Felipe tuvo la oscura sensación de que el estrépito del despertador lo perseguía, como un pez vertiginoso, entre las aguas del sueño. Notó apenas, no bien despierto aún, que su mujer, acostada a su lado, se revolvía en el lecho. Abrió entonces los ojos. Y, al advertir que un rayo de luz caía cual una pita dorada del dintel de la puerta, saltó al suelo con los pies desnudos. A tientas buscó el pantalón y la camisa, colocados sobre un cajón, junto a la cabecera de la cama. Se calzó después unos zapatos desprovistos de cordones y se encasquetó una gorra mugrienta. Extrajo del bolsillo de la camisa una caja de fósforos y encendió el farol de petróleo.
Asfixiaba en el cuarto una atmósfera pesada y acre, hecha de olor a humedad, sudores agrios y miseria. Felipe se volvió. Y sus ojos opacos, distraídos, reposaron en el cuerpo de su mujer. Se hallaba tendida boca abajo, con la cabeza entre los brazos cruzados. La tapaba a medias una sobrecama de falsa seda azul, descolorida y sembrada de costurones. Mostraba al descubierto una pantorrilla, sobre la cual, después de revolotear un instante, se posó una mosca. A su lado, un recién nacido dormía con las piernecitas dobladas y los bracitos recogidos sobre el pecho, en la posición que guardara en el claustro materno. Los otros tres muchachos estaban arracimados en una colombina, delante de la cual, para evitar que rodasen al suelo, se alineaban tres sillas desvencijadas. Uno de ellos, después de removerse, inició un canturreo inarticulado. Felipe, afelpando en increíble suavidad su mano ruda, lo meció lentamente, sobándole las nalgas. El niño exhaló un largo suspiro. Luego se calló.
El solar comenzaba a ponerse en pie, al llamado de la mañana. Se oyó el rechinamiento de una puerta metálica, abierta de un violento empujón. Después, a la distancia, el chirrido de un tranvía. Y enseguida, a un tiempo mismo, el ronquido de un motor y el grito estridente de un claxon. Un hombre se dobló en una tos áspera y desgarrada, para concluir gargajeando groseramente. Al través de la puerta cerrada se filtró el claro chaschás de unas chancletas. Una voz infantil sonó alegremente y le respondió la de un hombre. Se abrió una pausa. Y la voz infantil tornó a sonar con jubiloso asombro: “Papá, mira cómo mira la perra pa ti”.
Felipe tomó la canasta que guardaba sus avíos de pesca —las pitas, los anzuelos, las plomadas, un galón para el agua— y se la puso debajo del brazo. Dirigió una última mirada a la colombina en que yacían sus hijos y salió del cuarto.
En la puerta del solar saludó a una vieja tan vieja, arrugada y consumida, que era apenas la sombra de una mujer:
—¿Ambrosio cómo sigue? —le preguntó.
La vieja deformó su rostro en una expresión de angustia:
—Mal, m‘hijito, muy mal. Mersé buscó anoche al médico de la casa de socorros, porque estaba muy malo; pero no quiso venir, porque dice que no sé qué, que no le tocaba; pero que ahora por la mañana vendría otro, que aquí lo estoy esperando. Yo creo que se muere, m‘hijito.
—Eso nadie lo sabe. A lo mejor se pone bueno y nos entierra a to‘s —dijo Felipe, impulsado por el deseo de reanimar a la vieja.
La evocación circunstancial de la muerte, sin embargo, entenebreció sus pensamientos. Y, de súbito, al reanudar su camino, advirtió que estaba recordando un incidente del cual había sido protagonista la tarde anterior. Provocado por uno de esos actos abusivos que trasforman en homicida al hombre más pacífico y ecuánime, pudo haber tenido consecuencias trágicas. La cuestión había surgido por unas aletas de tiburón. Desde hacía mucho tiempo, Felipe, como los demás pescadores de La Punta y Casa Blanca, evitaba pescar la citada clase de escualos. Un decreto del presidente de la república había concedido el monopolio de tal pesca a una compañía que, en la imposibilidad de realizarla por su propia cuenta, trató de explotar inicuamente a los pescadores particulares. Hasta entonces la pesca del tiburón había sido el sostén de numerosas familias pobres del litoral. Un asiático, comerciante de la calle Zanja, compraba, para salarlas y exportarlas a San Francisco de California, aletas y colas de tiburón, que constituyen, con el nido de golondrina y la sopa de esturión, los manjares más preciados de la cocina china. Pagaba dos pesos por el juego de aletas. Lo cual resultaba un buen negocio para los pescadores, habida cuenta de que se beneficiaban, además, con el resto del animal: el espinazo, con el cual fabricaban curiosos bastones, que parecían de marfil; los dientes, pregonados como amuletos contra la mala fortuna, y la cabeza que, una vez disecada, era vendida como souvenir a los turistas americanos.
