miércoles, 22 de febrero de 2012

El ladronzuelo y la mujer criminal

 



 Cesar Lombroso


 Eyraud me parece un ejemplo de criminaloide, ascendido con el tiempo a criminal de hábito o profesional.
 La fisonomía de Eyraud en nada responde a su renombrada maldad.
 Y no quiere decir esto que le falte ninguna nota de degeneración, no; la oreja larga, 6,1 centímetros, está cortada; protuberancia frontal izquierda muy desarrollada, con una verdadera asimetría; en torno de los ojos pequeñas arrugas anormales; los labios y las mandíbulas bastante desenvueltas, como se observa frecuentemente entre los libertinos. Así todos estos caracteres no se encuentran en Eyraud, ni muy acentuados, ni demasiado numerosos; falta en él ese conjunto que constituye, a mi juicio, el tipo criminal.
 La craneometría no nos da resultados más interesantes. La capacidad del cráneo de Eyraud debe ser igual o superior a la media; su frente ofrece un amplio desarrollo; solamente se puede observar en él la bracicefalía exagerada, que se advierte frecuentemente en los homicidas.
 Eyraud tiene otro carácter más común a los criminales que a los hombres honrados. Nos referimos al predominio del grande cruzamen (longitud de los dos brazos) sobre la talla general del cuerpo; la estatura de Eyraud es de 1 metro 66 por un cruzamen de 1'72 en lugar de 1 metro 66.
 De sus funciones orgánicas, solamente dos me son conocidas; la actividad de sus sentidos, que es enorme y precoz, según se observa frecuentemente entre los homicidas; y su escritura que corresponde en su enérgica grosería -el desarrollo de las t y r, el trazo vertical y prolongación de las letras— a la manera de escribir de los criminales; ella es en todo semejante a la escritura de los bandidos y de los homicidas, cuyos facsímiles tengo expuestos en mi Atlas de L'Homme Criminal (planas XXII y XXIII), y a la del criminal por sugestión hipnótica (Pl. XXX).
 Exceptuando la longitud de los brazos, la escritura y algunos caracteres fisionómicos, Eyraud no parece un criminal por herencia. Otro tanto sucede en su examen psicológico.
 El amor del mal por el mal, verdadero carácter del criminal de nacimiento, y muy particularmente en los crímenes de sangre, no puede ser observado en él durante su infancia y su juventud. El no fue, hasta esta época, más que un desertor y un ladronzuelo. La información judicial ha consignado que Eyraud era un hombre jovial, risueño, pero al propio tiempo brusco, violento, fácilmente propenso a la cólera, llegando muchas veces sin motivo serio hasta el furor, mujeriego con exceso, y capaz de todo por satisfacer las brutalidades de su pasión. La mujer, siempre la mujer, he aquí la única preocupación del acusado! Después de su crimen en América, se encontraba en todas las casas sospechosas.
 Durante su prisión, Eyraud hablaba incesantemente de sus antiguos amores. Esto constituía en él una idea fija, una constante obsesión de todas las horas, de todos los instantes. Esta locura se traducía, en su celda, en actos que los guardianes estaban obligados a evitar.
 El desertó por una mujer; por mujeres dilapidó todo el capital que había empleado en el comercio de cueros y filtros. Por otra mujer, en fin, se hizo asesino.
 Eyraud se enamoró perdidamente de su cómplice, Gabriela Bompard, justamente porque ésta, criatura pervertida hasta la médula, tenía para él esa afinidad electiva, que se observa con tanta frecuencia entre los criminales. Por ella y por causa de ella cometió el crimen; por ella y por causa de ella fue descubierto y preso.
 ¿No nos dice la historia que, luego de su huída a América, Eyraud intentó asesinar a una mujer que no quiso, a instancias suyas, abandonar el domicilio conyugal?
 Lo que aproxima en cierto modo a Eyraud al criminal por herencia, es su ligereza. El pasa con una rapidez extraordinaria de una idea alegre a una idea triste; la misma incoherencia se nota en su conversación. Dándole un buen cigarro se calma inmediatamente su mal humor. Su inteligencia alcanza desarrolla muy intenso: habla el inglés, francés y portugués; le acompañaba el éxito en todas sus empresas, mas nunca se fijó en ninguna. Comerciando no hizo otra cosa que desperdiciar sus recursos. Hasta en la consumación del crimen, aunque se manifestaba la premeditación, aparecía también la ligereza. Quienquiera que haya seguido todas las circunstancias del asesinato y de su preparación, advertirá esa grande incoherencia que ha causado la admiración de los magistrados instructores.
 Eyraud ha cometido imprudencias inexplicables, tontas; en Lyon yendo solo en un carruaje con Gabriela Bompart, conduciendo el cadáver de Gouffé, vagaba como un loco; y concluyó por desembarazarse del cadáver, en un sitio por donde paseaba mucha gente. El concurso de circunstancias ha inducido a creer que el asesino era un criminal habilísimo. Nada más erróneo. Eyraud tiene, del criminal de nacimiento, la insensibilidad moral, esa indiferencia por la vida de los hombres, esa espantosa y fría crueldad en el crimen que, es innegable, trató de renovar en América contra M. Garanger.
 En suma, puede decirse, que en él existía un estafador, y sobre todo un libertino, un criminaloide, que luego fue un criminal de oficio, influido por la constante preocupación de la mujer. Yo estoy absolutamente persuadido de que sin Gabriela Bompard, Miguel Eyraud no hubiera pasado de ser un simple estafador.
 Los caracteres fisionómicos del acusado, son por consiguiente, paralelos a sus indicaciones psicológicas.
 La falta de toda herencia morbosa en Eyraud me confirma en mi opinión de que no se puede, en determinadas ocasiones, tener una base de certeza absoluta atendiendo a lo defectuoso de los exámenes funcionales, verificados en el acusado.

