lunes, 24 de agosto de 2020

Literatura de color



 Guillermo de Torre

 Sólo hay esencialmente dos maneras de innovar. Merced a su aplicación simultánea o alternada, el arte y la literatura logran superar en la noche de cada época la mueca del cansancio histórico, retrotrayéndose ilusoriamente a una especie de "status nascens", bañándose de fragancia y ofreciendo aún perspectivas inexhaustas. Una de esas maneras consiste en lanzarse aguerridamente hacia lo desconocido, cara al espacio virgen, rompiendo todas las amarras tradicionales al haber decretado la abolición de la memoria, ambicionando un neomorfismo total. La segunda se realiza en la actitud opuesta; alzándose con radical negativismo frente a lo inmediatamente anterior y yendo a buscar lo nuevo en una violenta torsión de retorno a los modelos olvidados, hacia las ocultas fuentes.
 No pretendemos estudiar ahora hasta qué punto es realizable íntegramente cada una de esas tendencias. Sólo nos interesa señalar que la última dirección apuntada —innovación mediante retorno— ha producido consecuencias muy fértiles en nuestro tiempo. Ello es lógico, pues supuesto el espíritu que guía el arte nuevo de volver a los puros hontanares de la sensación, y dado el afán de reencontrar la candidez expresiva, ofreciendo una visión intacta y amaneciente del mundo, nada habría de contribuir más a su logro que este sumirse en la inocencia de formas y estilos creados por las culturas primitivas. Y entre ellas, en primer término, las del continente negro.
 Que el influjo de lo negro se haya manifestado antes en el campo plástico y musical que sobre el literario no es extraño. Se explica como una consecuencia más de otro fenómeno contemporáneo: el adelanto de paso marcado por las artes del espacio sobre las del tiempo, iniciando rumbos y preferencias. Casi todos los cambios estéticos desenvueltos en estos años últimos tuvieron una primera expresión plástica antes que literaria. Aunque el hecho sea evidente, su esclarecimiento merecería ser expuesto aparte. En la impasibilidad de hacerlo ahora, déjesenos apuntar solamente que no se comprenderá bien gran parte de la literatura nueva si no se la relaciona con los movimientos sincrónicos o precursores de orden plástico.
 Los orígenes del negrísimo, de la influencia africana en el arte europio, hay que ir a buscarlos en los comienzos de un movimiento pictórico: el cubismo. Hacia 1907 comienzan a ser entronizados misteriosamente en los estudios parisienses de algunos pintores “fauves" los primeros ídolos negros, las primeras estatuillas polinésicas. Su expresión turbadora, su geometrismo o sus anamorfosis violentas vinieron a anticipar o confirmar a esos artistas algunas de las pesquisas formales, de las insólitas estilizaciones en que a la sazón se afanaban. Vieron en ellos cómo "lejos de representar  los balbuceos de un arte, sin otro valor que el que pueda otorgarse a reliquias históricas, marcaban quizá una etapa más avanzada que la evolución europea y asumían un valor de prototipos". Así escriben Paul Guillaume y Thomas Munro en su libro "La sculpture négre primitive". Fue el primero de ellos, en su condición de marchante, uno de los que más contribuyeron a la valoración estética y económica del arte negro.
