martes, 7 de enero de 2025

Vislumbración de Lydia Cabrera

  

 José A. Arcocha


 Mi primer encuentro con Lydia Cabrera tuvo lugar en el lobby de un hotel neoyorkino, mientras las nieves de enero azotaban las calles.  Venía de París, donde había sido invitada de honor a un congreso de antropólogos celebrado en esa ciudad.  Iba rumbo a Miami; habita allí desde el año 1960 en que salió de Cuba.  Yo había comenzado a leer en esos días su libro “El Monte”. Desde la primera página fui transportado a un mundo de una intensidad poética como pocas veces me ha sido deparado vislumbrar.  Aquella mujer, cuyo amor por Cuba era profundo como una frase de Heráclito, había preferido abandonar la isla y los altos cargos que seguramente le hubieran sido ofrecidos, para continuar sus trabajos en la incertidumbre total que representa el exilio.  Esa decisión la revestía de un fulgor estelar a mis ojos.  Esa noche habló de muchas cosas: se admiró de que alguien pudiera vivir en New York mucho tiempo sin acabar en un manicomio; hizo el elogio de Miami, “una ciudad humana donde abundan las hierbas’; contó anécdotas de París y de los viejos amigos que había visto por primera vez después de 30 años; finalizó invitándome a visitarla si alguna vez iba por la Florida.  Esa invitación fue profética: una serie de acontecimientos fortuitos hicieron posible que yo pasara recientemente una semana en Miami.  Miami, el South West de Miami, constituye la realidad especular de La Habana de los años 50.  Para aquel que ha mordido la barra electrizada del destierro en las desoladas nieves del Norte, entre edificios de cincuenta pisos y los intrincados laberintos del subway, el momento en que el avión comienza su descenso algodonal en los antiguos predios de Hernando de Soto y Cabeza de Vaca es de una felicidad que bordea en el éxtasis.  En este paraíso secreto los cubanos se han afirmado en sus raíces profundas al duplicar con la minuciosa obsesión de Pierre Menard las superficies fulgurantes que poblaban La Habana.

 Es necesario a estas alturas hablar de la magia: al otro día de mi llegada, fui a almorzar con Fernando Palenzuela, figura fantasmal y eminencia gris de todas estas peripecias, a uno de esos pequeños restaurants que traen a mi memoria los gritos chinos en las fondas misteriosas de la calle Consulado.  Conversábamos sobre la mejor manera de llegar a casa de Lydia, cuando sentí una mano que se apoyaba en mi hombro y una voz que murmuró, incrédula:

 —¿Arcocha?

 Era Lydia.  Continuó diciendo:

 —Ahora mismo le decía a María Teresa: cómo se parece ese señor a Arcocha.  Pero yo le hacía a Ud. en Nueva York.

 Yo me situé en seguida en su mundo de coincidencias y de piedras rociadas con la sangre del gallo.

 —Esto es increíble.  En este mismo momento hablábamos de Ud.  Una de las razones de mi viaje es hacerle una entrevista y le estaba preguntando a Fernando la forma de conseguir una grabadora.  Pensaba telefonearle en cuanto acabara de comer.

 —No se preocupe de la grabadora. No le interrumpo más en su almuerzo.  Mañana por la tarde lo espero en casa.  No le prometo una poción mágica sino una taza de café.

 Se fue tan misteriosamente como había llegado.

 Esa tarde la pasamos en una búsqueda desesperada de la grabadora. Al otro día llovió con ansias de diluvio.  Como es de esperarse cuando de poetas se trata, nos perdimos por el camino. Fue con bastante retraso y totalmente empapados que vinimos a tocar su puerta.  La mirada de Lydia se dirigió, apenas traspasamos el umbral, hacia la grabadora.

 —Me da tanta pena que hayan traído ese aparato. Yo creo que lo mejor es que conversemos sin preocuparnos de él. Con la grabadora andando siempre hay cierta tendencia a lo solemne y a lo pedantesco. Hablemos y Ud. después haga un artículo con lo que se acuerde de nuestra conversación. O si prefiere no escriba nada. Eso no es lo importante.

