sábado, 5 de mayo de 2018

Barba Jacob, perdulario genial


  José Zacarías Tallet

 Conocí a Barba Jacob en 1925 -segunda estadía suya en Cuba- en un café de la plaza del Polvorín. Me lo presentó Avilés Ramírez a quien por cierto advirtió el poeta que no lo llamara nunca más Arenales, ya que éste había muerto para siempre poco antes. Vestía Barba pantalón de paño negro y saco de dril blanco, y entre el índice y el mayor de la diestra sostenía dos cigarrillos -uno negro y otro blanco- que fumaba al unísono con estudiado ademán. Su rostro moreno y acaballado en el que relucían dos ojos de mirar intenso, ora burlón, ora siniestro -diabólico a ratos-, su figura enteca y larguirucha, de hombre que parece que va a desarmarse, me lo hicieron de primera intención antipático, repulsivo quizás. Mas apenas trabamos conversación la magia seductora de su verbo me conquistó plenamente, y me trocó después en uno de los más fervientes admiradores de su talento enorme, de su personalidad poderosa y sugestiva y de su poesía genial que será imperecedera mientras se hable en el mundo el idioma castellano. Y eso a pesar de los mil y un pequeños y grandes defectos –así los llama el vulgo- que hube de conocerle, al tratarle íntimamente entonces y, más tarde, en 1930, la tercera y última vez que vino a Cuba.
 De las andanzas que compartimos en 1925, cuando llevaba una vida poco menos que bohemia, y de las relaciones estrechas que con él mantuve en 1930 cuando, con un grupo de amigos entrañables, pude brindarle un poco de protección, recuerdo cien detalles pintorescos que pudieran servir para ayudar a comprender la psicología anómala de este grande hombre, sincero, despreocupado y con ribetes de cínico a veces. Porque no de otra suerte puede calificarse la boutade del poeta cuando me contaba el epílogo de uno de los muchos aprietos en que le pusiera su mal soportada penuria. Adeudaba cerca de $ 300 al hotel en que vivía, y el encargado del mismo le invitó a firmar un cheque -sin fondos, desde luego-, a lo que accedió Barba sin pararse a meditar en las posibles consecuencias judiciales de aquella firma. Baste decir que, para librarlo de ellas, fue menester la intervención de amigos influyentes. El hospedero retiró la acusación con tal de que el poeta se mudara, y hasta le pidió su autógrafo al despedirse de él. Y comentaba Barba Jacob: «¿Habráse visto descaro? ¡Pedirme el autógrafo! ¿Qué más autógrafo que el cheque que le di hace días?».
 «En Cuba, solía decir, no se muere uno de hambre; siempre encuentra el amigo que le da un peso para pasar el día: pero cincuenta pesos juntos para marcharse, ¡nadie los da!» Y esto, cuando su falta de dinero le impedía continuar su eterna peregrinación por tierras de América a que lo condenaran, además de su espíritu errante, la expulsión de México, la tierra que amó acaso más que a la suya propia. Cierto que su indiferencia en cuestiones monetarias llegaba a extremos como el que sigue: levantado el aludido destierro y anheloso de retornar a tierra azteca, sus amigos y admiradores, que no éramos pocos, le reunimos el importe del pasaje y se lo entregamos. Recuerdo que yo le di en mi casa una comida de despedida. Barba desapareció; todos lo hacíamos rumbo a México cuando a los tres días... le vimos reaparecer más alegre que unas pascuas y con el rostro picaresco de un muchacho que ha hecho una travesura. «¡Cómo! ¿No se marchó usted? ¿Y el dinero?» «Me lo bebí en tres deliciosas parrandas», fue la respuesta descarada. Hubo que recomenzar la colecta, no sin antes tomar las precauciones debidas para que diera al fin con sus huesos pecadores en la tierra que tan bien cantara en la «Elegía de Sayula».
 Y ¿qué no decir de otros mil trozos de su vida rica en incidentes, acontecimientos en los que fuera espectador a veces y otras actor? Tales, el crimen del Aguacatal, el crimen del Hotel Humboldt, el timo de la biografía de Carranza, en que burlara la beocia de un político apodado el Indio Verde, la venganza infligida a otro Pacheco que, habiéndole negado auxilio en un momento de indigencia tuvo que usarlo más tarde para que le escribiera un manifiesto, y Barba -Arenales entonces- se vengó propalando en acróstico hecho con los capitales de los párrafos, que el autor del escrito no era el politicastro del cuento. Sus peripecias en Centroamérica, en la frontera de México y los Estados Unidos, en Colombia antes de su partida y durante los años que allí residió a su regreso, llenarían un libro de aventuras interesantísimo. El escabroso relato de su rapto de Pis-Pis -«fui Eva y fui Adán», afirma en un poema-, el marinerito de los ojos verdes -«todos los ojos verdes», me decía, ya de hombre, ya de mujer, me perturban, me hacen temblar»- está lleno de un humorismo y una ironía deliciosos. Es lástima que no pusiera por escrito todo ese caudal de experiencias que de manera tan perfecta, tan sugestiva sabía contar.
  Arévalo Martínez en «El hombre que parecía un caballo» nos dice de la estudiada elegancia de Barba Jacob en sus tiempos de opulencia. Nunca desmintió su coquetería en el vestir y el acicalarse. En mi diario trato con él observé más de una vez que, entre las piezas de su dentadura completa, al comienzo del día se destacaba un incisivo intensamente blanco, como de porcelana nueva; y al cabo del día ese mismo diente se veía pardusco y sucio. Aquello me intrigaba sobremanera, hasta que un día en que fui a su hotel acompañado de Raúl Roa, descubrimos pasmados que le faltaba el diente; y fue mayor nuestra sorpresa al ver que Barba, delante del espejo y sin más instrumento que un palillo de dientes, se lo reconstruía ¡con un pedazo de algodón! Quedó, pues, explicado el enigma del cambio de color, pero nunca supimos de qué se valía para sostener aquel pedazo de algodón en su sitio después de sufrir el embate de dos o tres comidas copiosas.
 Si la necesidad de vivir —y de vivir bien— lo llevaron en sus últimos años a vender su pluma insigne a causas repulsivas y siniestras, soy testigo de que mucho tiempo resistió a la tentación. Si a la postre sucumbió, acaso tengan su parte de responsabilidad quienes desde las alturas no quisieron ayudarle oportunamente para que su debilidad de perdulario genial encontrara un rodrigón liberador. Él ya nos ha dado sus versos inmortales, ¿qué más pedirle? Su vida, sabemos lo que tenía que ser. En «El Son del Viento», con desolada sinceridad se desnuda, y allí —no lo olvidemos— nos dice: «Vine al torrente de la vida / en Santa Rosa de Osos / una medianoche encendida / con astros de signos borrosos».

   Grafos, La Habana, marzo de 1942; tomado de José Zacarías Tallet. Poesía y prosa, La Habana. Letras Cubanas, 1979, pp. 270-73.

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