 
 Por el contrario, Gabriela Bompard presenta según las fotografías que yo he visto y atendiendo al brillantísimo informe de Bronardel, Ballet y Motet, todos los caracteres de los criminales de nacimiento, siquiera éstos sean, en las mujeres, más excepcionales.
 Su talla es de 1 metro 46; el desarrollo de las caderas y de los pechos muy rudimentario; el indicio encefálico 81. Ella tiene los cabellos espesos, arrugas anormales, prematuras, palidez lívida en el rostro, el lóbulo de la oreja muy desarrollado, la nariz corta y remangada y la mandíbula demasiado voluminosa para una mujer: Gabriela Bompard era, hemos de tenerlo muy en cuenta, un ejemplo de asimetría en el rostro y de eurignatismo mongoliano. Añádase a todos estos caracteres, la hiperestesia histérica del brigma, la anestesia del brazo izquierdo, la obtusidad de la vista, olfato, oído y gusto, en lo que se refiere al lado izquierdo de estos sentidos corporales, la disminución de la potencia visual: el odio a su padre, la indiferencia, la apatía cínica que la hacía decir: La fameuse malle: je ne savais pas qu'on y mettrait un huissier. No precisa más para descubrir el tipo criminal. Todo el prestigio de su belleza, demasiado ensalzada, proviene de la perniciosa y lúgubre aureola con que la rodean sus precoces infamias.
 Su precocidad (menstruación a los 8 años de edad) y ardor en los desarreglos propios de su sexo, eran muy grandes. Este carácter se relaciona ahora muy fácilmente con su gusto sanguinario, homicida.
 Ella debía patrocinar de buen grado la idea de un asesinato. ¿No confeccionó por sí misma, días antes del crimen, el saco fatal? ¿No engañó a la víctima atrayéndola a sí y ayudando luego materialmente a la perpetración del asesinato? Después del crimen, durmió tranquilamente en la misma habitación, junto al cadáver de la víctima (se ha observado esto también con frecuencia en los criminales de nacimiento. Véase mi Homme criminel).
 No veo que Gabriela Bompard obrara por sugestión hipnótica; la personalidad criminal no es aceptada, en todo caso, más que por las gentes predispuestas al crimen. Una de mis enfermas, histérica, de moralidad más que dudosa, obedecía con rara prontitud siempre que se la sugería la idea de ser un ratero, un ladrón, revolviéndose cuando se la ordenaba ser un sabio o un moralista.
 El cambio tan brusco que se observa en la conducta de Gabriela Bompard, puede explicarse fácilmente. De cómplice se torné en acusadora. ¿Por qué? Desde luego es este un nuevo rasgo, una costumbre que se advierte en los criminales asociados; se acusan mutuamente después de haber intentado atenuar su crimen, pretendiendo que al cometerlos han padecido la influencia de sus cómplices.
 Así, esta criminal, acordándose de que era mujer, y aun de que poseía en grado elevado todas las costumbres de los malhechores, no pudo ahogar en solo su pecho la vanidad del crimen; sintió la necesidad de hablar, de confiar su delito a un tercero, representando así una vez más la comedia de la mujer virtuosa.
 Para desempeñar del todo su papel en esta comedia, impulsó a ese tercero en discordia a denunciar a su cómplice, sin comprender, gracias a la imprevisión que parece innata en todos los criminales de nacimiento, el peligro a que, con tal delación, ella se exponía. A esta imprevisión debemos añadir la convicción absoluta, que las naturalezas de esta índole abrigan de sus propias mentiras.
 El origen de todas estas inclinaciones se remonta a la herencia. Gabriela Bompard tuvo un tío paterno de un carácter muy extravagante, y uno materno que padecía enajenación mental en el momento de morir. Su madre murió a los treinta y cinco años de edad, cuando ella contaba trece, a consecuencia de una pulmonía aguda; era una mujer de una salud muy delicada y un poco apática. Gabriela Bompard, según el testimonio de su padre, sufrió de convulsiones en su infancia (Brouardel), lo que nos hace suponer la existencia de una antigua meningitis infantil. Aun de niña, tenía un carácter muy raro. Se ha dicho de ella que era viciosa, embustera, aficionadísima a los hombres y a1 lujo (Brouardel.) Ella dijo en cierta ocasión a su padre: Mejor quiero ir a presidio que coser una camisa; expresión perfectamente acorde con la pereza y el horror del criminal de nacimiento al trabajo.
 No se quiso casar, porque según decía al autor de sus días, un hombre solo no era bastante para ella. Ella distinguía el bien y el mal, pero no era capaz de refrenar sus malos impulsos. A los doce años, no pudiendo su padre soportarla en casa, la recluyó en un convento de Nancy, y luego en Ipres y Fourmies. Permaneció un año en estos lugares hasta que la superiora invitó a su padre a que la reprendiera «por su conducta depravada y por sus propósitos contra las religiosas, los confesores, etc.» Entonces se dijo de ella, que era tan perdida como una mujer viciosa de 40 años. Salió del convento de Fourmies para ir a Lille (1883), donde se la colocó al cuidado de una institutriz incapaz de sujetarla. Después ingresó en la institución de unas monjas de Marí. Luego, expulsada de aquí, estuvo en el convento del Buen Pastor de Arras (segundo semestre de 1883). He aquí la verdadera criminal de nacimiento.


