domingo, 17 de abril de 2011

Psicología de las multitudes



Israel Castellanos


Abandonando el radio habitual de nuestros estudios y lecturas predilectas, damos a las columnas maternales de Vida Nueva, el presente trabajo que, como nuestro, es deficiente e incompleto, sobre la psicología de nuestras multitudes. El tema, nuevo e interesante para nosotros, presenta secretos de virgen y riquezas de filones no explotados. Los estudios de Sighele, Tarde, Ferri, Rossi, Le Bon, y Ramos Mejía, han descubierto todas las orientaciones de la psiquis colectivas; pero del psiquismo de las muchedumbres europeas, y hasta del de algunas de nuestras repúblicas hermanas, no pueden deducirse los caracteres psicológicos de las nuestras, forjadas en crisoles históricos distintos, combinadas con otros cuerpos de opuesta cristalización mental y social, por una parte, y amalgamada por la esclavitud, la incultura, el analfabetismo, y la inmoralidad, por otra. Muchas de las cualidades psíquicas inherentes a las multitudes de Europa y América pueden ser comunes al hombre blanco de nuestras muchedumbres, que posee, como las de aquéllas, las propiedades de los organismos evolucionados al calor de elevadas tendencias sociales, inculcadas lentamente por el medio; pero esos caracteres no encuadran en el marco psíquico de los hombres de color, caracterizados por su deficiente y escasa modelación civilizada.

La concurrencia de opuestas individualidades étnicas en la compleja e invariable formación de las multitudes, es lo que diferencia la muchedumbre cubana de la de otros países. No se trata de caracteres secundarios como el género de vida, ocupación, carácter e inteligencia, sino de un factor tan fundamental como la raza, que, al decir de Le Bon, “es el campo invariable en el cual germinan todos nuestros sentimientos”. Y es tanto más contrastable esa desemejanza, si consideramos la influencia de nuestro reciente pasado colonial, no limpio del rescoldo de la esclavitud, ni de la acción estratificadora de la opresión, de la ignorancia e incuria que disociaba los elementos antropológicos de nuestro suelo. La variación rápida y completa de las fases de nuestra historia, de nuestras instituciones al pasar de su estrecha vida colonial a un desenvolvimiento libre y democrático, determinó la precipitación de todos esos cuerpos impuros en los órganos de nuestra constitución social, a los que han llevado su vigorosa afinidad africana, su cohesión instintiva e inculta.

El estudio completo de nuestras muchedumbres debe estar estrechamente unido a los períodos de nuestra historia, pues de ella parte el origen y la explicación de los fenómenos y manifestaciones del alma colectiva. Ramos Mejía, al estudiar las multitudes argentinas, no ha olvidado el rigor cronológico como otros autores. La psicología de las multitudes no sólo se reduce al colorario spenceriano: los caracteres del agregado son determinados por los caracteres de las unidades que lo componen, tan coreados por los estudiosos del alma colectiva, pues es necesario, también, tener en cuenta la época en que actúa y el medio en que se cultivan esos caracteres. No todo debemos explicarlo bajo el punto de vista natural, por la sangre, porque si es verdad que no se hace, no es menos cierto que se transforma bajo la acción de lo que Agustín Álvarez llama “la fábrica moral, del ambiente espiritual”. Cuando nuestros elementos de color se amalgamaron con la población blanca para componer y caracterizar las nuevas formas de la vida independiente, como procedían de un ambiente hostil, semi-bárbaro y de miseria moral, neutralizaron su combinación social y por la ley biológica solo ocuparon el lugar correspondiente a su grosera densidad física e intelectual.

La psiquis africana, en ciertos núcleos y en no pocos aspectos sociales, dilató su acción, haciéndola más vigorosa, pues apoderándose de blancos inferiores, de sujetos rezagados, multiplicaba sus manifestaciones, dándoles formas perdurables. El sentimiento, la mentalidad de la gente de color fue difundiéndose en los bailes públicos, en las fiestas de los barracones, en los días de Reyes, etc. Los blancos en contacto con ese medio negrero, de bullicio y de sensualidad, paulatinamente fueron adaptándose a esas irradiaciones del populacho afrocubano. Los impulsos, los gestos, la nociva inconciencia de esa promiscuidad, desgastaron la aversión del elemento ineducado blanco, que con su contaminación dio mayor volumen a las manifestaciones populares del conglomerado afrocubano.

