lunes, 10 de octubre de 2011

Gisèle Freund: Un resorte se había roto en mí


  


  El hecho de haber asistido al congreso de escritores, aunque sólo fuera como fotógrafa, debió de agravar mi dossier en la prefectura de policía. Recibí una orden de expulsión, pero, a diferencia de Rix, me concedieron generosamente cuarenta y ocho horas para que hiciera las maletas. La cuestión era que yo ya no tenía pasaporte y ningún país del mundo querría acogerme.
  Fui a pedirle consejo a Adrienne Monnier. Me había demostrado mucha deferencia y me había invitado varias veces a su casa. Para los extranjeros siempre ha sido muy difícil ser aceptados en una familia francesa. Y más todavía antes de la guerra, cuando los franceses viajaban bastante menos que ahora. Entonces, todo lo que procedía del extranjero era considerado con suspicacia. La hospitalidad de Adrienne había sido extraordinaria. Yo solía frecuentar a otros refugiados, no tanto por la comunidad de lengua como porque nos unía un destino común. La mayoría de mis compañeros no tenían ningún contacto con los parisinos. Si los franceses parecen menos hospitalarios que los americanos, es porque tienen un concepto diferente de la hospitalidad. En Francia, cuando se invita a alguien, se quiere hacer bien, lo cual requiere numerosos preparativos. Por el contrario, en Estados Unidos se invita a un extranjero muy a la ligera, y se le ofrece lo que haya en la nevera. La simpática acogida de Adrienne me convenció de que podía acudir a ella. Le expliqué mi historia. Había sido expulsada, pero no podía irme porque, sin pasaporte, ningún país me dejaría entrar. Pero si no abandonaba Francia, me meterían en la cárcel. Adrienne estaba atónita. Como la mayoría de la gente, consideraba a la policía como un mal social necesario, del que había que mantenerse alejado. Entrelazó las manos como si quisiera hacer una plegaria, un gesto que solía hacer cuando reflexionaba, y me propuso que me instalara en su casa hasta que todo ese asunto se aclarara. El hecho de vivir en una casa francesa me protegería.
  -¡No creo que la policía se atreva a venir a mi casa!
  Su afirmación revelaba su candor. Acepté su propuesta con gratitud y ese mismo día me mudé.
  Al día siguiente fui a la prefectura, a la oficina de expulsiones. La sala de espera estaba abarrotada. Unos policías intentaban canalizar el gentío con más o menos rudeza. El aire estaba enrarecido por el olor a sudor y a tabaco. Toda esa muchedumbre de extranjeros, de hombres y mujeres acompañados, a menudo, por niños, estaba inquieta y atemorizada. Nos dieron tanda. Llegué a las ocho de la mañana y tuve que esperar hasta las tres de la tarde. El empleado, tras su ventanilla, parecía tan abrumado como yo. Le expliqué que no tenía pasaporte. Me escuchó sin hacer ningún comentario y me dio una prórroga de una semana. Al preguntarle por qué me expulsaban, no supo darme ninguna respuesta, ya que no le atañía.
  -¡Arréglese! –me aconsejó a modo de despedida.
  «¡Arréglese!» Esta frasecita tan francesa todavía me resonaba en los oídos mientras volvía a la calle del Odeón. Adrienne me sugirió que me dirigiera a mis profesores de la Sorbona, cuya recomendación estaría libre de cualquier sospecha. Fui a ver al filósofo León Brunschvicg, que me acogió con gentileza y me preparó una carta de recomendación. Charles Bouglé, mi profesor de economía, y Charles Lalo, que me había dirigido la tesis, también me redactaron otra. Pero la muestra de apoyo más calurosa que recibí procedía de Pontigny. Paul Desjardins