Y he aquí que, inesperadamente, habían dictado aquel maldito decreto, que, como un ariete, empujó al comerciante chino fuera del negocio. El asunto, sin embargo, no pareció excesivamente malo al principio, cuando solo era dable atenerse a la teoría. Arribaron al litoral unos agentes de la Compañía Tiburonera y formularon una oferta que los pescadores, sin poder aquilatarla convenientemente, juzgaron razonable. Les comprarían los tiburones, pagándoselos de acuerdo con lo que midieran. Hablaban tan elocuente y rápidamente aquellos hombres, que los pescadores aceptaron la proposición, jubilosos y hasta con un poco de gratitud. Pero enseguida pudieron constatar que habían sido engañados. La cosa no era como la pintaran los agentes de la compañía, y para que un bicho valiera un peso debía tener proporciones que escapaban de las medidas corrientes. Además, era preciso entregarlo completo, sin que le faltase la cola, ni una aleta, ni un pedazo de piel siquiera.
Los pescadores, sabiéndose defraudados, comenzaron a protestar, reclamando un aumento en el precio. Pero la compañía, sin pararse a discutir, les impuso temor, hablándoles del decreto presidencial que la amparaba y amenazándolos con la cárcel. Comenzó entonces a ejercer tiránicamente su derecho. Y, para no ser burlada, tuvo a su disposición la policía del puerto, que, estimulada por un sobresueldo subrepticiamente abonado por la compañía, derrochaba más celo en sorprender a los pescadores furtivos de tiburones que en perseguir a los raqueros y contrabandistas. Aquello resultaba una intolerable injusticia, agravada por el hecho de que la compañía todo lo aprovechaba en el tiburón. Vendía las aletas a los chinos, los huesos a una fábrica de botones y la piel a las tenerías. Del hígado extraía un lubricante excelente, expendido en el mercado como aceite de ballena. Y, como si eso todo fuera poco, salaba los cazones —tiburones de pocas semanas de nacidos— para venderlos bajo el rubro de “bacalao sin espinas”.
Todo ello hizo que, al cabo de cierto tiempo, los pescadores determinaran no pescar tiburones. Y si, a pesar de sus propósitos, alguno se prendía al anzuelo cuando estaban agujeando, preferían matarlo y abandonarlo descuartizado en el mar, antes que cedérselo a la compañía por treinta o cuarenta centavos.
Felipe, naturalmente, había imitado la conducta de sus compañeros. Pero, como él decía: “Cuando las cosas van a suceder...” Hacía ya tres días que estaba yendo al alto y no había logrado pescar un pargo, ni un cecil, ni siquiera un mal coronado que, aunque propenso a la ciguatera, encuentra siempre compradores entre fonderos sin escrúpulos que, a cambio de ganar unos centavos, se arriesgan a intoxicar a sus clientes.