En la actualidad no existen en Cuba multitudes blancas, muchedumbres compuestas por miembros de esta raza exclusivamente, pues el factor negro no es ajeno a ningún acto de nuestra vida colectiva. En cambio, tenemos multitudes casi formadas en tu totalidad por hombres de color, las comparsas carnavalescas, por ejemplo. El privilegio de las manifestaciones colectivas ha estado siempre en poder de los negros; éstos, desde la época española, disfrutan del predominio en el alma popular: obtenida por ellos en los días de Reyes, que han sido la suprema apoteosis de la muchedumbre africana. Desaparecido el día de Reyes, como dice Fernando Ortiz, “el África salvaje con sus hijos, sus vestidos, sus músicas, sus lenguajes, sus cantos, sus bailes y ceremonias, se trasladaba a Cuba, especialmente a La Habana”; se ha difundido, superviviendo en las comparsas y en las multitudes de hoy, la influencia del psiquismo africano en las muchedumbres cubanas, lo que se observa en una gran cantidad de curiosos e interesantes detalles. Y es casi natural que así aconteciera, dada la cohesión, el vigor con que se permitía manifestar el espíritu colectivo de los naturales del continente negro. Refiriéndose a los días de Reyes, tan felices y memorables para los afrocubanos, pone Fernando Ortiz de manifiesto la afinidad del populacho negro: “La esclavitud que fríamente separaba hijos y padres, maridos y mujeres, hermanos y compatriotas, atenuaba aquel día su tiránico poderío y cada negro se reunía con los suyos, con los de su tribu, con sus caravelas, en la calle, trajeado ufano con los adornos de su país, dando al aire sus monótonos e incesantes canturreos africanos, aturdiendo con el ruido de sus atabales y demás instrumentos primitivos”.

Ramón Mesa ha hecho una feliz descripción de el día de Reyes: “Por donde quiera se formaba un gran corro. Los enormes tambores se colocaban a un lado a guisa de batería. A horcajadas sobre ellos batían incansables los tocadores con sus callosas manos, a las cuales se ataban esferas de metal o maderas huecas llenas de granalla y rematadas por plumas, el terso cuero de buey, agitando los hombros, crujiendo los dientes, a medio cerrar los ojos como embargados por fruición inefable. En el centro del corro bailaban dos o tres parejas, haciendo las más extravagantes contorsiones, dando saltos volteos y pasos, a compás del agitado ritmo de los tambores. La agitación y la alegría rayaba en el frenesí. El capitán, aquel conjunto de piel, huesos y nervios, aquella pobre arpa desvencijada, seguramente que recordaba sus días de juventud, pues que no tan solo vociferaba hasta enronquecer, sino que entusiasmado, entraba a menudo a formar parte del grupo de bailadores. El de la banderola la hacía flamear pasándola sobre el grupo. Las abundantes plumas de pavo real que llevaban atadas a la cabeza los bailadores, estremecidas por sus ágiles movimientos, brillaban con tornasoles metálicos a la luz de aquel abigarrado conjunto dejaba caer a plomo el ardiente sol. Los espejillos de los sobreros, las lentejuelas y los tisús de los trajes, las grandes argollas de pulido oro que colgaban de las orejas de ébano, las alcancías que pasaban de mano en mano para recibir de los espectadores el aguinaldo, los sablecillos, todo destellaba como para deslumbrar la vista mientras el ruido aturdía los oídos. Las miradas chispeaban en aquellos rostros de pura raza etíope, las bocas rojas y de dientes blancos y agudos se abrían para dejar escapar salvajes gritos y carcajadas. Los cencerros, cascabeles, tambores, fotutos, rayos, triángulos, enormes marugas, acompañaban el vocerío que todo lo asordaba”.