 Las figuras guerreras de Dahomey, las máscaras de la Costa de Marfil, los bronces menudos del Lobi, los colosales del Benín, las maderas congolesas y otras obras semejantes comenzaron por los años indicados a ser objeto de un culto estético en los talleres de Picasso, Braque, Derain y Vlaminck. Apollinaire, zapador en este como en otros muchos territorios de nuevas rutas, contribuyó lírica y teoréticamente a su auge y extensión. A éste se debe la publicación, en 1917, del primer álbum de esculturas negras, puntualizando las razones de su melanofilia. El poeta, el artista, apoyado solamente en sus intuiciones, se anticipó aquí, como en muchos otros casos, a los hombres de ciencia, a los etnólogos, a los investigadores y exploradores, con excepción de Frobenius, cuyas pesquisas, por otra parte, si llegaron a lo literario, nunca han abordado las artes figurativas. Corrobora esa prioridad el hecho de que todas las obras publicadas sobre esta materia sean posteriores a la contribución apollinariana; tales —por mencionar sólo aquellas que hemos consultado— las de Kan Einstein, Clouzot y Level, Hausenstein y Hardy.
 El nuevo fetichismo de estos fetiches estaba creado. Cierto es que reducido a su pura manifestación estética, convirtiendo en arte puro lo que en realidad y originariamente era un arte al servicio del animismo, de los ritos, tótems y supersticiones africanas. Ese animismo sólo había de recogerse en algunas traslaciones literarias del negrismo a la literatura cubana, según luego veremos.
 Para no confundir su exposición, convendrá seguir cierto método, registrando ordenadamente, aunque sea de forma somera, algunos hitos del negrismo en su avance occidental. Sus primeras huellas son visibles en los Estados Unidos. El fermento de color trasplantado da una inesperada tonalidad espiritual a la vida yanqui. No tiene, pues, nada de azaroso el hecho de que el único arte —junto con el cinema— donde Norteamérica haya logrado dar su medida sea el "jazz". El negro oprimido o relegado tenía que buscar su válvula de escape en la rítmica ancestral de su danza y en la modulación sincopada de su canto. La "era del instinto" —según Waldo Franz— que vive el yanqui sólo encontraría su expresión artística genuina en el "jazz". Todo lo que allí es recuerdo, la hendidura sentimental de la guerra de Secesión, las perspectivas dilatadas en los algodonales del Sur, halló su mejor reflejo en los "blues" nostálgicos y en los "labor songs". Del mismo modo que el sentimiento religioso innato en los negros, su pintoresca acomodación al mundo cotidiano, hubo de volcarse en los "spirituals". James Weldon-Johnson ha dado el mejor equivalente poético de esos cantos en sus inefables "Sermones negros", especialmente en el titulado "La creación del mundo", que empieza: "Entonces Dios franqueó las puertas del espacio, —miró a su alrededor y dijo —Estoy solo;—voy a fabricarme un mundo..." El magnífico cuanto escasamente proyectado film "Aleluya", obras teatrales como "Green pastures", de Marc Cornnelly, muestran otros aspectos capitales psicológicos de los negros que viven a la sombra de] pabellón estrellado.
 Si no fuera por no incurrir en una emisión de bulto, ni siquiera sería necesario aludir a las visiones del negro por extraños, como "The Emperor Jones" y "All good's chillun got whigs", de Eugene O'Neill. Pues en rigor, Harlem tiene ya toda una literatura que se basta y se sobra: desde los libros de sus propios vecinos y protagonistas —Van Vechtem con su "Paraíso de los negras", Mackay con su "Vuelta a Harlem"— hasta la de algunos visitantes de calidad; Victoria Ocampo en primer término. Los transeúntes de Harlem no son ya desconocidos para nadie: merced al lápiz del mejicano Covarrubias, exhiben periódicamente su ancha sonrisa y sus actitudes quebradas desde las páginas de "Vanity Fair". Cierto que esta acogida gráfica en el "magazine" elegante no puede hacemos olvidar su reverso patético en otras páginas —no aludimos ahora a hechos; sólo a sus expresiones literarias—; por ejemplo, en las que novelizan un linchamiento, tituladas "Negro Jeff", de Theodore Dréisser, el implacable novelista de "American tragedy".


