domingo, 21 de enero de 2024

Muerte de Antonin Artaud

 

 Julio Cortázar

 Con Antonin Artaud ha callado en Francia una rota palabra que sólo estuvo por mitad del lado de los vivos mientras el resto, desde un lenguaje inalcanzable, invocaba y proponía una realidad atisbada en los insomnios de Rodez. Como sigue siendo natural entre nosotros, nos enteramos de esa muerte por veinticinco menguadas líneas de una «carta de Francia» que mensualmente envía el señor Juan Saavedra (a la revista Cabalgata); cierto que Artaud no es ni muy ni bien leído en ninguna parte, desde que su significación ya definitiva es la del surrealismo en el más alto y difícil grado de autenticidad: un surrealismo no literario, anti y extraliterario; y que no se puede pedir a todo el mundo que revise sus ideas sobre la literatura, la función del escritor, etc.

 Da asco, sin embargo, advertir la violenta presión de raíz estética y profesoral que se esmera por integrar con el surrealismo un capítulo más de la historia literaria, y que se cierra a su legítimo sentido. Los mismos jefes desfallecen agotados, retornan con cabezas gachas al «volumen de poemas» (tan otra cosa que poemas en volumen), al arcano 17, al manifiesto iterativo. Por eso habrá que repetirlo: la razón del surrealismo excede toda literatura, todo arte, todo método localizado y todo producto resultante. Surrealismo es cosmovisión, no escuela o ismo; una empresa de conquista de la realidad, que es la realidad cierta en vez de la otra de cartón piedra y por siempre ámbar; una reconquista de lo mal conquistado (lo conquistado a medias: con la parcelación de una ciencia, una razón razonante, una estética, una moral, una teleología) y no la mera prosecución, dialécticamente antitética, del viejo orden supuestamente progresivo.

 A salvo de toda domesticación, por gracia de un estado que lo sostuvo hasta el fin en una continuada aptitud de pureza, Antonin Artaud es ese hombre para quien el surrealismo representa el estado y la conducta propios del animal humano. Por eso le era dado proclamarse surrealista con la misma esencialidad con que cualquiera se reconoce hombre; manera de ser ineludiblemente inmediata y primera, y no contaminación cultural al modo de todo ismo. Pues ya es tiempo que esto se advierta mejor; lo digo para los jóvenes supuestamente surrealistas, que tienden al tic, a la determinación típica, que dicen «esto es surrealista» como quien le muestra el ñú o el rinoceronte al niño, y que dibujan cosas surrealistas partiendo de una idea realista deformada, teratólogos a secas; es ya tiempo de que se advierta cómo a más surrealismo corresponden menos rasgos con etiqueta surrealista (relojes blandos, giocondas con bigote, retratos tuertos premonitorios, exposiciones y antologías). Simplemente porque el ahondamiento surrealista pone más el acento en el individuo que en sus productos, avisado ya de que todo producto tiende a nacer de insuficiencias, reemplaza y consuela con la tristeza del sucedáneo. Vivir importa más que escribir, salvo que el escribir sea —como tan pocas veces— un vivir. Salto a la acción, el surrealismo propone el reconocimiento de la realidad como poética, y su vivencia legítima: así es que en último término no se ve que continúe existiendo diferencia esencial entre un poema de Desnos (modo verbal de la realidad) y un acaecer poético—cierto crimen, cierto knock-out, cierta mujer— (modos fácticos de la misma realidad).

 «Si soy poeta o actor, no lo soy para escribir o declamar poesías, sino para vivirlas», afirma Antonin Artaud en una de sus cartas a Henri Parisot, escrita desde el asilo de alienados de Rodez. «Cuando recito un poema, no es para ser aplaudido sino para sentir los cuerpos de hombres y mujeres, he dicho los cuerpos, temblar y virar al unísono con el mío, virar como se vira de la obtusa contemplación del buda sentado, muslos instalados y sexo gratuito, al alma, es decir a la materialización corporal y real de un ser integral de poesía. Quiero que los poemas de François Villon, de Charles Baudelaire, de Edgar Poe o de Gérard de Nerval se vuelvan verdaderos, y que la vida salga de los libros, de las revistas, de los teatros o de las misas que la retienen y la crucifican para captarla, y que pase al plano de esta interna imagen de cuerpos...».

