Art. 173. — Para los efectos de
estas Ordenanzas se entenderá por casa de vecindad o ciudadela, cualquier casa,
edificio o parte de éste, destinado a domicilio o vivienda de tres o más
familias que vivan independientes unas de otras, con derecho común a los
pasillos, escaleras, patios, baños, azoteas, inodoros o excusados, y que
cocinen por separado en la misma casa.
Art. 174. — Toda casa de
vecindad tendrá a su frente un encargado, responsable inmediato del
cumplimiento de las siguientes obligaciones, sin perjuicio de la acción que
proceda contra el propietario:
Art. 175. — Llevar un libro
registro en el que se anoten nombre, apellido, naturalidad, edad, estado y
procedencia de cada uno de los inquilinos de la casa, expresando el día de su
ingreso en la misma y cuarto que ocupen, así como los traslados que efectúen de
habitaciones en la propia casa o cuando cesen de ocuparlas.
Art. 176. — Dar parte en el
término de veinticuatro horas al Jefe de Sanidad de todo enfermo en la casa que
no tenga asistencia médica.
Art. 177. — Interrogar al
facultativo que visite al enfermo si se trata de alguna enfermedad
transmisible, y en la afirmativa dar parte inmediatamente al Jefe de Sanidad.
Art. 178. — Obligar a los
inquilinos a que sólo viertan las basuras en depósitos de hierro galvanizado,
suministrados por el propietario, y conforme al modelo y número que fije la
Junta de Sanidad.
Art. 179. — Cuidar de que los
patios y corredores se hallen siempre en el mayor estado de limpieza, para lo
cual no permitirá que a los mismos se arrojen basuras o aguas sucias.
Art. 180. — Impedir que en la
casa se depositen muebles inutilizados o trastos viejos.
Art. 181. — Tener cuidado de
que todos los tragantes de los caños tengan agua y puesta siempre su tapa, e
inspercionarlos con frecuencia para asegurarse de que funcionan debidamente,
así como las sifas, rampas, etc., de los vertederos, fregaderos y demás
instalaciones sanitarias.
Art. 182.- Vigilar
constantemente los inodoros y urinarios para que estén siempre en completo
estado de limpieza y función y evitar que se obstruyan; así como cuidar de que
en el suelo de los mismos no se depositen orines ni otras suciedades.
Art. 183. — Inspeccionar los
cuartos todos de la casa para cuidar de que en el interior de ellos se observen
el aseo y la limpieza correspondientes; y al notar que algún inquilino no tiene
limpia la habitación, amonestarlo en seguida, y comunicar la falta al Jefe de
Sanidad, si se repitiere.
Art. 184. — Conservar el patio
de tal manera que no se formen charcos en el mismo; y cuidar de que los pozos,
aljibes, tanques u otros depósitos de agua de la casa estén debidamente
cubiertos con tapas o tela metálica a prueba de mosquito.
Art. 185. — Impedir que
pernocten en ninguna habitación de la casa mayor número de personas del que
corresponda a la capacidad de aquélla y en el número que tenga dispuesto la
Junta de Sanidad, indicado en tablillas que se conservarán fijas en el interior
de cada habitación. Todas las habitaciones estarán numeradas con caracteres
permanentes.
Art. 186. — Efectuar la
limpieza esmerada de toda habitación que se desocupe en la casa antes de que
vuelva a ser alquilada, conservándola con la puerta clausurada; y comunicar en
seguida a la Junta de Sanidad, para la desinfección correspondiente, si hubiese
habido en ella algún caso de enfermedad de las que es obligatorio dar parte.
Art. 187. — En toda casa de
vecindad habrá en los patios, corredores y pasillos, una escupidera por cada
veinte personas. Las escupideras se colocarán en soportes especiales a un metro
de altura del suelo y será deber del Encargado mantenerlas aseadas y con la
solución antiséptica que disponga la Junta de Sanidad.
Art. 188. — Por cada veinte
personas ha de haber un baño, un inodoro o excusado y un vertedero, todos con
pisos y paredes impermeables, éstas hasta uno y medio metros de altura, por lo
menos.
Art. 189. — Toda casa de
vecindad estará provista de agua suficiente para proporcionar 100 litros de
agua diarios, a lo menos, por persona.