Y de pronto, un tiburón había venido a rondar su bote. Era un cabeza de batea, de unos quince pies de largo, con las aletas grandes y anchas como velas de cachucha. Instintivamente Felipe inició un movimiento hacia el arpón, pero se sintió inmediatamente frenado por la idea de que no debía pescar tiburones. Y se puso a contemplar el escualo, que semejaba un gran tronco oscuro y flexible. Eso era: un tronco, un verdadero tronco. ¿Cuánto podría valer? Felipe calculó que cualquier chino de Zanja daría, sin discutir, dos pesos por las aletas y la cola. En realidad, debía tomar aquellos dos pesos que el mar le deparaba generosamente en unos momentos de penuria extrema. Dos pesos eran tres comidas abundantes para sus famélicos hijos. Pero, ¿y la policía? ¿Y los agentes de la Compañía Tiburonera? En el Malecón vigilaba siempre alguno de aquellos malos bichos, en espera de que regresasen los botes pesqueros, para ver si traían tiburones o aletas. Y si bien a veces se conformaban con decomisar la pesca, otras veces, y no raras, por cierto, se obstinaban en arrestar a los pescadores. Y después, ya era sabido: cinco pesos de multa en el juzgado correccional, donde ni siquiera les permitían hablar para defenderse. No, no era cosa de “buscarse un compromiso” sin necesidad. Total, “no iba a salir de pobre”. Dos pesos, sin embargo, eran dos pesos. Y por mucho que se afanase era posible que aquel día su mujer no pudiera encender el fogón. Al fin y al cabo la pesca es casi un juego de azar y no siempre la suerte corresponde al esfuerzo. ¡Si dependiera de uno el que los peces picaran! ¡Y aquellas aletas allí, al alcance de las manos! Como si dijera, dos pesos...
Bruscamente, Felipe se decidió. Eran dos pesos a su disposición, ¡qué diablo! Rápidamente, para entretenerlo mientras armaba el arpón, arrojó a la voracidad del escualo unos machuelos casi podridos, dos carajuelos blancos, una pintada, toda la carnada que tenía a bordo. El tiburón asomó fuera del agua sus rígidas aletas dorsales, haciendo relampaguear al sol su vientre blancuzco. Engulló uno tras otro, entreabriendo apenas sus fauces de acero, los machuelos, los carajuelos, la pintada. Cuando hubo terminado, se zambulló mansamente, para reaparecer, pocos minutos más tarde, junto a la popa del bote.
El arpón, certeramente disparado por Felipe, fue a clavarse en la nuca del escualo, que se debatió en convulsivos temblores, en tanto su cola frenética zapateaba entre un torbellino de espuma. Unos golpes de porriño en la cabeza fueron bastante para aquietarlo. Y un cuarto de hora después, su cuerpo, limpio de las aletas y la cola, se hundía, girando sobre sí mismo, para servir de pasto a sus congéneres en el fondo del mar. Tras el cuerpo mutilado quedó, como una protesta muda y fugitiva, una estela de sangre.
Felipe, después de ensartar las aletas y la cola en un trozo de pita, bogó hacia la costa. Le era preciso arribar al Malecón lo más pronto posible, para ir temprano al barrio chino, en busca de un comprador. Acaso con Chan, el dueño del Cantón, pudiera llegar a un acuerdo. En último extremo, le cambiaría las aletas por víveres.
Y de súbito había llegado la fatalidad enfundada en un uniforme azul. Apenas acababa Felipe de amarrar su bote al muerto, cuando lo sobresaltó una voz áspera y zumbona:
—Ahora sí que no lo pué negar; te cogí con la mano en la masa.
Y al volverse, con el corazón sobrecogido, vio a un policía que, sonriendo malignamente, apuntaba con el índice las aletas del tiburón. Tras un instante de silencio, el guardia agregó:
—Voy a llevármelas.
Se inclinó para coger las aletas. Pero no llegó a tocarlas, porque Felipe, dando un salto, las levantó en su diestra crispada.
—Son mías...mías... —barbotó convulsamente.
El policía quedó un momento estupefacto, al tropezar con aquella conducta inesperada. Pero inmediatamente reaccionó, anheloso de rescatar su autoridad en peligro:
—Vamos, trae p‘acá, o te llevo p‘alante a ti con las aletas.
Felipe lo observó entonces detenidamente. Era un hombre de menguada estatura, flaco y desgarbado. Su físico precario contrastaba violentamente con su voz estentórea y la actitud de gallo de pelea que había asumido. Felipe contrajo involuntariamente el ceño y los bíceps. Y al sentir el vigor y la elasticidad de sus músculos, se dijo, mentalmente, “que aquel tipejo no era media trompá de un hombre”.
En torno a Felipe y el policía, entretanto, se había formado un corro de curiosos.
—Dámelas, o te va a pesar.