 Quién podía decirlo mejor que él, Antonin Artaud lanzado a la vida surrealista más ejemplar de este tiempo. Amenazado por maleficios incontables, dueño de un falaz bastón mágico con el que intentó un día sublevar a los irlandeses de Dublín, tajeando el aire de París con su cuchillo contra los ensalmos y con sus exorcismos, viajero fabuloso al país de los Tarahumaras, este hombre pagó temprano el precio del que marcha adelante. No quiero decir que fuese un perseguido, no entraré en una lamentación sobre el destino del precursor, etc. Creo que son otras las fuerzas que contuvieron a Artaud en la orilla misma del gran salto; creo que esas fuerzas moraban en él, como en todo hombre todavía realista a pesar de su voluntad de sobrerrealizarse; sospecho que su locura —sí, profesores, calma: estaba loco— es un testimonio de la lucha entre el homo sapiens milenario (¿eh, Sören Kierkegaard?) y ese otro que balbucea más adentro, se agarra con uñas nocturnas desde abajo, trepa y se debate, buscando con derecho coexistir y colindar hasta la fusión total. Artaud fue su propia amarga batalla, su carnicería de medio siglo; su ir y venir del Je est un Autre que Rimbaud, profeta mayor y no en el sentido que pretendía el siniestro Claudel, vociferó en su día vertiginoso.

 Ahora él ha muerto, y de la batalla quedan pedazos de cosas y un aire húmedo sin luz. Las horribles cartas escritas desde el asilo de Rodez a Henri Parisot son un testamento que algunos no olvidaremos. Traduje la primera de ellas, la única que tal vez no ocasione la moralizadora clausura de estas páginas.

                                                    1948


 "Muerte de Antonin Artaud" apareció originalmente en Sur, mayo de 1948. Se reprodujo (ver imagen) en El Contemporáneo, núm. 4, junio de 1969. Recogido en Obra crítica, vol. 2, Alfaguara, 1994, pp. 151-55.

 

sábado, 20 de enero de 2024

Artaud, perseguido de Dios

 

 Andrés Henestrosa


¿De dónde venía Antonin Artaud cuando llegó a México a principios de 1936? ¡Quién sabe! Quizá ni él lo supiera, alucinado viajero y hombre péndulo entre la más alta y luminosa razón y la más negra y dolorosa locura. Es el caso que una noche lo encontré en casa de la pintora María Izquierdo, allí en la calle de Venezuela, rodeado de amigos que lo escuchaban azorados. De pie, la cabeza despeinada, hablaba como un poseso, de manera tan rápida y en términos tan poéticos y tan elevados que costaba trabajo al auditorio seguirlo y entenderlo cabalmente.

 ¿De qué hablaba Antonin Artaud? Hablaba de los indios, de las culturas indias, para muchos muertas pero para él las únicas vivas para siempre. Mi presencia y mi condición de hablante de lenguas indígenas, lo llevaron de pronto a hacer tierra, esto es, a abandonar aquella enajenación verbal que se había apoderado de su espíritu. Entonces comenzó pausadamente, como para que yo pudiera seguirlo, una deslumbrante disertación sobre las culturas indias de México, que él comparaba con las más ilustres de todos los tiempos: con la egipcia, la china y la griega.

 Si llegó a ponerla en papel es cosa que ignoro. Si no lo hizo, se perdieron para siempre aquellas reflexiones iridiscentes, lúcidas hasta el vértigo.

 Quería Antonin Artaud que se le llevara con el Presidente Lázaro Cárdenas, a fin de que México le diera los medios para visitar todos aquellos lugares en que florecieron las grandes culturas indias: Yucatán, Oaxaca, Veracruz, Tabasco; en fin, el país entero, porque como él proclamaba, casi no hay sitio en estas tierras donde, como en el verso de Rubén Darío, uno clave su pica, sin que tropiece con la América ignota.

