lo mismo que el cólera y las viruelas, es un misterio incomprensible, aun para aquellos que han estudiado sus vicisitudes. Los médicos de buena fe confiesan su impotencia en lo tocante a esta enfermedad, y los mismos empíricos han agotado todos sus remedios sin encontrar ninguno harto eficaz. La ciencia humana se ve precisada a humillar su frente ante este terrible instrumento de la muerte, pues si la enfermedad cede es tan solo por efecto de los recursos de la naturaleza y los cuidados de las negras, más experimentadas en este punto que los doctores más hábiles y más acreditados.
Capítulo I de Viaje pintoresco a las dos Américas, África y Asia, publicado en francés bajo la dirección de M.M. Alcide D´Orbigny y J. B. Eyriés, Tomo I, Barcelona, Imprenta y librería de Juan Oliveres, 1842, pp. 1-10.
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