miércoles, 19 de octubre de 2011

Jesús Castellanos: La agonía de "La Garza"





 Vuelto a mi playa querida, pregunté por los míos. Mi playa es esa costa chata y riscosa que se duerme en línea temblona más allá del gran boquete de Cárdenas. Los míos son toda aquella población ruda y sincera: Lucio el pescador de agujas, Josefa la vieja tejedora de mallas, Anguila el chico que preparaba la carnada, Pío el carbonero. Gaspar el brujo.
 -¿Pío?... ¿Gaspar?... ¿Pero no sabe usted lo que les pasó?... ¡Pos si hasta los papeles hablaron de eso!...
 Y en un ángulo del bodegón, entre dos tragos de aguardiente, me contaron el terrible episodio que huele a marisma, a vientre de monstruo, a carne atormentada. "En el nombre del Padre"... Perdonad que me persigne.
 Fue el mismo Pío quien lo contó a algunos hombres de mar cuando su razón, como un ave desenjaulada, se escapaba ingrata de su cerebro. Aquel Pío no tenía más apellidos, tal vez ni recuerdo de padres, como si de aquellos manglares verdes hubiese brotado. Su edad acaso madura, por el tono amarillento de su barba arisca, parecía joven por la recia arquitectura de sus hombros. Vivía lejos de toda población, y frente al viento del Norte que pasaba iracundo por aquella tierra muda y desolada, apilaba sus hornos de carbón, en espera de los arrieros que hasta allí se aventuraban de mes en mes. Cerca de su bohío, al canto de un gallo, otro carbonero, el negro Gaspar, apilaba también sus leños secos de mangles, de hicacos, de peralejos retorcidos; y menos mal que en su choza reían las voces de la parienta y los dos chiquillos ayudándole en la faena. Y más allá el desierto, y en redor el silencio. Sobre el paisaje simple, donde muy alto a lo lejos azuleaban montañas como una promesa de salud, ascendían lentas las dos columnitas de humo; y eran suaves, y eran trémulas, y eran humildes, como plegarias aldeanas.
 Era una época mala. Aquel mes no se oyeron cencerros por los uveros de la playa. En las tiendas lejanas a donde llevaban Pío y Gaspar las alforjas alguna vez, oyeron hablar de crisis, de que la seca había empobrecido a todo el mundo. Tal vez. Y lo aceptaban como una cosa inexplicable, porque para ellos el aire se hacía oro más allá de aquellas montañas de esmalte. Vieron pasar iguales otros dos meses, mientras el mar empezaba a mugir y a empenacharse, recibiendo el otoño. Había que ir a Cárdenas, ¡qué remedio! "La Garza", la vieja balandra de Gaspar, herida en los costillares, haría el viaje, y en ella irían todos para que ningún hombre tuviera que esperar al retorno... Se remendó la vela; se calafateó con copal y espartillo. Los negritos enseñaban los dientes como pulpa de coco.
 Aprovechando el terral que los empujaba afuera echaron toda la vela frente al sol que se desleía en púrpuras violentas. A proa, junto al palo, habían metido los treinta sacos de carbón; y en el centro se acurrucó Pío, con la negra y los chicos, mientras Gaspar, la escota a la mano, daba con su cabezota una mezcla esponjosa y negra a la arena ambarina de la playa. Eran aguas de estero, dóciles y sin ruido, y "La Garza", limpios los fondos por la prolongada carena, saltaba ágil, haciendo gemir el mástil flojo de la calinga. La vela y el foque se ennegrecían sobre la tapicería oriental del horizonte, como las abiertas de un alcatraz errante.
 Pero más allá del estero, guardado por la barra de islotes muertos como enormes cocodrilos, una línea blanca de espuma les esperaba. Las olas fueron haciéndose gruesas, pesadas, olas de almidón cocido, y "La Garza" adelantaba poco, casi reculando ante el instinto de un peligro. Al fin tomaron una pasa estrecha entre dos puntas mordidas por las espumas, de donde se levantaron gaznando bandadas de gaviotas. Una ráfaga de aire salitroso les saludó brutalmente y la chalupa crujió hincando la proa, en una tosca reverencia. La palpitación enorme del mar libre se dilataba hasta el horizonte, dando temblores de fiebre a los encajes de cada ola. De pronto se hizo calma, en un minuto apenas; y ya fue un noroeste húmedo, desigual. Se hizo más difícil remontar el mar para entrar directamente en la gran bahía. Gaspar, recortando el trapo, comenzó a voltijear junto a la playa.
