martes, 30 de marzo de 2021

Los huesos de Quevedo

 


  Alfonso Reyes 


 Los periódicos de estos días dan cuenta de su desaparición y su nuevo hallazgo. Entre los apéndices a la biografía de Quevedo que figuran en el primer tomo de sus obras (Bibliófilos Andaluces, Sevilla, 1897), consta un documento del que resulta su pérdida definitiva: hace muchos años, los huesos de Quevedo se le deshicieron entre las manos a un sepulturero que tendría más flema que los del Hamlet. No entiendo, pues, cómo se hacen de nuevas los que han “descubierto” la pérdida; tampoco entiendo cómo habrán podido reaparecer, si no es porque se consideró conveniente, desde el punto de vista oficial, que reapareciesen. Oficialmente, en efecto, los huesos del héroe nunca deben desaparecer: como en la de Edipo, en su sepultura yace el crédito nacional.

  No lo entiendo. Acaso por no haber leído las noticias de los periódicos, de que sólo me ha llegado el rumor. Me parece que el señor Ortega Munilla ha opinado con conocimiento de causa sobre la imposibilidad de encontrar los huesos del héroe. Me parece que “Azorín” ha hablado de cierta sustitución de no sé qué restos de un canónigo, aprovechando la coyuntura para recordar su visita al pueblo donde murió Quevedo (Villanueva de los Infantes), visita que ha dejado en su ánimo una larga y melancólica huella. (Si he de decirlo todo, aun me parece que este motivo puramente sentimental ha contribuido a moderar la opinión literaria que “Azorín” tenía de Quevedo.) En todo caso, las autoridades de Villanueva de los Infantes han cumplido con el deber de encontrar, una vez más, los restos de Quevedo. ¿Si se figurarán estas gentes —en su cándida mitología— que los huesos duran hasta el día del Juicio Final? El asunto tiene toda la traza de una humorada quevedesca. Quevedo, después de morir, bien pudo quedarse pegado a sus huesos en categoría de duende, para hacer de las suyas. Bien mirado, todo Quevedo está en los huesos: huesos es todo él, y hasta sin médula: tubos, verdaderas flautas de hueso, por donde el viento ha sonado largamente.

                            II

 En el Sueño de las calaveras y en otros Sueños de Quevedo, los muertos andan a vueltas con sus restos, juntando partes de su esqueleto. El esqueleto humano, el espantajo de huesos, es una imagen siempre fija en la retina espiritual de Quevedo. De su estilo decía Menéndez y Pelayo que parece una perenne danza de los muertos. La mejor ilustración de su obra podría ser el Triunfo de la muerte de Brueghel el Viejo, que se admira en el Museo del Prado. En sus poesías serias —poesías de razón más que de inspiración, desenvueltas con una elegancia fría y parnasiana— sólo la idea de la muerte pone un estremecimiento y hasta un toque de ternura. Dice de la muerte en un soneto: “Más tiene de caricia que de pena.” Su canción a una mujer flaca: “No os espantéis, señora Notomía”, es una verdadera canción al esqueleto. Y en la epístola en tercetos al Conde Duque de Olivares —donde, por lo demás, la afectación hueca es evidente, a despecho de las reminiscencias del canto XV del Paraíso— el sueño de la Edad de Oro se convierte en una tétrica pesadilla. ¿A quién pueden entusiasmar conceptos como éstos?

 Hilaba la mujer para su esposo

 la mortaja primero que el vestido...

 Acompañaba el lado del marido

 más veces en la hueste que en la cama...

 El rostro macilento, el cuerpo flaco

 eran recuerdos del trabajo honroso

  ¡Qué idea de que la virtud se ha de parecer a la enfermedad! También el triste Suárez de Figueroa, en cierto capítulo del Pasajero (1617), ha dicho: “Ser honrado es tener cuidados.” Bagazos de la mala escolástica; de la masticación filosófica de los tiempos. Sólo el chasquido de los huesos regocija al señor de la Torre de Juan Abad, cómo el repiqueteo de las castañuelas al cetrino Agapito. Quevedo pasó por la vida del brazo de la muerte. Todo él es un corolario del humano esqueleto, o más bien, él mismo es algo como un esqueleto con gafas que pasea, la guadaña al hombro, cojeando ligeramente, “por la desolación de ambas Castillas”... Mírase, a lo lejos, un golfo, “encanecido de huesos, no de espumas”.

    III

  Y todo pasa como en una de sus pesadillas donde lo tétrico del escenario contrasta con la aberración del chiste verbal. El esqueleto de don Francisco desaparece, los huesos se han ido de francachela. Pero, a la oración, vuelve cada hueso a su centro:

  Allí la espina dorsal se acerca, reptando y sonando como una serpiente de cascabel. Rueda la calavera como en el juego de bolos de Juan sin Miedo. Las manos adelantan como tarántulas en la zarabanda; y brincan, como inverosímiles ranas, los simétricos pies. Allá el peroné, siempre adversativo. Acullá la rótula —rota, ya se entiende, aunque solamente un poco rota: rótula. (En verdad, “rodaja”.) Y la tibia que nunca pudo calentarse. Y las escamosas costillas de los aros envedijados. Y al fin, como dos orejas enormes, los huesos ilíacos, y tras ellos el sacro y el cóccix; el cual, claro está, como su dueño era coxo… pues se adelanta lentamente y coxeando.

  (¿No está esto en el gusto de Quevedo? En sus ratos de mal gusto, al menos.)

   Finalmente, al violín de la media noche, la ligera máquina está montada; y abriendo su tapa de resorte como esos muñecos de sorpresa, el esqueleto salta, bajo el frío de la luna, a danzar entre las viciosas flores del cementerio.


  Obras Completas, FCE, 1ra ed. 1956, p. 131.


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