 No puedo reconstruir su persona física, pues siempre que lo intento, por no sé qué extraño mecanismo, es la del doctor Leopoldo Salazar Viniegra la que se presenta frente a mis ojos. Nunca he podido explicarme este extraño fenómeno. ¿Se parecían en realidad estos dos hombres? Es posible. Recuerdo que una noche, errando por la ciudad de Washington, se me ocurrió entrar a una sala cinematográfica, sin fijarme en el programa. Un verdadero espanto me produjo ver a Antonin Artaud en la pantalla: era que pasaban una película en que él hacía un extraño papel histórico, creo que de Heliogábalo. Creí haber retenido su imagen verdadera: durante algunos días me fue familiar, y ahora que ha vuelto a mi memoria su nombre, al evocar su figura, es la de Leopoldo Salazar Viniegra la que reaparece.

  Era Artaud un perseguido de Dios, o del demonio, o de sí mismo. Salió de Francia cuando ya con nadie podía entenderse, cuando su idioma ni siquiera para su propia cordura y locura daba de sí. Y vino a México con la íntima esperanza de encontrar un mundo nuevo que le permitiera recobrarse, darle un poco de paz y de sosiego. Por aquí anduvo cerca de un año, con pequeñas temporadas en la capital, y una muy larga entre los tarahumaras. Con sus observaciones de la vida de esos indios, con lo que pudo alcanzar de sus ritos y del misterio de su alma recóndita, escribió algunos artículos que fueron publicados en El Nacional: relampagueantes, en el linde lo genial.

 En muy pocas ocasiones un escritor extranjero -y los hay muchos ilustres- han logrado obtener del mundo de los indios una visión tan penetrante, como ésa que Antonin Artaud nos dio de los indios tarahumaras. Con una precisión de sonámbulo se movió en el mundo tarahumara, sin perder pisada que lo precipitase al abismo, del que por el contrario, ascendió en las ya pocas ocasiones que pudo hacerlo.

 Un día cualquiera se fue de México, otra vez huyendo de sí mismo. Apenas llegado a Francia  le sobrevino la locura final, y murió en un manicomio después de muchos años de agonía.

                                                                                    28 de junio de 1959

 

 Alacena de minuncias (1951-1961), Ed.Miguel Angel Porrua, 2007, 638-40.


viernes, 19 de enero de 2024

martes, 16 de enero de 2024

Recuerdos de Antonin Artaud




Cultura. Revista Bimestral del Ministerio de Cultura, Núm. 8, marzo-abril 1956, San Salvador, El Salvador, C. A., pp. 87-92. 

jueves, 11 de enero de 2024

Invocación a la momia

 


 Antonin Artaud

 

 Esa nariz de huesos y de piel

donde comienzan las tinieblas

de lo absoluto, y la pintura de esos labios

que cierras como un telón

 

 Y ese oro que te roza en sueños

la vida que tus huesos roe,

y las flores de esa mirada falsa

por la que vas hacia la luz

 

 Momia, y esas manos de alambre

para revolverte las entrañas,

esas manos donde la sombra atroz

adquiere el aspecto de un pájaro

 

 Todo esto de que se orna la muerte

con un rito aleatorio,

esa charla de sombras, y el oro

en que nadan tus entrañas negras

 

 por allí yo te encuentro,

por el camino calcinado de las venas

y tu oro es como mi pena

el peor testigo y el más fiel


 Invocation a la momie


 Ces narines d’os et de peau

par où commencent les ténèbres

de l’absolu, et la peinture de ces lèvres

que tu fermes comme un rideau

 

Et cet or que te glisse en rêve

la vie qui te dépouille d’os,

et les fleurs de ce regard faux

par où tu rejoins la lumière

 

Momie, et ces mains de fuseaux

pour te retourner les entrailles,

ces mains où l’ombre épouvantable

prend la figure d’un oiseau

 

Tout cela dont s’orne la mort

comme d’un rite aléatoire,

ce papotage d’ombres, et l’or

où nagent tes entrailles noires

 

C’est par là que je te rejoins,

par la route calcinée des veines,

et ton or est comme ma peine

le pire et le plus sûr témoin.

 


 Traducción de Raúl Gustavo Aguirre