Art. 190. — Las paredes todas
de la casa, así como los techos, puertas y ventanas, han de estar absolutamente
limpias, bien blanqueadas y pintadas, y sin grietas ni hendiduras. Las paredes
todas serán blanqueadas una vez al año, por lo menos.
Art. 191. — No se permitirá que
se coloquen telas u obstáculos o papeles en los huecos, lucetas o ventanillas
de las habitaciones, que dificulten la entrada de la luz o del aire en el
interior de las mismas...
Art. 192. — Las bateas o
depósitos destinados a lavar, deberán tener por soportes, aros o pies de amigo
de metal, empotrados en la pared, y no barriles, cajas u otra clase de envases.
Las paredes de los lugares destinados a lavar estarán repellados hasta uno y
medio metros de altura, por lo menos, con material impermeable.
Art. 193. — Queda prohibido el
cocinar o lavar en el interior de las habitaciones. En cada casa de vecindad de
nueva construcción existirán dos departamentos especiales, inhabitados y
comunes: uno para lavadero y otro para cocina.
Art. 194. — Queda prohibido
dividir las habitaciones por medio de tabiques, barbacoas, etc. cualquiera que
sea el material que se emplee para ello.
Art. 195. — La habitación más
pequeña de toda casa de vecindad no podrá tener menos de nueve metros cuadrados
de área y cuatro metros de altura.
Art. 196. — Quedan prohibidos
en las casas de vecindad los establecimientos industriales o comerciales: y en
tal virtud no podrá instalarse en el edificio de las mismas tiendas de ninguna
clase, exceptuándose tan sólo aquellas casas de más de un piso con entrada y
servicios sanitarios independientes de la parte destinada a vecindad y previa
la autorización de la Junta de Sanidad.
Art. 197 -En las casas de
vecindad no existirán caballerizas, ni se tendrán en parte alguna de ellas
animales de ningún género, con excepción de pájaros en jaulas.
Art. 198. —El enfermo atacado de alguna enfermedad
transmisible que se encuentre en una casa de vecindad, será trasladado a un
hospital de aislamiento cuando así lo crea necesario el Jefe de Sanidad.
Art. 199. — Si el encargado de
la casa de vecindad encontrare resistencia por parte de algún inquilino para la
observancia de estas Ordenanzas, o si alguno faltare a las mismas, dará cuenta
en seguida al Jefe de Sanidad.
Art. 200. — Toda casa de nueva
construcción no podrá dedicarse a vecindad sin que sus planos al efecto no
hubiesen sido aprobados por la Junta de Sanidad. Tampoco podrá destinarse en lo
sucesivo para casa de Casas de vecindad ninguna casa de las que existen
actualmente dedicadas a otro objeto, sin la autorización previa de la Junta de
Sanidad.
Art. 201. — Los encargados de las casas de vecindad están
obligados a facilitar a los Inspectores de Sanidad cuantos datos soliciten
respecto a ellas, así como a acompañarlos en sus respectivas visitas de
inspección.
Art. 202. — En la entrada de
cada casa de vecindad se fijarán las reglas contenidas en este Capítulo, en
hoja impresa proporcionada por la Junta de Sanidad.
Visto desde la calle, el solar parecía un sucio y estrecho callejón sin salida. A lo largo, por ambos lados, hileras de puertas; cada puerta perteneciente a un cuarto pequeño, obscuro, sin adecuada ventilación, de paredes húmedas y suelo enladrillado. Cada cuarto era la habitación de una familia, compuesta de tres, cuatro y hasta nueve individuos. Al fondo, dos cuartos excusados y una sola pila de agua para todas las familias. El estrecho patio o callejón, estaba ocupado con bateas, cubos, latas, tiestos, hornillas, canastos y otros cachivaches caseros. De parte a parte y sostenidas por horquetas hechas de cañas bravas, cuerdas tendidas de las que colgaban las piezas de ropas recién lavada y puesta a secar.