 Lo que sigue, pues, no es una transcripción de todo lo hablado en esa tarde de lluvia, sino lo que pudieron rescatar los arpones de la memoria.          

 —Yo comencé a interesarme en las cosas negras de Cuba en París.  Nadie puede ver lo que lo circunda si no es poniendo mucho mar por el medio. Por aquella época yo estudiaba los mitos y las leyendas del Oriente. En medio de todas aquellas narraciones altamente poéticas, creí vislumbrar una semejanza con los viejos cuentos que mi ama de crianza negra me contaba en los días de mi niñez.  Tuve algo así como una revelación de la belleza del mundo que yo había abandonado por las nieblas francesas. Decidí volver a Cuba.  No crean que fue fácil penetrar en el mundo del negro. Su desconfianza ante el blanco que le interroga es ancestral y profunda; y mucho más sobre estas cuestiones. Intuí que no era necesario ir a leer los viejos libros de magia en las bibliotecas europeas cuando la verdadera magia, la que se vive, estaba al alcance de nuestras manos y en los patios de nuestras casas. Ud. me preguntó hace un rato si yo alguna vez había utilizado una grabadora en mis conversaciones con los negros. Que va, mi hijo, eso fue un trabajo a punta de lápiz. El negro vive en un universo mágico y la idea de que yo les pudiera robar la voz hubiera sido suficiente para que hubiesen rehusado hablarme. Todo este trabajo fue hecho en las condiciones más primitivas. Todos mis libros fueron publicados con dinero de mis propios bolsillos. A los intelectuales cubanos les interesaba más la última novela publicada en New York o París que bucear en las raíces de su propio destino. Es sólo ahora que hemos comenzado la indagación de nosotros mismos. Esa pesquisa tiene que desembocar necesariamente en el negro. A pesar de que éste constituye sólo el 30 por ciento de la población cubana, su modo de pensar, o, mejor, de ser ha influido grandemente en todas las capas sociales. ¿Quién no le ha rezado alguna vez en su vida a Santa Bárbara? ¿Quién no ha visto tirar los caracoles?  Yo he pensado hacer algún día un libro repleto de anécdotas sobre las creencias de las más altas figuras de la República. 

 En este momento creo recordar que fuimos interrumpidos por el aroma del café que comenzaba a inundar la pequeña sala donde conversábamos.  Aproveché para sacar una hoja de papel donde, una hora antes, había garabateado unas preguntas.

 —¿Qué importancia tuvo Fernando Ortiz en su obra?

 —Los libros de Fernando Ortiz me ayudaron mucho al inicio de mis investigaciones.  El estaba más interesado en las organizaciones sociales, por decirlo así, de los negros que en los mitos propiamente hablando.  Su ámbito era el científico.  Yo perseguía la fuente recóndita de donde brotaba la poesía que parecía permear toda narración y todo mito negro.  Mis libros hay que leerlos en el compás del espíritu abierto a la poesía.

 Entre sorbo y sorbo le preguntamos el motivo de su estancia en Miami durante tantos años.

 —Le voy a confiar un secreto. El centro de la magia lucumí se ha trasladado a Miami.  Los grandes adeptos han abandonado la Isla.  Aquí he podido continuar mis investigaciones.  Tengo cuatro libros inéditos.  También hay razones de índole económica, pero en estas tristes realidades es mejor no demorarse.

 Aquí, de una manera brusca y arbitraria, se detiene mi artículo.  Mucho más, y mejor, se pudiera escribir sobre Lydia Cabrera.  Estas líneas no quieren ser sino un testimonio de mi admiración hacia ella; una manera de agradecerle las horas que he pasado en el círculo mágico de su presencia.

 

 Alacrán Azul, Año 1, núm. 1, 1970. 


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