 Los criminales, Barcelona, p. 58 y ss.

lunes, 20 de febrero de 2012

Expreso del infierno





 La guillotina ha terminado la triste historia de Eyraud, el amante de Gabriela Bompard. No quiso confesarse y rechazó el auxilio espiritual del sacerdote de la procesión; bien es cierto que en Francia no se da importancia oficialmente a los actos religiosos: despiertan al reo y le anuncian que va a morir, le cortan el cuello de la camisa para que no estorbe a la cuchilla, le sacan a la plaza llena de curiosos, le empujan hacia la báscula, gira el mecanismo y cae la cabeza en el canasto; colocan el cuerpo en un furgón, lavan la sangre, y todo ha concluido.
 No negaremos que la intención es evitar sufrimientos a los reos, pero negamos que se consiga el resultado; pues, como hemos dicho otras veces y ha declarado un condenado a muerte, todas las noches desde que se entabla el recurso de indulto, son noches de capilla, y los sueños intranquilos, pues pueden terminar de improviso en la ejecución.      
 Terrible es también la capilla, pero en ella se da al hombre moral una tregua para disponerse, si es creyente; para pensar en los suyos, si tiene familia; para elevar su espíritu, si no carece de entendimiento. El sistema de hacer morir a los reos con rapidez no es natural, y la prueba es que ninguno pretende apresurarlo, sino que dilata el momento lo posible.
 Una amiga nuestra llama a este sistema "hacer tomar a los reos el expreso del infierno". Nosotros creemos que todos los medios de ajusticiar son desagradables por sí y por accidente.  
 Pero si se quiere que no sufran los reos, ¿no sería preferible que los matasen a traición sin avisarles?
 En el caso de Eyraud lo más terrible es la situación moral en que deja a su familia respetable. Sin embargo, el crimen de Eyraud es tan personal, que sólo puede proyectar sobre su familia, en el ánimo de toda persona regular, sentimientos de respetuosa compasión.


