José A. Arcocha
Es necesario a estas alturas
hablar de la magia: al otro día de mi llegada, fui a almorzar con Fernando
Palenzuela, figura fantasmal y eminencia gris de todas estas peripecias, a uno
de esos pequeños restaurants que traen a mi memoria los gritos chinos en las
fondas misteriosas de la calle Consulado.
Conversábamos sobre la mejor manera de llegar a casa de Lydia, cuando
sentí una mano que se apoyaba en mi hombro y una voz que murmuró, incrédula:
—¿Arcocha?
Era Lydia.
Continuó diciendo:
—Ahora mismo le decía a María Teresa: cómo se
parece ese señor a Arcocha. Pero yo le
hacía a Ud. en Nueva York.
Yo me situé en seguida en su mundo de coincidencias y de piedras
rociadas con la sangre del gallo.
—Esto es increíble. En este mismo momento hablábamos de Ud. Una de las razones de mi viaje es hacerle una
entrevista y le estaba preguntando a Fernando la forma de conseguir una
grabadora. Pensaba telefonearle en
cuanto acabara de comer.
—No se preocupe de la grabadora. No le interrumpo más en su almuerzo. Mañana por la tarde lo espero en casa. No le prometo una poción mágica sino una taza
de café.
Se fue tan misteriosamente como había
llegado.
Esa
tarde la pasamos en una búsqueda desesperada de la grabadora. Al otro día llovió con ansias de
diluvio. Como es de esperarse cuando de
poetas se trata, nos perdimos por el camino. Fue con bastante retraso y totalmente empapados que vinimos a tocar su
puerta. La mirada de Lydia se dirigió,
apenas traspasamos el umbral, hacia la grabadora.
—Me da tanta pena que hayan
traído ese aparato. Yo creo que lo mejor
es que conversemos sin preocuparnos de él. Con la grabadora andando siempre hay cierta tendencia a lo solemne y a
lo pedantesco. Hablemos y Ud. después
haga un artículo con lo que se acuerde de nuestra conversación. O si prefiere no escriba nada. Eso no es lo importante.
Lo que sigue, pues, no es una
transcripción de todo lo hablado en esa tarde de lluvia, sino lo que pudieron
rescatar los arpones de la memoria.
—Yo comencé a interesarme en las cosas negras
de Cuba en París. Nadie puede ver lo que
lo circunda si no es poniendo mucho mar por el medio. Por aquella época yo estudiaba los mitos y
las leyendas del Oriente. En medio de
todas aquellas narraciones altamente poéticas, creí vislumbrar una semejanza
con los viejos cuentos que mi ama de crianza negra me contaba en los días de mi
niñez. Tuve algo así como una revelación
de la belleza del mundo que yo había abandonado por las nieblas francesas. Decidí volver a Cuba. No crean que fue fácil penetrar en el mundo
del negro. Su desconfianza ante el
blanco que le interroga es ancestral y profunda; y mucho más sobre estas
cuestiones. Intuí que no era necesario
ir a leer los viejos libros de magia en las bibliotecas europeas cuando la
verdadera magia, la que se vive, estaba al alcance de nuestras manos y en los
patios de nuestras casas. Ud. me
preguntó hace un rato si yo alguna vez había utilizado una grabadora en mis
conversaciones con los negros. Que va,
mi hijo, eso fue un trabajo a punta de lápiz. El negro vive en un universo mágico y la idea de que yo les pudiera
robar la voz hubiera sido suficiente para que hubiesen rehusado hablarme. Todo este trabajo fue hecho en las
condiciones más primitivas. Todos mis
libros fueron publicados con dinero de mis propios bolsillos. A los intelectuales cubanos les interesaba
más la última novela publicada en New York o París que bucear en las raíces de
su propio destino. Es sólo ahora que
hemos comenzado la indagación de nosotros mismos. Esa pesquisa tiene que desembocar
necesariamente en el negro. A pesar de
que éste constituye sólo el 30 por ciento de la población cubana, su modo de
pensar, o, mejor, de ser ha influido grandemente en todas las capas
sociales. ¿Quién no le ha rezado alguna
vez en su vida a Santa Bárbara? ¿Quién
no ha visto tirar los caracoles? Yo he
pensado hacer algún día un libro repleto de anécdotas sobre las creencias de
las más altas figuras de la República.
En este momento creo recordar que fuimos
interrumpidos por el aroma del café que comenzaba a inundar la pequeña sala
donde conversábamos. Aproveché para
sacar una hoja de papel donde, una hora antes, había garabateado unas
preguntas.
—¿Qué importancia tuvo Fernando Ortiz en su
obra?
—Los libros de Fernando Ortiz me ayudaron
mucho al inicio de mis investigaciones.
El estaba más interesado en las organizaciones sociales, por decirlo
así, de los negros que en los mitos propiamente hablando. Su ámbito era el científico. Yo perseguía la fuente recóndita de donde
brotaba la poesía que parecía permear toda narración y todo mito negro. Mis libros hay que leerlos en el compás del
espíritu abierto a la poesía.
Entre sorbo y sorbo le preguntamos el motivo
de su estancia en Miami durante tantos años.
—Le voy a confiar un secreto. El centro de la magia lucumí se ha trasladado
a Miami. Los grandes adeptos han
abandonado la Isla. Aquí he podido
continuar mis investigaciones. Tengo
cuatro libros inéditos. También hay
razones de índole económica, pero en estas tristes realidades es mejor no
demorarse.
Aquí, de una manera brusca y arbitraria, se
detiene mi artículo. Mucho más, y mejor,
se pudiera escribir sobre Lydia Cabrera.
Estas líneas no quieren ser sino un testimonio de mi admiración hacia
ella; una manera de agradecerle las horas que he pasado en el círculo mágico de
su presencia.
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