había fundado las «décadas de la abadía de Pontigny», un lugar de encuentro y de discusión de escritores, profesores y estudiantes de todos los países, entre los que se encontraban André Gide, Roger Martin du Gard, François Mauriac, Charles du Bos, André Malraux, Jean-Paul Sartre…, pero también los ingleses como Lytton Strachey, alemanes como Bernard Groethuysen, Ernst Robert Curtis, Walter Benjamin, o rusos como Berdiaev, Alexandre Koyré… Además de las «décadas», Paul Desjardins había creado en Pontigny  un centro de estudios y de descanso.
  La abadía, de origen cisterciense, está situada en Yonne, en medio de un paisaje de campos surcado por riachuelos y sembrados de hileras de álamos. Un gran jardín lleno de arbustos de ojaranzos rodeaba la casa, adosada a la iglesia. La biblioteca atesoraba veinte mil volúmenes.
  La primera vez que fui a Pontigny fue en 1934. Paul Desjardins, que ya tenía más de setenta años,  me esperaba en la pequeña estación de Saint-Florentin. Alto, aunque un poco encorvado por la edad, llevaba una gran boina de terciopelo.
  Comíamos en el antiguo refectorio de los monjes. Durante mi primera estancia, en la que el porvenir me  parecía tan sombrío, la paz de las viejas piedras y la amabilidad de Paul Desjardins me dieron mucho consuelo. Cuando se enteró de mis dificultades materiales, me propuso que fotografiara la abadía y que vendiera las fotos a los huéspedes. De vez en cuando, me mandaba pequeños giros postales, acompañados de minuciosas listas de gastos escritas a mano. En la carta que me envió dirigida a las autoridades francesas, proponía adoptarme, si eso podía servir de garantía.
  Con la intención de añadir a todas esas recomendaciones la de varios escritores, Adrienne Monnier se dirigió a la Nouvelle reue française. Volvió bastante indignada. La conversación había tenido lugar en el despacho de Jean Paulhan, en presencia de su mujer, Germaine, y de algunos escritores. Jean Paulhan había declarado:
  -Gisèle Freund, ¿expulsada? No me extraña, todo el mundo sabe que vende fotos de desnudos cerca de Notre-Dame.
  -Jean, ¿cómo puedes decir eso? –exclamó su mujer-. Te acabas de inventar esta historia ahora mismo.
  Con todo, Paulhan escribió una carta de recomendación con su admirable letra de calígrafo.
  -Si no tiene pasaporte –dijo un escritor-, ¡puede que sea un agente doble!
  Una explicación de lo más simple para el espíritu imaginativo de un novelista.
  A continuación, Adrienne había ido a ver a la señora Charlèty, la mujer del rector de la Sorbona, que era amiga suya y abonada en su librería.
  -Nunca se sabe la verdad –le había dicho ésta, aconsejándole que no se mezclara en un asunto tan turbio.
  -Dime –me dijo Adrienne, a todas luces confundida-, no habrás fotografiado nada prohibido, ¿verdad?
  Enmudecí. No sabía qué responder. Me sentía abandonada  por todos, sola en la certeza de que no tenía nada que reprocharme.
  Adrienne se sobrepuso de inmediato.
  -Te creo –dijo-. Haré todo lo que pueda para ayudarte. Eres nuestro pequeño caso Dreyfus –añadió volviéndose hacia Sylvia Beach.
  Hoy me hace gracia. Seis millones de judíos fueron asesinados, millones de refugiados sufrieron un destino trágico, pero nosotros éramos la vanguardia, los primeros en llegar a Francia desde la revolución rusa. Nos habían dejado entrar generosamente, pero de pronto la orden era deshacerse de nosotros cuanto antes, con cualquier pretexto. Empezaron por los casos más sospechosos, y un fotógrafo es un individuo peligroso por definición.