 La ilustración española y americana, Año XXXV, no. V. Madrid, 8 de febrero de 1891.



domingo, 19 de febrero de 2012

Lengua y verdugo




 Damaris Calderón 

 Entre el verdugo y la lengua hay una serie de relaciones. Entre la lengua, natural, y el verdugo, antinatural, existe, como en la sangre, un sistema de vasos comunicantes.
 La lengua, como el verdugo, no es homogénea ni unitaria (un verdugo está hecho de todos los pedazos de sus víctimas, además de los suyos). En ambos, fatalmente, no hay solución de continuidad. Por razones obvias, el verdugo prefiere siempre las lenguas muertas, aunque en los restos de las lenguas habladas (y las reconstruidas) es posible encontrar la misma ceniza que en la sopa del verdugo.
 En lo que se refiere a su brutalidad, el verdugo no es un sistema, sino un conjunto de sistemas, opera siempre por selección, prefiriendo la expresividad a la comunicación, y es anónimo, como la mejor literatura.
 El hecho (la hipótesis) de la existencia de una lengua madre, de cuyas ramas se derivaría un tronco común, sólo facilita (qué duda cabe) la tarea del verdugo.

sábado, 18 de febrero de 2012

La cabeza de Eyraud y el alma de Gabriela Bompard


 