Entraron. El solar estaba animado. Gritos, cantos, charla femenil, lloros de niños y raras voces de hombres. Algunas mujeres lavaban, otras planchaban, cosían, cocinaban, trajinaban, disputaban. Muy pocas fumaban sentadas en desenrejilladas mecedoras, dando de mamar a sus críos. Dos niños de corta edad jugaban con una silla, convertida por el poder de su infantil imaginación en indócil caballo, sobre el que cabalgaban alborozados; el mayor era blanco y rubio, el menor de piel de ébano. En el primer cuarto a la izquierda, que formaba como una accesoria con puerta a la calle, trabajaba afanosamente un obrero carpintero, y al ruido de la sierra uníase en el de la máquina de coser del pobre taller de modista establecido en la accesoria de la derecha. -Aquí tienes un cuadro de los muchos que puede ofrecerte la vida miserable habanera. La atmósfera, aun en el patio, era pesada. De los abiertos cuartos salía un desagradable vaho; en todos veíase escaso y pobrísimo mueblaje: sillas y mecedoras con el enrejillado roto, mesas desvencijadas, catres con la tela llena de remiendos, cajones, montones de trapos sucios… -El campamento de la miseria- dijo Carlos. Siguiendo al doctor, penetró en el último cuarto de la derecha. Una mulata que no pasaría de los cuarenta años, sumamente delgada, sentada en una mecedora, saludó a los visitantes con una triste sonrisa. -Aquí tienes a nuestra enferma, vamos a ver, diagnostica. Y dirigiéndose a la mulata, añadió: -Es un compañero que he traído para que te vea. -Paréceme que no se necesita gran ciencia para diagnosticar en este caso. Sin embargo, para más seguridad… ¿Me permite, Señora? Procedió a auscultarla. -El pulmón izquierdo es el afectado. -Bien; ¿y qué le recetarías? -Algún preparado de creosota. Dieta preferentemente láctea, huevos… reposo, aire puro. As ser posible, vivir en el campo, en un lugar alto y seco. -Sí, sí, lo clásico, en lo que mezclamos una medicación inútil con un método de vida adecuado. Y fíjate que lo único que podemos poner a su alcance es precisamente lo que menos falta le hace. -Realmente, no es este lugar apropiado para una enferma como la señora. Hay falta de ventilación, de aire puro. -No tengo otro. ¿Adónde voy a ir? -¿Tiene usted familia? -Una hija de catorce años. -¿Vive aquí, con usted? Pero es un … No se atrevió a completar la frase. -Es mi único sostén. -¿Trabaja? -Despalilla, y con lo poco que gana, vamos tirando. -¿Y su marido? -!Quién se acuerda…! Me abandonó. Tuve que trabajar por mi hija y por mi. !Lo que he sufrido! Bastantes veces nos acostamos sin comer y no pocas comimos lo que la caridad de los vecinos nos ha proporcionado. La vida ha sido dura para nosotras. Crea que si no fuera por mi niña, desearía morir. -¿Cuánto gana su hijas? -De tres a cuatro pesos a la semana. -¿Y con eso han de comer y vestir? -Y para el alquiler de esta pocilga, añadió Anaya. -Triste vida en verdad. -No se crea que es mejor la de los otros. Mire, sin ir muy lejos, en el cuarto del lado, vive un matrimonio con cuatro hijos; el marido no trabaja, la mujer hace pocos días dio a luz. Figúrese la que pasarán. Y a poca diferencia, es parecida la situación de los demás vecinos. Charlando, charlando, entre golpes de tos seca, fue contando la vida de otros habitantes del solar; vidas vulgares, amoldadas a la miseria, que era ya para ellos como una segunda naturaleza; vidas vegetando en la abyección y en la abyección condenadas a desaparecer, huérfanas de aspiraciones y de anhelos. -No se fatigue más hablando -dijo Anaya levantándose. -¿Me encuentra mejor, doctor? -Algo mejor, pero no olvide mis recomendaciones de tener siempre la ventana abierta y reposar lo más posible, y sobre todo, que su hija no utilice nada de usted, y evite besarla. -¡Si supiera que esto es el mayor sacrificio que me impongo! !No poder besar a mi hija! -Peor sería que la viera enferma por besarla. -Hoy tampoco puedo pagarle la visita, doctor. -No se ocupe. Ya me pagará cuando pueda. Atravesaron el patio, bajo las miradas curiosas de las vecinas. La atmósfera se había hecho más desagradable, impregnada de humo y de los olores provenientes de miserables guisos. En la puerta, preguntó la parda: -¿Cómo está la tísica, dotol? -Lo mismo. -¡La pobre! Valiera más que muriera. Tose que tose toa la santa noche, y una sin podé dormir. Tuvieron que echarse a un lado para dar paso a un beodo, que tomando impulso desde la calle y trazando una gran S, fue a dar contra la pared de dentro, en la que se apoyó para no caer. Mirándolos agresivamente, exclamó: ¡Que fue! He entrado porque me da la gana. Pa eso es mi casa. -¿Tan temprano y ya jaleo, condenado? -gritóle la parda. -Me da la gana. Pa eso trabajo. -¿Trabajá tú?…Si no fuera por lo que yo lavo. -Pa eso eres mi mujer.
fragmento de La mulata soledad, Barcelona, Impresos Costa, 1929, pp. 21-24.