—Dáselas, Felipe —le aconsejó, con voz insinuante, un viejo pescador de tez cobriza. Y cambiando el tono—: ¡Ojalá que le sirvan pal médico!
Felipe sintió como un peso abrumador las miradas de innumerables ojos fijos en él. Y su dignidad de hombre, rebelde a la humillación injustificada, presintió las sonrisas burlonas y las frases irónicas con que después habrían de vejarlo los testigos de la escena. Además, la sensación neta y atormentadora de que era víctima de una intolerable injusticia, lo concitaba a la desobediencia, “pasara lo que pasara”.
—Te estoy esperando. ¿Me las vas a dar o qué?
La apremiante voz del policía era una vibración de cólera y amenaza.
—Ni pa usté ni pa mí —declaró Felipe, dócil a una resolución súbita. Y, tras de haberlas revoleado sobre su cabeza, lanzó las aletas al mar.
El policía, trémulo de indignación, lo conminó a que lo acompañase a la capitanía del puerto. Pero Felipe, en parte porque lo trastornaba el furor y en parte por amor propio, se negó a dejarse arrestar. Nadie presumía el desenlace que podría tener la escena. Pero, afortunadamente, un oficial del ejército, que se había acercado, intervino. Con voz autoritaria le indicó al policía que se tranquilizara y a Felipe que se dejara conducir a la capitanía:
—Lo mejor es que vaya. El vigilante tiene que cumplir con su deber.
Pero Felipe protestó. Y expuso razones. Aquel policía parecía dispuesto a maltratarlo:
—Y yo no se lo voy a consentir. Si me da un palo... ¡bueno! —Y en su reticencia tembló implícita una amenaza.
Al cabo transigió con una fórmula: se dejaba arrestar por el teniente, pero no por el guardia. El militar, que era, por excepción, hombre comprensivo, accedió. El policía aceptó también aquella solución, aunque con visible desgano, porque al aceptarla consideraba mermado el principio de autoridad. Y durante todo el trayecto, hasta la misma capitanía del puerto, estuvo mascullando amenazas. De cuando en cuando alimentaba su cólera mirando de través a Felipe.
Y ahora, mientras caminaba hacia el Malecón, Felipe recordaba todo aquello. Pensó que acaso el policía no hubiese quedado satisfecho. No, seguramente que no estaba satisfecho, y en cuanto pudiera se la cobraría. Mal negocio se había buscado por una porquería de aletas.
Al llegar a la bodega de Cuba y Cuarteles vio al padre del Congo, con quien se había puesto de acuerdo para salir juntos al mar. Le preguntó por él:
—¡Uuuh, ya está en la playa, hace rato!
Apresuró el paso. Y de repente, al doblar por la antigua Maestranza de Artillería, le llenó los ojos la visión de un uniforme azul, erguido sobre el malecón. “Ya se enredó la pita —pensó—. Ése debe ser el guardia”. Lo dominó un instante el propósito de volver sobre sus pasos. Y no era que tuviese miedo. De que no tenía miedo a nadie ni a nada, ni a hombre alguno en la tierra ni al mal tiempo en el mar, podían dar fe cuantos lo conocían. No tenía miedo, no; “pero lo mejor era evitar”. La idea de que había pensado huir, sin embargo, lo abochornó, asomándole al rostro un golpe de rubor. Y avanzó entonces resueltamente, con paso firme, casi rígido, con una tensión nerviosa en que, pese a todo, velaban la expectación y la angustia.
Poco después pudo constatar que su intuición no lo había engañado. Allí estaba el policía del incidente, con su actitud despótica y provocativa, engallado como un quiquiriquí. Ya el Congo había aconchado el bote contra el malecón y estaba colocando el mástil para desplegar la vela. Felipe, al acercarse, notó que el policía lo miraba de reojo.
—...son boberías —afirmó el Congo, continuando su conversación con el vigilante.
Y este:
—¿Boberías...? ¡Ninguna bobería! Yo soy aquí el toro. Mira ese, a la primera que me haga, le doy cuatro palos.
Felipe, sintiendo en lo más hondo la vejación de la torpe amenaza, tuvo la intención de abofetearlo, “pa que le diese los palos”. Pero se contuvo:
—Compadre, déjeme tranquilo. ¿No le basta lo de ayer?