 Luis Bonafoux Quintero

 Los periódicos noticiaron que Gabriela Bompard, de regreso de New York, había sido colocada de cajera en un café concierto. ¿Cuál? Como preguntando se llega a Roma, preguntando llegué al café concierto, el mismo donde la española Magdalena González, querida del asesino Anestay, se estrenó como cantadora, que duró lo que las rosas, al día siguiente de guillotinarlo el verdugo Deibler.
 Café concierto inmundo. Un tablado tosco y polvoriento; unos artistas de la legua; una multitud grasienta y alcohólica; y allá en el fondo dos mujeres en el mostrador del establecimiento; rubia, llamativa y pizpireta la una; trigueña, vulgar y friona la otra; aquélla con aire de cocota cínica; ésta con trazas de maritornes taimada.
 Un amigo, que me acompañó en esta excursión, empezó a estudiar de lejos, desde las sillas que ocupábamos a distancia del mostrador, los gestos de la rubia, que indudablemente era la lúgubre querida de Eyraud.
 -Fíjese usted, me decía, en la crispadura de esa boca. Parece que va a morder...
 -Sí. El sobresalto de los ojos me parece peor que la crispadura de la boca. Relampaguea en ellos una inquietud de conciencia culpable...
 En aquel momento, la rubia, que estaba cosiendo, tomó las tijeras para dárselas a un viejo que bebía una copa en el mostrador, y, en sus gestos alocados, hizo como ademán de pincharlo.
 -Creí que lo iba a atravesar... ¡La fuerza de la costumbre!...
 Para ver de cerca a la alimaña rubia resolvimos tomar unas copas en el mismo mostrador. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa, y nuestra plancha de psicólogos, al enterarnos de que Gabriela Bompard no era la rubia descocada, sino la trigueña ensimismada y fría! Sí, esa mujer de rostro vulgar e inexpresivo, con trazas de criada vestida en domingo, esa mujer anodina, silenciosa y taimada, esa era la legítima Gabriela Bompard; y su compañera, una tal Flonfon, ni mató a Gouffé ni es capaz de matar una mosca.
 De cerca, observándola cuidadosamente, pronto se echa de ver en ella la huella del crimen, lo cual prueba que la psicología, a distancia, y en un cafetín mal alumbrado, se presta a terribles equivocaciones. Aunque joven aún, bien que envejecida por su vida airada, por las emociones que ha tenido, y por la larga prisión que pasó, hay en su fisonomía un no sé qué de siniestramente viejo. La sonrisa de su boca, sin labios, absolutamente sin labios, es un forzado pliegue, glacial, desdeñoso y malo, pliegue que resbala por la barba y se pierde en una contracción, que es una mueca. Sus ojos, atorerados, bonitos cuando miran con candor de paloma sobresaltada, tienen de vez en cuando una dureza fija, de la que brotan, como de pedernal herido, chispas de recóndito incendio. Su nariz, pronunciada y afilada, parece que husmea. Anchas y profundas arrugas cruzan su frente, hormiguean alrededor de sus sienes, culebrean por sus mejillas y se arremolinan en surcos donde parece que ríe la desesperación de vivir. Toda su cara, con ser guapa, es un espanto. Y su cuerpo es pequeñito, y sus manos son finas y suaves, y sus pies son minúsculos...
 Habla mal de todos y de todo, incluso de Jacques Dhur, que tanto la ha servido... Está descontenta de todos y de todo, incluso del café concierto, único establecimiento que le dio el pan de cada día... Habla horrores de Eyraud, que por ella perdió la cabeza... En su obsesión de justificarse, de hacer papel de víctima, de inconsciente que por sugestión hizo lo que la mandaron -aunque todo su ser denota una energía muy grande, aunque a despecho de su disimulo hay un instante en que su alma dura se le asoma a los ojos,- Gabriela Bompard, en sus recuerdos, todas las noches, saca del cesto de la guillotina la exangüe cabeza de Eyraud, la abofetea con injurias y la pasea como una vergüenza.
 «Hay un público que vive del terror, del escalofrío de horror, del placer que le inspira el tener miedo», ha dicho le Cri de Paris.
 Por eso Gabriela Bompard, que es muy sabia, da, de vez en cuando, un toquecito a sus muertos.
 Le hablaba yo de una amiga suya que acaba de casarse, toda vestida de blanco...
 -Cuando yo me case, observó Gabriela, me vestiré toda de «rojo»...
 -Usted se conserva muy bien... ¿No ha tenido usted hijos?
 -No... Pero he parido un chico «rojo»...
 Y hablando de Eyraud:
 -Ya sé, ya, que decía que no le importaba el morir, a condición de estar conmigo cinco minutos... ¿Para amarme, cree usted? ¡Para hacerme lo que al otro! (Y con sus manos felinas hizo el gesto de la estrangulación).
 Porque Eyraud no existe. Si resucitase, para ir al mostrador del café concierto, Gabriela, que es del último que llega, hablaría horrores del pobre Gouffé...
                     ---
 Va para veinte años que Eyraud y Gabriela Bompard, juntando el pringue de sus almas torvas como juntaron el pringue de sus cuerpos sádicos, idearon la siniestra aventura de levantar un patíbulo en la habitación de un piso, ejecutar allí mismo una víctima y meterla en un baúl...

 Los periódicos europeos no hablaron de otra cosa en más de un año, y de aquella a esta fecha se han escrito muchos volúmenes sobre el asesinato de Gouffé por Eyraud y Gabriela Bompard.

 Pero no pasan años por este crimen, cuya espeluznante trama sigue inalterable en la retina de París. Otras aventureras trataron de imitar a Gabriela: Mary Rogers, en los Estados Unidos: la Klein en Viena y hasta un hombre, Devreux, en uno de los alrededores de Londres. El nombre de Gabriela Bompard aparece periódicamente en las principales publicaciones de Francia y el extranjero, y en estos días «Le Matin» la exhibe en folletín escrito por Jaume, ex-inspector principal de policía, y en escenas como esta, que yo he oído de los labios de Gabriela y que deja muy atrás cuanto puede idear la fantasía más lúgubre:

 C'était après le crime, à Lyon, à l'hôtel de Toulouse. La malle, où I'huissier se décomposa avec bruit, est dans un coin de la chambre 6, près du lit. Eyraud et Gabrielle se déshabillent. Une détonation retentit, dans la malle sanglante.

 -Tiens, fait Eyraud, c'est lui qui se vide!