(...) Hemos nacido en esa generación, yo no sé
si feliz o infortunada, realizadora de las grandes luchas que tanta
trascendencia han tenido en el orden social y político de nuestro pueblo; en
esa generación que ha derribado la alta montaña de hábitos, enseñanzas y
prejuicios levantada por la labor infecunda de cuatro siglos de vida colonial,
y que a la postre envuelta en una atmósfera que la esperanza oxigena, y
estimulada por ilusiones que se fraguan en las primeras palpitaciones de la
libertad, nos ha adueñado de nosotros mismos para hacernos subir a las cumbres
desde donde se contemplan las anchas corrientes de las nuevas ideas que, como
las ondas de un mar agitado, dejan oír el rumoreo de sus movibles marejadas.
Tenemos delante de nosotros, entregado a
nuestra propia iniciativa y a nuestra propia responsabilidad, un país nuevo que
nos pide soluciones para todos sus problemas, y que, naturalmente, espera de
los que cultivan las Ciencias y de los que tienen como misión propia guiar a la
juventud, viveza en la lumbre, que el pensamiento como deidad tutelar mantiene
en cada cerebro, para que de ella broten, como átomos encendidos, las ideas
generosas y fecundas que han de empujarlo por la amplia vía de la prosperidad material
y de las grandes satisfacciones morales.
Agobiado mi espíritu por estas preocupaciones;
aguijoneado por los deseos, que el patriotismo estimula, de ver disipadas las
nieblas que oscurecen el porvenir, he penetrado en el campo intrincado de
nuestros problemas sociales y al resplandor luminoso de la Ciencia, he llegado
a esta convicción:
Los países tropicales están llamados a una
grande, a una extraordinaria prosperidad; pero para que esto se realice, es
condición indispensable y necesaria el concurso de las ciencias médicas.
Esta es la tesis que a grandes rasgos, por
supuesto, trataré de demostrar.
Si examinamos, en un mapa, la distribución del
hombre sobre la superficie del planeta, veremos que en las regiones templadas
es donde se aglomera la mayor cantidad de población; que las tierras árticas
están poco pobladas y que los grandes territorios tropicales sostienen alguna
población en las costas, pero en el interior tienen tan poca que se encuentran
todavía tribus nómadas en muchas partes.
Este es un hecho de observación.
Como en la naturaleza nada resulta
arbitrariamente, debe existir alguna razón que justifique el hecho y, a mi
juicio, está en los orígenes de la población.
Desde luego declaro que no voy a señalar el
lugar en que el hombre apareció por primera vez en la superficie de la tierra;
ni siquiera pretendo indicar la época geológica que marca la línea de
separación entre los antropoides y el hombre, pero sí puedo hacer algunas
inducciones partiendo de los datos que la observación y la experimentación
tienen como exactos, y de los postulados que las ciencias biológicas han
consagrado como verdades adquiridas.
La zoología moderna nos enseña que en el orden
de sucesión de las especies, aparecieron primero los animales de sangre fría,
es decir, los que tienen en su cuerpo la temperatura del medio en que habitan;
especies que viven en el agua y que al subir a la tierra tuvieron que sufrir
grandes evoluciones para acomodarse al nuevo medio de existencia. Así de los
seres acuáticos surgieron los anfibios, y más tarde las aves y los mamíferos, y
con éstos el hombre, el que enfática y gallardamente llamó Linneo Homo sapiens.
Pero para que estas transformaciones pudieran
tener lugar se necesitaba, como factores fundamentales, no sólo el tiempo, sino
condiciones apropiadas para la adaptación, porque había que fabricar, por medio
de evoluciones prodigiosas, esos canales por donde circulan los líquidos
orgánicos que llevan savia de vida a todo el organismo, y sobre todo ese
sistema nervioso, tan maravillosamente combinado, que regulariza todas las
funciones y entre ellas el aumento o la disminución del calor, dando a los
animales de sangre caliente temperaturas que les son propias.