—¿Tranquilo? —Su voz era sarcástica, aguda como la punta de un bichero—. Tranquilidad viene de tranca. Vas a saber lo que‘s bueno cuando menos te lo figures. Te salvaste ayer por el tenientico ese...Pero a la primera que me hagas, te doy cuatro palos.
Felipe logró dominarse aún, tras un enérgico esfuerzo de voluntad. Dirigiéndose al Congo, se lamentó:
—¡Mira qué salasión tan temprano!
El policía se burló.
—¡Ahora estás mansito!, ¿eh? ¡Como no hay gente para defenderte!
Había tal sarcástico desprecio en su voz, que Felipe, perdido ya de cólera, saltó:
—¡Pa defenderme de usté...de usté que...!
La frase se le quebró en la garganta, destrozada por la ira. Transcurrió un minuto que le pareció un siglo. Trató de hablar; pero la cólera era un nudo en su garganta. Un coágulo de sangre espesa que le impedía hablar. Y entonces, incapaz de articular una palabra, tuvo la impresión clara de que su silencio sería tomado por cobardía. Tal idea lo estremeció como un golpe en la quijada. El coágulo de sangre le subió de la garganta a los ojos, de los ojos a la cabeza. Y, ciego y mudo de furor, avanzó hacia el policía con los puños en alto.
Una detonación seca turbó la quietud de la mañana. Felipe, sin comprender cómo ni por qué, se sintió bruscamente detenido; luego, caído sobre el malecón, con los ojos náufragos en el cielo. Advirtió, destacada contra el azul diáfano, una nube alargada y resplandeciente. “Parece de nácar”, pensó. Y rememoró, con extraordinaria claridad, las delicadas conchas que habían decorado sus años de niño menesteroso. Las escogía cuidadosamente junto al mar. Unas eran de blancura perfecta; otras, de un color más tierno: un rosa pálido maravilloso. Tenía muchas conchas, innumerables conchas, guardadas en cajas de cartón, cajas de zapatos casi todas. “Y ahora tengo que comprarles zapatos a los muchachos, que andan con los pies en el suelo”. Este pensamiento, hiriéndolo de súbito, lo devolvió a la realidad. Recordó, en vertiginosa sucesión de imágenes, su disputa con el policía. ¡Diablo de hombre, empeñado en desgraciarlo! ¿Había llegado a pegarle? Una indecible laxitud, suerte de fatiga agradable, le relajaba los músculos. Un inefable bienestar lo adormecía. Y de repente tuvo clara conciencia de que se estaba muriendo. No era laxitud, ni bienestar, ni cansancio, sino la vida que se le escapaba. ¡Se estaba muriendo! ¡Y no quería morir! ¡No podía morir! ¡No debía morir! ¿Qué iba a ser de sus muchachos? Tenía que defender su vida, que era la vida de sus muchachos. Defenderla con las manos, con los pies, con los dientes. Tuvo deseos de gritar. Pero su boca permaneció muda. ¡Muda, muda su boca, como si ya estuviese llena de tierra! ¡Pero aún no estaba muerto, aún no estaba muerto! Y sintió, como una tortura, el ansia de ver a sus hijos. Verlos. ¡Verlos aunque fuese un instante! Sus hijos. ¿Cómo eran sus hijos? Intentó concretar la imagen de sus muchachos, que se le fugaba, desdibujada y fugaz. Oyó lejanamente, opacada por una distancia de kilómetros, la voz del Congo. Y otra voz. Otras voces. ¿Qué decían? No lograba concretar la imagen de sus hijos. Veía los contornos vagos, borrosos, de una fotografía velada. Los párpados de plomo se le fueron cerrando pesadamente. Su boca se torció en un afán desesperado. Y, al cabo, acertó a balbucir:
—Mis... hijos... mis... mis...
Lo agitó súbitamente un brusco temblor. Después se quedó inmóvil y mudo, quieto y mudo, con los ojos contra el cielo.
En el pecho, sobre la tetilla izquierda, tenía un agujerito rojo, apenas perceptible, del tamaño de un real.
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