 Langston Hughes, Jean Toomer, Countee Cullen, son los tres más famosos poetas negros norteamericanos. El último de ellos es quizá quien de manera más honda ha acertado a expresar la condición sentimental de la "gente de color", especialmente en una famosa poesía donde el hermano negro, que también se siente americano, es enviado a comer a la cocina ("I, too, sing America —I am the dark brother —They send me to eat at the kitchen..."). Pero no son ésos los únicos poetas de color: pululan; ya en 1922 pudo publicarse un "Book of american negro poetry". Por lo demás, las aportaciones hechas a la cultura norteamericana por los intelectuales negros han sido ya registradas por V. F. Calverton en su "Anthology of american negro literature".
 Europa sólo ha experimentado de modo reflejo y accidental, esto es, por moda, la influencia negrista. Tras las primeras oleadas de "jazz" en los años siguientes al armisticio, es necesario que lo negro salte al "music-hall" —"La revue négre"— y encarne en una "vedette" —Josephine Eáker— para que comiencen los ecos literarios. Paul Morand completa el itinerario de sus viajes con "Paris-Tombouotou" y los cuentos de "Magie noire", cuyo balance geográfico hace en el prólogo: "Cincuenta mil kilómetros, veintiocho países recorridos." Por esas fechas, André Gide siente también la atracción de África, y allí comienzan sus protestas sociales: "Voyage au Congo", "Retour du Tchad". Blaise Cendrara recopila —¿o inventa?— una copiosa "Anthologie négre". Sus reflejos dan tema novelesco a otros autores nuevos: Claire Goll, en "Le negra Júpiter"; Philippe Soupault, en "Le négre". Prescindamos de su irradiación a otras literaturas. Pero deploremos que en la nuestra no haya encontrado ningún eco; que las posesiones españolas de Río de Oro y la Guinea no hayan sugerido más que reportajes y libros de menudencia política. Quedaba intacta además la infiltración africana en nuestro pasado colonial. Sólo Pío Baroja ha aplicado a ella su vasta curiosidad novelística en obras como "Los pilotos de altura" y "La estrella del capitán Chimista". Tampoco los testimonios trasatlánticos abundan; quedan reducidos a algunos intensos relatos de Lino Novas Calvo y a su novelización biográfica de "Pedro Blanco el negrero", más otra novela de Alejo Carpentier: "Ecué-Yamb-0".
 Pero con estos últimos ya entramos en Cuba, único país donde la influencia negra comienza a mostrar repercusiones artísticas considerables. No es extraño, por consiguiente, que la atractiva "Antología de poesía negra hispanoamericana" publicada hace unos meses por Emilio Ballagas se nutra casi exclusivamente de poetas cubanos. En el resto de Hispanoamérica, la aportación negra nunca llegó a alcanzar influencia cultural y hoy es sólo un recuerdo muy esfumado, que aquellos países quisieran borrar del todo debido a cierto sentimiento de incomprensible sonrojo. Hay que exceptuar al Brasil, donde, por otra parte, su abundante población de sangre mulata no está en relación con la escasa o nula consecuencia literaria. Pero en el resto de América meridional, el influjo negro queda reducido a anécdotas de aire retrospectivo: evocación de candombes federales en el Buenos Aires de Rosas, de los Carnavales negros en el Montevideo de Oribe.