Estas transformaciones sólo pudieron iniciarse
en los puntos en que la zona templada coincide con la región vecina de los
alisios, es decir, en los lugares en que los cambios térmicos ambientes son
menos bruscos. De donde se deduce que allí debió aparecer el hombre por la
primera vez, y en esas zonas hacer su desarrollo y crecimiento, y por eso en
ellas no sólo es la humanidad más antigua sino que si consultamos la historia
nos enseña que es el lugar donde ha alcanzado sus éxitos más notables.
Pero la densidad de población en las zonas
templadas trae como consecuencia obligada y necesaria la lucha por la vida, que
cada vez es más precaria, según se relacionen la producción y el consumo; de
ahí el desbordamiento hacia las regiones menos pobladas: es decir, que la
inmigración se impone o, si queréis, nace la expansión.
Se ve bien claro que la emigración, lo mismo
que la expansión, no es más que un problema de biología social que, obedeciendo
a leyes naturales, debe seguir dirección determinada, Pero, ¿por qué esos
movimientos de traslación siguen determinados rumbos? ¿Por qué los habitantes
de las zonas templadas se mueven hacia el sol? ¿Por qué se mueven hacia los
países tropicales?
Pues, porque estos países de sol, estos países
tropicales, le dan al hombre, cómoda y fácilmente, los dos elementos
indispensables que necesita para la vida: la alimentación y el combustible.
El alimento, que está en los vegetales verdes,
de los cuales dependen todos los seres vivos; unos por consumo directo, los
herbívoros, y otros indirectos porque devoran animales herbívoros, que por un
proceso digestivo transforman los vegetales en grasa, tejido muscular, etc.
El combustible, cuyo depósito fundamental son
los mismos vegetales verdes, verdaderos almacenes de calor, pues todo el mundo
sabe que el fenómeno esencial de la vida vegetal es la descomposición del ácido
carbónico del aire, exhalando el oxígeno y fijando el carbono, fenómeno que se
realiza gracias á la clorofila contenida en las plantas.
Y aquí hablo delante de profesores que saben,
mejor que yo, que sin clorofila no hay síntesis orgánica.
Nada nuevo diré al afirmar que el progreso
científico nos deja ya entrever que no está lejano el día en que se extraiga de
las plantas directamente los alimentos que nos son necesarios para reparar
todas nuestras pérdidas, y en que los rayos del sol nos presten su calor para
aplicarlos como fuerza motriz de todas las industrias.
Se ve claro que, con nuestra voluntad o sin
ella, el porvenir nos prepara una invasión que partiendo de las zonas templadas
caerá sobre los países de vegetales verdes, donde reinan el sol y la clorofila:
la clorofila que será la base de múltiples industrias nuevas, y el sol que dará
la fuerza motriz que ha de moverlas; dos minas inagotables y más ricas que las
de oro y de diamantes, como se ha demostrado en California, donde los vegetales
verdes han superado a toda otra riqueza en aquella tierra que fue un tiempo la
tierra clásica de la minería.
El éxodo de los habitantes de las zonas
templadas hacia los trópicos ha comenzado ya, y viene sobre nosotros, no porque
seamos una línea de menor resistencia, sino porque somos un país de sol y de
clorofila. Con los nuevos pobladores progresarán todas nuestras riquezas, sobre
todo la agrícola, que agitará al viento, por todos nuestros campos, los
blanquecinos penachos de la rica gramínea que nuestra tierra fecundiza para que
cristalice su jugo sacarino y endulce el paladar refinado de los pueblos
cultos, y para que lleve, con sus hidrocarbonos, vigor y energía a los músculos
del obrero fatigado; y la solanácea embriagadora vestirá de esmeralda las vegas
de nuestros ríos, para después transformarse en el emblema mundial de la
riqueza cubana y estimular, con su veneno sutil y volátil, el cerebro de los
hombres que representan la más alta intelectualidad humana.