 Et au lit, il donne à Gabrielle une séance amoureuse d'une frénésie extraordinaire. Il interrompt ses caresses pour «engueuler» le cadavre de Gouffé.

 -Salaud! lui dit-il, en montrant le poing, tu ne peux plus l'embrasser, hein? Eh bien! moi, je l'embrasse! Ah! ah! viens-y donc! Mais tu ne viendras pas! il lui faut d'autres hommes que toi, à Gabrielle!

 No hay más que una Gabriela, como no hay más que un baúl-tumba, y la policía, sacudiendo la obsesión del baúl sangriento, debe dejarse de ver Gabrielas en todas partes.

 Porque ya no se puede salir de viaje con un baúl negro sin excitar la curiosidad pública y sin que la policía frunza el ceño, preguntándose: -¿Cargará ése con un cadáver?...


 Gotas de sangre (crímenes y criminales), París, 1910.  




viernes, 17 de febrero de 2012

Hechicera y hechizador




 Manuel Gutiérrez Nájera

  
 La galantería francesa acaba de cometer un acto de injusticia, condenando a Gabriela Bompard a veinte años de trabajos forzados. Eso es injusto, muy injusto; merecía que la ahorcaran. 
 Eyraud va a sufrir la pena de muerte. Y ese pobre hombre no ha sido más que una víctima de la desvergonzada mujerzuela, que por vestirse de pieles no hizo ascos a la piel humana. En resumen, lo que hizo Eyraud fue comprar a la Gabriela un vestido de piel de Gouffé, que él va a pagar con su pellejo.
 Yo disculpo a ese canalla que ni siquiera es un gran criminal. Lo considero incapaz de sentir el placer del crimen. Un hombre que mata porque le gusta la sangre, es más disculpable que el que mata porque le gusta el dinero. En Eyraud todo es bajo: sale del alcohol, del fango, de las enaguas sucias. Dobla el cuerpo de Gouffé, y lo mete, arrugado y hediondo en la maleta, de igual modo que dobla y guarda la camisa usada. Asesina por llevar un trapo a esa perdida y por beber algunas copas de cognac. No es hermosamente malvado; no es artista, no es inventor ni original como homicida. Se le debe pinchar, como a pingajo, con el gancho del trapero. Su cabeza estará mejor en el canasto de la basura que en el cesto de la guillotina.
 Pero ese hombre enlodado; ese hombre cuyo ser moral sale del proceso, como salen de la atarjea los que limpian albañales; ese huérfano de la vergüenza, a quien mató al nacer, tiene una disculpa en su favor: amó a Gabriela.
 Me horroriza haber estampado esta verdad asquerosa pero, es verdad. Amó a Gabriela! La vendía, la entregaba, se prostituía con ella; pero la vendía para comprarla; la entregaba para que no se le fuera; se prostituía con ella para hacerse amar de esa prostituida. ¿Y esto es amor? A primera vista repugna llamarlo así. Es como si a un sapo lo llamáramos Romero. Pero es amor, es amor en el sentido bestial de la palabra. Así aman los cerdos en la piara. Poco importaba a Eyraud que esa mujer perteneciera a todos, con tal que entre esos todos estuviera él. Se habían confundido esos dos cuerpos en una misma inmundicia y tenían el color del mismo estercolero. Iban, no abrazados voluptuosamente como Paolo y Francesca, sino abrazados brutalmente, a veces como quien besa y a veces como quien muerde, por los círculos tabernosos de su infierno.
 Ya había consentido él en que ella no tuviera vergüenza, con tal de que toda su desvergüenza fuera suya, a ratos. Ya habían celebrado un pacto para robar juntos y gastar lo robado en compañía. Pero con esta cláusula: Gabriela robaba para sí, y en circunstancias apretadas para él: Eyraud robaba siempre para ella, y a veces para él.
 Repito que da asco llamar amor a este ayuntarse de dos enamorados impudores. Pero no hay otra palabra que exprese la invencible tendencia de un ser a otro ser.
 Veamos ahora cuál de esos dos amores tuvo un minuto de ser amor, dentro del mismo fango. Cuando Eyraud mata a Gouffé obedece a su hembra, la complace, le lleva el puñado de monedas que le pide y le entrega su vida. Es un monstruo; pero es un monstruo que monstruosamente quiere.... me resisto siempre a decir amar....
