domingo, 7 de junio de 2020

Fantasmas habitan versos





 Pedro Marqués de Armas 


 Hace ya un tiempo tropecé con un poema de Federico de Ibarzábal, escritor y poeta cubano hoy olvidado, donde el dibujante Rafael Blanco hacía una entrada fantasmal. Tan olvidado como su autor, el poema se titula “Salmo del trasnochador”:

Esa calleja en sombras, hecha para un apunte
al lápiz como aquellos que hiciera Rafael Blanco;
y esa misma silueta, vaga, del transeúnte,
y aquella pordiosera que duerme sobre un banco,

tienen la milagrosa virtud evocativa
de lo que presenciamos hace tiempo. Quizás
en uno de esos seres anónimos quien viva
con el alma que tuvo hace siglos...

 Prosaísmo discreto, urbano, casi dibujado. Y lo más interesante: una ficción que asume sin más el motivo de la reencarnación. El poema va subiendo de tono pero no pierde, por fortuna, fantasmalidad. Ibarzábal hace entrar al dibujante, lápiz en mano, acompañado de viandantes y mendigos. Errancia de claroscuros, se diluyen como mismo Blanco en apenas unos versos. Hay en este apunte, bien visto, y en el deslizamiento del nombre, algo espectral.

 Inevitable no pensar en “El huésped”, el excelente soneto donde Gastón Baquero recibe la visita del malogrado René López. Verso a verso, Baquero prepara al poeta, como si se tratase de animar a una momia: le limpia los ojos, le pone sombrero (su sombrero) y hasta le ofrece “unas corbatas color de azul celeste”, pues solo así, vestido, se puede conversar con un espíritu amedrentado que, para colmo, se arroja en brazos y se echa a llorar.

 Al igual que Rafael Blanco, la presencia de René López es comedida. Visitantes que fluyen en armonía por unos versos que apenas habitan. Blanco, un trazo fugaz al amanecer, y López, un efímero retrato nocturno.

 Y ya que hablamos de fantasmas cuyas sombras cruzan rápidas, veamos estos versos de Agustín Acosta invocando al autor de El antecesor, tras las astrosas cortinas de algún fumadero sagazmente transfigurado:

Humo de opio entre las plantas. Combos
frascos que Miguel Ángel de la Torre
llena de esencia de Coty. Los biombos

japoneses tumbados. Por las cuerdas
de la lira sutil siento que corre
de nuevo aquella sensación... ¿te acuerdas?

 Acosta cuenta en alguna parte que el escritor cienfueguero, quien más tarde se cortaría el cuello con una guillette, lo convenció de que probara la heroína y que bajo ese efecto escribió su poema "Sueño de opio", recogido en Los Camellos Distantes (1936). 
 
 Una broma macabra acompañó su juventud cuando se dio la falsa noticia de su muerte por suicidio, arrojándose al mar. Y a pesar de que los diarios matanceros se apresuraron a negarlo, todavía un mes más tarde, al aparecer de visita en La Habana, no pocos se asustaron dándolo por resucitado. 

 Adicto a animar sus versos con nombres de amigos hoy fantasmales, él mismo fantasma en su torre rococó, como lo recordaba García Vega, veamos estos otros:

Fue en la terraza. Alberto
Lamar y Schweyer, en la tarde oscura,
era la voz de Juan en el desierto,
tras dos mil años de literatura.

 Demasiada soledad. Tanta, que asusta. Y para colmo mete en el poema a Poe y su cuervo junto a Amado Nervo, con lo que no cabe mayor espiritismo:

Y alguien le ha visto
–¡perdón, Edgardo!— estrangular el cuervo
para rezar una oración a Cristo
y cantar un rondel de Amado Nervo!…

 Lamar Schweyer escribió sobre Nervo, René López y Agustín Acosta, lo tres reunidos en este recorrido. Pero se conoce muy poco de su visita a la tumba de René, quien, por cierto, antes de morir se aprestaba a escribir en versos sus visiones mórficas en un cuaderno que quedó para siempre en título: el tan citado Moribundas

 Pues bien, no tras sus visiones sino en busca de su tumba y de un poco de inspiración para el ensayo que tramaba, una tarde de 1919 Lamar Schweyer se encaminó al cementerio de Colón. Y tras mucho bregar, al fin encontró el nicho: recóndito, sin cruz, sin una flor, en el área reservada a criminales y suicidas, marcado con el número 503. Allí lo sorprendió la noche, escapando a tiempo, cuando cerraban las puertas, a punto de verse atrapado como una fantasmagoría más.  

 Tales "presencias" –sigo pensando en incursiones rápidas, y no en poemas plenamente habitados– llevan a una más antigua que obsesionó siempre a la poesía cubana: la de Julián del Casal.

 Ningún fantasma de tanto calado como el Casal de “Naturalmente en 1930”, poema de Virgilio Piñera. El primer enigma es la fecha: ¿por qué ese año? El poema fue escrito sin embargo en 1976: en esa noche muy negra, “entre tantas insondables”, por la que atravesaba Virgilio, entonces un muerto civil. El otro muerto, qué duda cabe, el de la visión, ha escapado de su tumba y recorre las calles con total parsimonia. 

 Pero ¿qué ve Piñera? Ve a Casal “arañar un cuerpo liso”, y hacerlo con tal vehemencia que sus uñas se rompen. Se trata pues de un fantasma ensimismado que viene a acompañarlo mientras él hace su ronda, y que ante sus ojos se lanza sobre un cuerpo bruñido del que hay que arrancar un secreto. 

 En recorrido que iguala poesía, deseo y fantasmagoría, lo que Casal busca, como buen vampiro, es un poco de sangre, o, si se prefiere, vida. Como en cofre bien guarnecido, ese cuerpo contiene el objeto deseado: “adentro estaba el poema". 

 Fantasma real, nadería física, la visión dura un momento y Casal se pierde en la cruda intemperie del socialismo, la nocturna, sin que quede claro la extraña alusión a 1930. 

 En otro poema, "Una noche", es el propio Virgilio el que habita fugazmente sus versos. Mientras hace su ronda por el cuchillo de Zanja "entre chinos impávidos" y en busca de un "amor de paso", una voz le dice: "¡Qué bobo tú eres, Virgilio!" Sigue caminando pero de nuevo la voz: 


Qué bobo eres. Si supieras,
o lograras adivinarlo,
no abrieras tanto los ojos,
y me tendieras la mano.

 Igual impresión me producen estos versos de Ángel Escobar, en los que el fantasma viene a ser el propio ExCobar arrastrado por esas inenarrables frecuencias sonoras que hablablan en su cabeza: 

 Tengo miedo,
pero mañana me voy p’a Sibanicú, mañana.


 En fin, no es lo mismo un poema celebratorio -hay tantos que es inútil citar- donde el visitante toma largo asiento, o esas invitaciones que no pasan de la puerta, como exergos y dedicatorias. Aquí se trata de "vidas" que cruzaron veloces ciertos versos y cuyos meros nombres son ya la extrañeza. 


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