Así se manifestaba el alma colectiva de los negros en aquella era de las muchedumbres afrocubanas. Imposibilitada, más tarde, de señalarse en esas isócronas reapariciones de negras bacanales, buscó la fiestas carnavalescas para exteriorizarse con sus habituales ruidos y colores. Las capas inferiores de la población blanca recibieron la consagración africana sin el menor reparo, lo que facilitó la difusión de los caracteres psíquicos del negro. El carnaval en las zonas correspondientes al pueblo bajo, al incesante cruce de las comparsas, es una reproducción en miniatura del extinguido día de Reyes. “El lector -dice Fernando Ortiz- que viva o haya vivido en Cuba habrá visto en noches de carnaval o en ocasión de festejos públicos, pasear por las calles abigarradas comparsas formadas por las capas inferiores de la sociedad. A la cabeza de la comitiva poliétnica marcha un sujeto, negro generalmente, con una pintarrajeada linterna de papeles multicolores, no siempre desprovista de efecto artístico. Tras él otros individuos con disfraces chillones y con otras muchas linternas, rodeándolos a todos una muchedumbre en la que predominan los negros, gritando con voces destempladas y con frecuencia aguardentosas una cantinela repetida hasta la saciedad con monotonía desesperante, y cuyo texto no he podido conocer en ningún caso”. “Es innegable -escribe nuestro malogrado Jesús Castellanos- que hay cierta poesía de sabor violento y exótico en esas olas abigarradas que pasan enardecidas por las calles de los barrios bajos. Tiene algo de ceremonias religiosas y de guerreros delirios y sobre ella flota, colocándose en un seguro asilo de la civilización, el espíritu de los primates, que todavía vive fuerte en los países de fiebre y fanatismo”.

“Son columnas de gente enardecidas  que caminan roncas, graves, inyectado en sangre lo blanco de los ojos. Un farol de papel volteando en lo alto los hipnotiza, el tambor hace infatigables sus pies, que batiendo el mismo compás, tragan calles y plazas insensibles e hinchados. Los cuellos al aire, brillando bajo el esmalte del sudor, las venas gordas como cuerdas de violón, sale el tango de las gargantas amplias, en ronquidos monótonos, ardientes, bélicos. El traje no hace el caso: indios emplumados, guerreros fantásticos, chinos de cromos; todo va revuelto en una impropiedad que da más color al río de carne humana. Han salido tal vez en orden con carros y faroles ad hoc, ordenados según una idea general. Pero la fiebre se propaga y contagia a las máscaras perdidas por las esquinas y a poco el río arrastra un caudal confuso, donde solo el canto bárbaro y vibrante rueda en armonía justa como sentida por todos los pechos. No se ríe: se trata de algo magno, todos van poseídos y los semblantes tienen más bien aspecto patibulario”.

Ese arrastre de individualidades disgregadas, tan común en los estratos inferiores, advertido por el ingenio de Jesús Castellanos, lo había enunciado Ramos Mejía al estudiar las multitudes argentinas: “Todos los que, con más o menos igual estructura, se sienten dominados por una misma idea o sentimiento, tienden a juntarse arrastrados hacia un mismo lugar, hasta una misma calle, como si la automática orientación del impulso gobernara; a proferir las mismas palabras, y lo que es aún más curioso, hasta afectar iguales actitudes, verificar gestos parecidos, cual si un hilo eléctrico uniera los músculos de todos los rostros”.

Ya hemos visto la supervivencia del psiquismo africano, a través de los conglomerados carnavalescos, siguiendo inalterablemente las profundas huellas trazadas por el espíritu de la raza. Ahora, también, lo veremos en la muchedumbre cubana mejor definida: la manifestación política. Esta es la más frecuente de nuestras multitudes, la más común, la más variada, la que por su exagerado carácter democrático reúne en sí todos los elementos populares. Ella, por ese motivo, señala, mejor que ninguna otra, la influencia de los negros sobre la masa llamada pueblo.

La manifestación política es la reunión de muchos sujetos, sin distinción de razas, afiliados o simpatizados de un partido político o candidato determinado. Esta muchedumbre es la que patentiza el poder ejercido por los afro-cubanos en la psiquis colectiva. La manifestación política presenta para el observador tres que sintetizaremos en el siguiente esquema:

a)      la formación
b)      la trayectoria atractiva
c)      la disociación      

Antes de terminar analizaremos esas tres frases de nuestra multitud política, que servirán de corolario a la tesis sustentada en el presente trabajo:

a)                  la formación
Denominamos formación de la muchedumbre política el hecho de congregarse o reunirse los individuos en un lugar determinado, con los elementos propios del acto (mejor diríamos fenómeno, dada la psicología de nuestra multitud, según veremos más adelante) que momentos más tarde se realizará. Ahora los sujetos, sin distinción racial, guardan el lugar en que se les sitúa por los organizadores, que los ordena según conviene a la manifestación. Unos, porque llevan banderas, estandartes o el símbolo del partido (una de las agrupaciones de hoy tiene un gallo, lo que nos recuerda que es adorado por los negros de África, haciéndonos pensar en un vergonzoso y perjudicial incentivo); otros, porque su decente indumentaria da a la cabeza de la comitiva una buena impresión, etc. Todos, en el momentos de la formación, están -como diría Jesús Castellanos- ordenados según una idea general. Dispuesto todo: los estandartes y banderas en alto, el símbolo en primer término, las candilejas encendidas y humeantes, los palenques atronando con sus explosiones el espacio, el timbal, el guayo, haciendo ruido incesante, los manifestantes vociferando con estridencia furiosa, como impulsados por venganza o cólera, parten en un acceso específico de frenesí...

b) la trayectoria atractiva
El griterío trasciende a gran distancia. Los instrumentos vibran continuamente. La batahola adereza a distancia a los predispuestos, los atrae. El orden de la formación ha sido roto por el ambulantismo. La manifestación se acerca rápidamente. Las calles se llenan de curiosos, aportando fresca levadura. Los portadores de estandartes y candilejas se balancean, todos tienen ya una región corporal ambladona e inquieta. Se marcha danzando, verdaderamente. En todo el recorrido no ha dejado la multitud de atraer elementos afines. En este aspecto de la muchedumbre política no hay afiliados ni simpatizadores; está compuesta por un grupo de adeptos, pero con ella también existe una crecida proporción de atraídos en la trayectoria. La inscripción dorada, plateada o multicolor de los estandartes, el símbolo evocador, el resplandor de pira despedido por la candilejas, el timbal, el guayo, las mujeres de mal vivir incorporadas, el toque de cajón, etc., han decidido de muchos y blancos no políticos ni simpatizadores, pero sí dados a arrollar, como se dice en bibra hampona. Todo lo que brilla -dice Letorneau-, todo lo que está pintado o teñido tiene para el hijo de África un irresistible atractivo. Burton, Du Chaillu, Schweinfurht y otros, nos hablan de la sugestión que el timbal y el ruido ejercen sobre los negros. Un farol volteando en lo alto los hipnotiza, expresa en una frase gráfica y acertada Jesús Castellanos. Cuanto los blancos, no arrastrados por la sugestión cromática, ni el bullicio, ruedan por su pobreza mental. “Se necesita -escribe Ramos Mejía- especiales aptitudes morales e intelectuales, una peculiar estructura para alinearse en las filas del populacho, para identificarse con él, sobre todo”.

La identificación del blanco con el negro, sin tener en cuenta en ciertos momentos la filiación y el apasionamiento político, en la trayectoria de esa muchedumbre deprimida, con un carácter determinado, es la prueba más evidente de la influencia ejercida por el psiquismo africano sobre la población blanca y su predominio en el alma colectiva.
          
        c)la disociación
Llegada la multitud al lugar donde ha de ejercitarse la acción política, propiamente dicha, comienzan a disgregarse los atraídos, ya sean negros o blancos. Los arrastrados por los colores y la música y por el placer del movimiento, se disocian, quedando solamente el cuerpo político de la primera fase, con sus banderas, símbolos y estandartes. El frenesí, el vértigo de la trayectoria atractiva ha adormecido grandemente el entusiasmo, los oídos aún tienen ecos de metálicas vibraciones, de roncas voces, tiene el cuerpo excesivas calorías, las pupilas están deslumbradas por las llamaradas, para hablar de programas, de estabilidad, de porvenir y de venturas nacionales. Por eso, cuando tornadizos los hemos visto disociarse, sudorosos, hemos recordado un párrafo que parece cincelado para nosotros por Ramos Mejía: “El verdadero hombre de la multitud ha sido entre nosotros el individuo humilde, de inteligencia vaga y poco aguda, de sistema nervioso relativamente rudimentario e inadecuado, que percibe por sentimiento, que piensa con el corazón y a veces con el vientre: en suma, el hombre cuya mentalidad evoluciona lentamente, quedando reducida su vida cerebral a las facultades sensitivas”.       
  

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