 Eyraud comete un homicidio por Gabriela. Gabriela no fue capaz siquiera de callar para salvar al hombre a quien había perdido. De ese bellaco hizo ella un asesino. Y cuando él no tenía ya nada que darle, tiró su cabeza al canasto, como se tira un sombrero viejo al cajón de la basura. No obró por celos; no por arrepentimiento, ni por venganza. Quiso exhibir su desfachatez y su descaro en el banquillo de la justicia, como antes lo había exhibido en la butaca del teatro.
 ¿Cómo ha de tener excusa esa mujer? Por mujer, le perdonan la vida los jurados. Y porque pertenece al sexo femenino, porque es hembra, la considero más culpable. No habría pedido la pena de muerte para ella, porque no la pido para nadie: pero sí habría demandado que se le impusiera, cuando menos, pena igual a la de Eyraud. Este fue su perro de presa; ella, la que le dijo: Sus! a él!
 ¿Cuándo fue mujer, verdaderamente mujer, esa Gabriela? Toda mujer agradece que la amen o que la soliciten, a menos que odie a quien la solicita. Gabriela no odiaba a Gouffe. Lo cita, lo llama, lo ve llegar convulso de pasión, y en los momentos en que toda mujer es mujer, ella es hiena. Todo lo ha preparado, como haciendo un guiso. Ya está la salsa, y solo falta el pavo para torcerle el pescuezo. Lava ella sus brazos para que sea más corredizo el nudo. En el momento oportuno, llama al mozo a su amante para que la ayude; y luego vuelve a lavarse, con absoluta naturalidad, como la mujer que vuelve de hacer en la cocina una ommelette soufflé.
 Ni siquiera es supersticiosa esa mujer, como lo son generalmente las mujeres; ni siquiera es cobarde. Duerme cerca del cadáver como cerca de un ebrio. Y luego ayuda a plegarlo en tres dobleces, lo ata y lía como si fuera almohada, hace con su cabeza lo que haría con una capota para hacerla caber en la sombrerera; cierra la maleta, y marcha al paradero del ferrocarril cantando coplas de la última opereta.
 ¿Esto es mujer? Cuando más me ha repugnado es cuando la he visto desde aquí sonreír y hacer la comedia en el jurado. ¡Engañando hasta el fin, para ser consecuente consigo misma! ¡Siempre novelera, siempre usando de embustes y trapacerías, siempre en busca de aplausos y miradas! ¿A qué apeló? A decir que había sido hipnotizada, y que durante la hipnosis Eyraud le sugirió la idea del crimen. Casi, casi, intenta presentarse como una víctima de la ciencia o como una sensitiva.
 Por supuesto que en este asunto hay un hipnotizado; pero el hipnotizado es Eyraud. Todos cual más, cual menos, estamos hipnotizados por alguno o por algunos, y, sobre todo, por alguna o por algunas. No es nuevo que hagamos muchas veces la voluntad ajena, ni necesito decirlo en griego para que lo crean; así como las cocineras no necesitan conocer la ley económica de la oferta y la demanda, para saber que cuando en el mercado hay muchos chícharos, los chícharos valen menos. Todo hombre enamorado es un fenómeno de hipnotismo. Todo hombre nace con la sugestión de conseguir dinero. Los honrados trabajan, y los picaros roban. Y como Eyraud es un miserable, y como quería a Gabriela bestialmente, cuando ésta le pedía dinero, él lo robaba. Hubo un momento en que para robarlo necesitó matar, y asesinó.
 !Medrados quedaríamos con esta irresponsabilidad de los criminales, que, en defensa de la Bompard, ha proclamado la escuela de Nancy! Esa doctrina debe haber sido sugerida por algún criminal.
 Pero si un hombre sugiere a otro que cometa un crimen, la sociedad sugiere a los jueces que castiguen a ambos criminales.
 En todo caso, como ya lo dije, si en este caso hay un hipnotizado, naturalmente hipnotizado, ese es Eyraud. El tiene una disculpa: amó a su modo, como el bruto. Su hembra nunca amó.