 Cerró la noche a mitad de aquellos esguinces. A lo lejos una luz rasando el agua comenzó a parpadear dando trazos geométricos a las olas cercanas. Era el faro de Bahía de Cádiz clavado del otro lado de la línea azul. Casi en el mismo instante una gaviota puso su marcha fugaz sobre el punto de luz.
 -¡Jesús! -gritó la negra santiguándose-:  ¿Qué desgracia vendrá?
 Los demás no hablaron. Gaspar miraba a las nubes. Pronto comenzaron las rachas duras que acometían bruscamente a la vela. Hubo que ponerle rizos. Más no bastó; una ráfaga súbita abofeteó el trapo por la banda de babor.
 -¡Larga la escota! -gritó Pío.
 Pero la cuerda enredada en la cornamusa resistió un segundo, y allá fue rodando, infeliz, sin fuerzas, la vela con la gente y la carga. Por fortuna la escota rodó al fin y el mástil chorreando agua se irguió de nuevo. "La garza", aullando por todas sus viejas heridas, cojeando con el peso de los lingotes corridos a una banda, volvía a dar la cara al mar; pero los treinta sacos de carbón habían rodado al abismo negro. El mar, ávido y despótico, se había tragado en un sorbo el trabajo de tres meses miserables.
 Pío soltó un juramento y Gaspar no pudo contener dos lagrimones, ante los ojos desbordados de los negritos, calados de agua.
 -Vamos pa atrás -masculló imperiosamente, amarrando de nuevo la lona.
 Un momento creyeron haber perdido el rumbo en la negrura de la noche ya cerrada. Pero el faro les envió desde allá abajo un guiño protector. Tomaron el viento a un largo, entre terribles bordadas que arrancaban gritos a la negra y a los negritos.
 -¡A remo! ¡Vamos a remo!
 La negra, hecha a tostarse en las solanas de la pesca, comenzó a temer a las sacudidas crecientes. Pero Gaspar se obstinaba en aferrar la vela. Y he aquí que en uno de los golpes de viento un quejido agrio recorrió el palo y doblándose por su base se recostó sobre el agua con todo el peso de la vela. Y fue la decisiva. Una ola enorme favoreció la vuelta, y a poco lentamente, en golpes convulsivos como las náuseas de un enfermo, fue girando el casco hasta poner al aire la quilla mojada, llena de mataduras. Braceando desesperados cinco cuerpos flotaron en su torno hasta coronar la quilla, como inundados que esperan la muerte sobre el caballete de sus casas.
 Y comenzó el capítulo dantesco. Al ruido del agua, al olor de la carne humana que se prodigaba, un remolino pequeño se produjo allí cerca y, rasgando el moaré negro, asomó visible, siniestra, terrorífica, una espoleta cartilaginosa. Nadie chistó, pero por todos los poros brotó un sudor frío. El tiburón, más temible que los huracanes y los incendios, estaba allí, esperando... Y al primer remolino siguió otro, y otros, y en breve hubo un radio pequeño en que una tribu de monstruos, mantas, tiburones, rayas se disputaban a dentelladas la presa futura, siguiendo las oscilaciones de una caja rota en medio del mar, adornada con cinco espectros a manera de cresta.
 Sobre el bote volcado, todo era un mundo de temblores. El faro, inmutable e irónico, les saludaba mostrándoles todavía la energía del hombre, dominadora del mundo. Pero la familia de monstruos se impacientaba y sus feroces tumultos súbitos esparcían sobre las espumas un hedor acre. Acaso el hambre les dio ánimo y uno de los escualos, sacando su masa blancuzca sobre el agua, acometió un costado de la barca. Del grupo salió un aullido múltiple, y uno de los muchachos, desmadejado, se deslizó sin ruido de junto a su madre
 -¡José!... Condenao, ¿dónde estás? -gritó la negra.
 Un ruido brusco de huída, y después un barboteo del agua, al otro lado, les contestó. Gaspar se incorporó convulso: una tintorera ágil como una anguila, saltaba sobre el muchacho; y fue un clamor agudo como el de un cuerpo apuñaleado... Las fauces chapotearon, las aletas chocaron con fofo rumor...