Claro está que no es nuestra patria el único
país tropical, sino que éstos forman una faja alrededor del globo; faja que
ocupa el inmenso espacio comprendido entre los 30 grados al Norte y al Sur del
Ecuador, donde viven pueblos de distintas razas y se desarrollan organizaciones
sociales y políticas muy varias. Claro está que estas organizaciones,
zuceránicas o soberanas, procuran, por medios distintos, atraer la inmigración
que más les conviene, o la que es más adaptable a sus necesidades; pero es
claro también que en igual caso estamos nosotros, que poseemos un territorio
rico y despoblado.
Hasta ahora la corriente de nuestra
inmigración, procede de las regiones de la Europa meridional, y con este
motivo, se ha repetido de antiguo, y se repite todavía, que el europeo sólo
arraiga en los trópicos en situación privilegiada.
Ya en el año 1893, en una sesión solemne de la
Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, trataba yo este asunto y
decía:
Es afirmación bastante generalizada que en la
zona intertropical, el europeo sólo puede existir en condiciones artificiales
de vida, al abrigo de los elementos del clima, de modo que el inmigrante que
sólo cuenta con el trabajo manual para luchar por la existencia, no puede
competir con el indígena adaptado al medio en que ha nacido, por lo tanto aquél
no puede colonizar sin el concurso de éste, que se encuentra protegido por sus
condiciones antropológicas.
El estado natural del europeo que coloniza,
debía ser, según esto, el de minoría privilegiada.
Este principio que parece ser un hecho
comprobado en algunas colonias, no tiene aplicación entre nosotros.
La Isla de Cuba, bajo el punto de vista de su
colonización, presenta caracteres que le son propios.
El primer hecho culminante, y que destruye por
su base la afirmación que hemos apuntado, es, la desaparición rápida de la raza
indígena ante la posesión de la tierra por la raza europea que arraiga y se
propaga; y si es verdad que en las primeras luchas por la adaptación al clima
se introdujo, sin método ni plan, la raza negra y se la esclavizó para que labrase
la tierra, sin embargo el blanco prospera y se multiplica con todos los
caracteres de sus progenitores y cuando surge el conflicto entre las dos
familias afines, la nacida in situ de los primeros colonos ya propagados y que
forman el núcleo fijo de población y los que llegados luego se creen por este
hecho privilegiados, partiendo de un principio de colonización erróneo en este
caso —una guerra de diez años— arrasa el país dando como resultado sorprendente
la desaparición de la esclavitud y el brote vigoroso de la riqueza pública. Y a
través de todas estas convulsiones sociales, aún subsisten, en familias
numerosas, los oriundos de los primeros conquistadores, conservando la
fortaleza física y la actividad cerebral en igual grado que aquellos que, mejor
hallados o menos audaces, germinaron en la madre patria.
No es por tanto exacto para la colonización
española en Cuba lo que algunos tratadistas sostienen como principio general:
aquí el indígena no existe, y las razas inferiores que le sustituyeron, tienden
a diluirse en la masa blanca, que predomina, sostenida por su propia
virtualidad y por una inmigración constante, con tal fuerza de adaptación, que
resiste a las mayores imprevisiones.
No es, pues, en ese camino donde está la
dificultad. La causa más poderosa para alejar de los trópicos al emigrante de
las zonas templadas está en la insalubridad del clima, que produce una excesiva
mortalidad.
Al venir a estos países un europeo cualquiera,
claro está que puede adquirir inmunidad contra determinadas enfermedades; es
decir, que puede ponerse en condiciones de soportar impunemente la acción de
determinados micro-organismos; pero esto exige una inoculación anterior, cuyos
resultados podrán ser benignos, pero que con mucha frecuencia acarrea la
muerte, sobre todo en individuos debilitados o poco resistentes.
Los tiempos pasados aceptaron este criterio
como suprema aspiración: la adaptación al medio no tenía para ellos carácter
antropológico, sino significación genuinamente patológica.
Para que el europeo se considerase aclimatado
en Cuba, era condición precisa que hubiese sufrido la fiebre amarilla, cuando
lo lógico era facilitarle la adaptación, suprimiendo esa causa de mortalidad.
Por semejante sistema se pretendió realizar lo
que se conocía con el nombre de aclimatación, y sus efectos fueron tales que,
después de cuatro siglos, nuestro territorio, que tiene una superficie de
ciento veinte mil kilómetros cuadrados, está despoblado todavía.
Para nuestro criterio científico actual, el
problema consiste en prevenir las enfermedades, no en sufrirlas para, de este
modo peligroso, adquirir inmunidad.