  Entregué todas mis cartas de recomendación en la prefectura y al cabo de poco recibí una convocatoria. Adrienne quiso acompañarme. Un ordenanza nos hizo atravesar infinidad de pasillos, descender a un sótano y subir unas escaleras.
  -¿Adónde nos lleva? –le preguntó Adrienne, asombrada.
  -Al segundo despacho de contraespionaje –respondió con indiferencia.
  -Parece mentira que tenga que ir a semejante lugar –farfullaba Adrienne.
  Al fin, llegamos a una estancia que daba al Sena. Un joven vestido con gran elegancia estaba sentado tras su escritorio. Era el secretario personal del jefe de seguridad general. Le habían encargado mi caso. Al parecer, la policía estaba intrigada por el número y la celebridad de mis garantes.
  A través de la ventana abierta veía una barcaza que se deslizaba por el Sena. En el puente, una mujer tendía la ropa. ¡Ojalá pudiera estar en su lugar! Me sentía desarmada ante esa inmensa maquinaria administrativa que me tenía entre sus garras y me otorgaba una importancia de la que yo carecía.
  Cuando el joven se enteró de quién era mi acompañante, se levantó a toda prisa y nos ofreció un par de sillas.
  -Colaboré en el Mouton blanc –dijo. Era una pequeña revista literaria que había dirigido Jules Romains-. Por desgracia, ya no tengo tiempo para la literatura. Su caso es abrumador; ¡pocas veces he visto un dossier tan malo!
  Empezó a hacerme una pregunta tras otra. Mis respuestas no le satisfacían. De pronto, pasó al ataque:
  -A fin de cuentas, ¡usted ya se las ha visto con la policía!
  -¿Yo? ¡Jamás!
  Luego, como un fulgor, me acordé.
  Mi primer viaje a París fue en 1931. Era el regalo de mi padre por haber aprobado el bachillerato. Una mañana, mientras subía las escaleras del metro de la Concordia, un agente de policía me ordenó que subiera a un vehículo para detenidos, que estaba repleto. En la comisaría, al examinar la documentación, yo no llevaba mi pasaporte. Los demás detenidos fueron puestos en libertad excepto yo. No me permitieron llamar al consulado y, al anochecer, me encerraron en una celda, justo enfrente del urinario. En esa época, yo apenas hablaba francés. No había comido nada desde la mañana. Un joven policía alsaciano, que entendía el alemán, me compró un bocadillo. Por suerte, al menos llevaba dinero encima. Pero poco después de echarme en una especie de camastro muy sucio, otro policía entró en mi celda y se sentó a mi lado con la intención de acariciarme. Tras  mucho forcejear, logré zafarme de él. De vez en cuando, unos hombres iban a mear enfrente y me decían obscenidades. No pegué ojo en toda la noche. Al amanecer, fui llevada a la prefectura. En una estancia sombría, me pusieron unos reflectores cerca de los ojos y me interrogaron. Casi no entendía lo que me preguntaban. Al final, uno de los policías me dijo:
  -Si firma este protocolo, la dejaremos en libertar de inmediato.
  Estaba aterrada y sólo pensaba en irme a cualquier precio. ¡Todavía hoy no sé qué firmé!
  En el consulado, adonde fui de inmediato, me dijeron que debían de haberme detenido en una redada, que era el método de todas las policías del mundo para detener a todos los que se encontraban en el lugar de una manifestación.
  -¿Qué manifestación?
  El cónsul se encogió de hombros.
  -Probablemente, una manifestación de extrema izquierda. A partir de ahora, no vuelva a pasearse nunca sin sus documentos de identidad.
  ¡Así que, cuatro años después, recurrían a ese asunto como antecedente criminal! Yo nunca me había metido en política en Francia. Siendo extranjera, me había abstenido de cualquier manifestación. Tenía amigos comprometidos y no ocultaba mis opiniones sobre el fascismo que había combatido en Alemania, pero ¿podían acusarme de un delito de opinión? Intenté defenderme, pese a que el funcionario no me creía.
  Ya no recuerdo cuántas veces me hizo volver a su despacho. Me concedió una prórroga. La presencia de Adrienne Monnier no había sido en vano. Cada vez que salía de la prefectura me sentía más desalentada, como si acabase de luchar contra molinos de viento. Ya no podía concentrarme en mi trabajo. Mi hermano, que estaba refugiado en Londres, vino a pasar unos días a París. Cuando quise contarle que me acusaban de espionaje y de actividades comunistas a la vez, se echó a reír. No se creía la historia.
  Un día, al fin, X. me anunció que ya no me creía culpable. Me leyó varios fragmentos de mi dossier, en el que cada frase empezaba diciendo «Al parecer…». Todavía transcurrieron unas semanas de incertidumbre. Al fin, la policía dejó el asunto, incapaz de demostrar ni la sombra de las acusaciones que tenían contra mí. X. me confesó:
  -Obligan a los policías a mostrar celo, y a veces muestran demasiado. Conozco otros casos parecidos.
  Sus palabras bondadosas no me consolaron. Había perdido mucho tiempo y estaba traumatizada. Mi dossier fue clasificado, pero me advirtieron que permanecería en los archivos. Estaba fichada y era sospechosa por culpa de una redada, de un suizo poco honrado y de una portera.
  Cuando las tropas alemanas ocuparon Francia, el mismo X., entonces alto funcionario de Vichy, me ayudó a conseguir un visado de salida para huir otra vez. Tras la Liberación, me pidió que testimoniara en su favor, ya que fue acusado de colaboracionista. Qué vuelco tan curioso de las cosas.
  Ese asunto policial en apariencia banal tendría graves consecuencias para mí: mi dossier caería en manos de la Gestapo. Por mi parte, yo ya no era la misma. Me avergonzaba de mi origen alemán. Cuando obtuve la nacionalidad francesa, y con ella un pasaporte nuevo, quise cambiar hasta mi apellido para olvidarme de mi pasado. Mis amigos franceses no me entendían.
  -Hay tantos parisinos que han nacido en otra parte –me dijo Adrienne Monnier-. Tanto da que vengan de Praga, de Varsovia, de Nueva York o de Berlín, lo que cuenta es la inteligencia, el talento. La grandeza de Francia radica en el espíritu liberal con el que ha acogido siempre a los extranjeros.
  Pero la experiencia que acababa de vivir me volvía insensible a tales argumentos. Un resorte se había roto en mí. Cuando me tropezaba con un agente de policía por la calle, cambiaba de acera.
  Un día, al encontrar una partida de nacimiento en la que figuraba el lugar exacto en el que había nacido, Schöneberg, insistí para que en mi pasaporte apareciera este nombre en lugar de Berlín. Es como si un ciudadano de Nueva York hiciera inscribir Brooklyn en su pasaporte, o un parisino, Aureuil. A continuación rogué a las autoridades que no mencionaran que Schöneberg se encuentra en Alemania; me había enterado de que existía un pueblecito alsaciano con el mismo nombre.
  A raíz de las atrocidades nazis, todo el mundo maldecía a los alemanes, pero la gente no distinguía entre las víctimas del régimen y sus adeptos. Habría necesitado a un psiquiatra que me comprendiera.

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