 Gaspar el negro perdió la razón en aquel minuto: salvaje, vuelto a su gallardo abolengo africano, se lanzó al agua, puñal en mano, abrazando frenético un lomo pizarroso que le huía. Seis, ocho, diez tiburones engodados, codiciosos, se repartieron sus pedazos poniendo un charco tibio y rojo en la gran masa de agua fría.
 Los tres que quedaban eran tres idiotas. Habían asistido a la escena como en sueños, hipnotizados, sólo conscientes para prenderse a la quilla carcomida enterrando las uñas en la madera. La noche siguió reinando sobre sus cabezas, y el viento, harto tal vez, empezó a amainar aquietando poco a poco el crepitar fúnebre de las olas.
Pasaron los minutos; tal vez fueron horas. Los tiburones, después de rozar muchas veces el casco hueco con tenaz avidez, fueron abandonando el ojeo. De pronto un ligero estremecimiento de la barca los sacó de su estupor; el muñón del mástil tocaba fondo seguramente. Una lucecita débil se encendió cerca, tal vez a pocas brazas. ¡Salvados! Un egoísmo feroz, ese egoísmo desenfrenado de los náufragos, les hizo olvidar a los muertos.
 -¡Auxilio! -demandaron a las sombras circundantes.
 El negrito, con la bella inconsciencia de sus doce años, no dio tiempo a que lo pensaran, y probando primero con un leve manotazo en el agua si en verdad habían desaparecido los tiburones, se lanzó al agua hasta tocar la arena del fondo. Era una playa sin duda: la vela subía hasta la superficie y el chico podía tenerse en pie y caminar hacia delante. La negra trató de retenerlo en vano...
 -¡Yeyo... Yeyooo! -gemía llorosa.
 -Espera -murmuró Pío-; él vuelve.
 Los ojos de la negra no veían nada: sólo aquella luz agujereando la noche como para abrir una salida a su desesperación, la fascinaba. Torpe y lenta, dejó ir balbuceando lamentaciones como un niño su grasa hacia el agua, irguiendo en balance súbito la proa donde Pío se acurrucaba; el agua dormida le abrió paso... Y debió recibirla con amor, porque a poco sus respuestas fueron débiles; y luego nada; luego sólo la noche callada y el quejido doliente de la barca vieja.
 Pío, el carbonero, pudo ver crudamente toda su situación de abandono. A corta distancia tal vez había una tierra donde todos dormían sosegados, seguros de su suelo y de su techo; no muy lejos tampoco surcaban el mar enormes transatlánticos punteados de luces, atestados de gente feliz, de marinos que formaban su porvenir y ricachones que se hacían el amor sobre los mimbres de popa. Los talleres hervirían aún palpitando de fuerza, y en los lupanares correría sin freno la orgía. Sólo él, en medio de la humana cadena que se deseaba y se apoyaba, en mutuo esfuerzo, era el eslabón perdido que a nadie le hacía falta. Y de ningún puerto saldría a buscarlo una barca de salvamento. Levantando el puño en alto lanzó una imprecación a las estrellas, testigos irónicos de su agonía; y en el cerebro le iba penetrando algo negro como tinta.
 -¡Acabemos! -se dijo, arrojándose al mar frente a aquella luz que parecía alumbrar la ruta de la muerte. De repente le faltó el terreno.
 -¡Aquí es! -murmuró.
 -¡Mi madre!...
 Pero pudo rehacerse y ganar su posición anterior. Un corte de la roca submarina, a ángulo recto, cerraba allí la tierra alfombrada de arena en que habían varado. Junto al cantil resbalaba violenta y terrible una corriente profunda, que no habían podido vencer seguramente la negra y su hijo.
 De pie en el borde escarpado, sin avanzar ni retroceder, sin vestigios del casco destrozado, se estuvo allí el náufrago hasta el alba, sonriente como una querida largo tiempo esperada. La marea subiendo poco a poco le hizo muchas veces cerrar los ojos y rezar un padre nuestro para morir. Y hubo unos minutos en que ahogándose tuvo que levantar la barba para que sobrenadase la cara como una medusa flotadora...
 A la madrugada los recogieron los obreros de una draga que trabajaba frente a la bahía, a muchas millas de la ciudad. Después apagaron tranquilamente la luz de una lámpara de señales, de una lámpara que tubo aquella noche un gran papel y que fue homicida sin saberlo.
 Cuando pudo hablar Pío y contar este relato se vio que lo mezclaba con palabras incoherentes. A los pocos días hubo que ponerlo en observación.


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