 La literatura cubana, la antillana, por el contrario, no se avergüenza de estas notas —y estas motas— de color. Al contrario, tiende desde hace unos pocos años a reivindicarlas dándoles su justo y original valor; aun más: a elevarlas desde su primitivo asiento folklórico a un plano general, según venían propugnándolo los estudios e investigaciones de Fernando Ortiz. Poéticamente, las contribuciones más importantes incluidas en dicha antología son las del cubano Nicolás Guillen —autor de ese "Sóngoro Cosongo", tan justamente alabado— y el portorriqueño Luis Palés Matos. Pero las obras de dichos autores no hacen sino resumir y encarecer ciertas características comunes a todos los demás poetas del florilegio. En primer término, su intenso colorido, su viva plasticidad, su rítmica desaforada. Poesía recargada y llena de abalorios, como todo lo negro, con cierto aire de mascarada en lo exterior. En lo íntimo, una sensualidad candente y bullanguera es su denominador común. "Te voy a beber de un trago, —como una copa de ron;— te voy a echar en la copa —de un "son",— prieta, quemada en ti misma, —cintura de mi canción", empieza un poema de Nicolás Guillen.
 Sin embargo, no es el color, no es su violenta contorsión, no es el ritmo fácil de maracas y güiros lo que más nos retiene. Nos atraen esencialmente sus cualidades y novedades formales; más exactamente, vocabulares. Porque el júbilo sensual, el ardor tropical, la exuberancia dionisíaca que atraviesa esta poesía de color se vierte no solamente en una locuacidad típicamente negra, sino que en ocasiones llega al delirio verbal, a la figuración onomatopéyica: se hace espuma de jitanjáfora. Aun más: superada la onomatopeya, hay voces en que las palabras se vacían de sentido, se tornan puro ritmo, capricho inventado, esto es jitanjáfora. El inventor de este término y de lo que designa es precisamente otro poeta cubano —aunque de vena muy diferente—: Mariano Brull; y el teorizante o legislador de las pragmáticas que corresponden a la jitanjáfora, Alfonso Reyes, agudo ingenio. A algunos textos de este último —en "Libra", de Buenos Aires; en "Revista de Avance", de la Habana— deberá acudir el curioso lector que desee más precisiones sobre el asunto. Agreguemos únicamente que el mundo de la jitanjáfora no cae muy lejos de la "vertigral" trasmutación del lenguaje defendido por los neolingüistas norteamericanos de "Transition" —en la revista de este nombre que acaudilla Eugéne Jolas—, aunque todas estas persquiciones reviertan a su primitiva fuente originaria: al James Joyce de "Anna Livia Plurabella" y otros fragmentos análogos de su desencabritada "Work in progress".
 Onomatopéyicas y jitanjafóricas son las más curiosas muestras del florilegio de Ballagas, tales como "Liturgia", de Carpentier; "Canto negro", de Guillen, y "Majestad negra", de Palés Matos. Véase sólo, a manera de muestra, una estrofa de esta última: "Por la encendida calle antillana —va Tembandumbra de la Quimbamba. —Flor de Tórtola, rosa de Uganda, —por ti crepitan bombas y bámbulas; —por ti en calendas desenfrenadas —quema la Antilla su sangre ñáñiga."
 Pero todo esto —podrá decirse con razón— sólo responde a una visión externa, eapectacular, de la negrería afrocubanoantillana. Si queremos obtener de ella una impresión menos superficial, más verídica desde dentro, leamos los "Contes négres de Cuba", narrados por Lydia Cabrera.: No obstante la primorosa versión que de ellos nos ofrece Francis de Miomandre, es sensible que no podamos leerlos ya en su original español, en el sabroso idioma que trasparentan. Al pozo de su infancia —trascurrida en contacto con los negros habaneros merced a una aya de color-, de sus primeros recuerdos, ha ido a buscar Lydia Cabrera los cuentos y leyendas que forman el libro, mezclando el documento folklórico con la recreación artística personal. Su valor esencial se debe a la nitidez con que sabe proyectar el mundo animista donde viven los negros. Mundo poblado por fantasmas, larvas, genios y todas las figuraciones astrales, sin excluir otros muchos elementos de los reinos vegetal y animal. Barajando animadamente tan ricas materias, compone Lydia Cabrera sus fábulas, y llega por momentos a parecernos un Esopo negro.
 Sea mayor o menor el valor que se otorgue a la literatura de color, lo cierto es que ésta marca hasta la fecha el aporte artísticamente más considerable de la literatura hispanoamericana. El criollismo literario, en última instancia, no pasa de ser un módulo regionalista, una variante local española. En cuanto a otras tentativas, como el Indigenismo peruano, el autoctonismo mejicano, apelan a nostalgias y peculiarismos  de razas y civilizaciones para siempre desaparecidas y exhaustas. En cambio, el negrismo o el mulatismo, aunque produzcan un arte menos denso, se apoyan en algo más que tradiciones extintas: en una realidad viva y cotidiana. Con la ventaja, por otra parte, de carácter gracioso, alegre, vital, que asume toda expresión artística negra sobre su equivalente India. Pues mientras lo indio se muestra triste, distante, como algo vencido, lo negro sonríe y afirma su normal convivencia con otros medios. El indio, aun niño, ya parece un viejo cargado de siglos; el negro, aunque clanqueen sus motas rizosas, está siempre a las puertas de la infancia. De ahí que su mundo artístico sea, su mundo natural: el de la poesía y el de la danza.

 El Sol, Madrid, 12 de julio 1936.


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