Este ideal de la Ciencia Médica precisa
realizarlo entre nosotros si pretendemos abrir a la vida fecunda del progreso,
nuestros campos despoblados.
La Intervención americana comenzó, con éxito
sorprendente, la obra civilizadora, y la República la continúa con el vigor que
demanda siempre lo que se reconoce como un deber primordial. Aunque nos falta mucho
por hacer, podemos ya levantar la frente con orgullo y decirle al mundo
civilizado: Este país tropical, recién nacido a la vida de la libertad, desde
el punto de vista sanitario, necesita ya estar a la defensiva, porque limpios
estamos de la infección amarilla, de la negra y de la colérica; nos son
desconocidos en la actualidad los genios sombríos, que, según la vieja
tradición, habitaban el delta del Mississippi, del Nilo y del Ganges y que,
envueltos en mantos de nieblas que los efluvios matinales fabrican sobre los
aguas emponzoñadas, van por el mundo, como una maldición, devorando pueblos
imprevisores que, atemorizados, imploran, en vano, la piedad de los dioses
implacables.
La viruela, que fue declarada endémica en la
época colonial, pondría hoy a prueba la sagacidad clínica de algunos médicos,
porque sólo la conocen de oídas; el tétanos infantil, de quien éramos
tributarios, tiende a desaparecer; la rabia y el muermo se han barrido y las
demás enfermedades evitables, que aún figuran en nuestras estadísticas
demográficas, no superan a las que no han podido extinguir los pueblos que más
se preocupan de la salud de sus habitantes.
Es verdad que todavía, como a otros muchos
pueblos civilizados, nos diezma la tuberculosis, y que es éste uno de nuestros
problemas sanitarios que más nos interesa conocer para abordarlo con decisión y
energía, porque entraña para nuestra población grandes peligros. Por esto, y
porque es posible resolverlo, aprovecho esta ocasión para formularlo aquí en
toda su crudeza. He aquí los términos fundamentales del problema: la
tuberculosis se debe a un parásito vegetal conocido con el nombre de bacillus
de Koch, que se expulsa, en gran número, del organismo enfermo, sobre todo, por
los esputos. Pues bien, oíd esto que es muy importante: un centímetro cúbico de
esputo contiene un millón de bacillus; un solo tuberculoso en cada quinta de
tos arroja treinta centímetros cúbicos y tiene al día, por término medio,
veinte quintas, que dan seiscientos centímetros cúbicos de esputos, en donde
hay seiscientos millones de bacillus de Koch, que pesan poco más de un
miligramo.
Supongamos que nuestra República tuviera dos
millones de habitantes; en este caso un solo tuberculoso, le regalaría
diariamente a cada habitante, por este solo procedimiento, trescientos bacillus
de Koch, cantidad suficiente para infestarlo.
¿Qué resulta de todo esto? Pues, oídlo con
espanto: sólo en la ciudad de la Habana, de Enero de 1890 a Diciembre de 1904,
han ocurrido 21,356 defunciones por tuberculosis. Suponedles un valor medio de
quinientos pesos por persona y tendremos que la Habana, en quince años, por el
solo concepto de tuberculosis, ha perdido 10.678,000 pesos; esto sin contar los
gastos naturales que acarrean la enfermedad y la muerte. Pero hay más todavía: la
Habana tiene —y esta es una historia vieja que no me cansaré de repetir- 2,839
casas de vecindad y entre todas suman 33,230 habitaciones, donde se alojan
80,000 personas de todas clases, condiciones, edades y razas.
Pues, oíd esto otro que también es importante:
en estas casas de vecindad, donde vive la tercera parte de los habitantes de la
capital de la República, habitan, próximamente, tres mil quinientos
tuberculosos.
Y basta con esto, que no deseo acongojar más
vuestro espíritu extremando el paludismo, que todavía causa muchas víctimas en
nuestros campos; la fiebre tifoidea, que tiende a retoñar en las aguas de las
ciudades; la disentería y la anquilostomiasis, que la guerra propagó; la
filariosis, que el mosquito alevoso disemina. Pero sí debo decir, que la
inmensa mayoría de las enfermedades que atacan al hombre en los climas
tropicales son parasitarias, y, precisando un poco más, originadas por
parásitos animales. Pues bien: si son enfermedades producidas por parásitos; si
conocemos éstos y de algunos hasta sabemos cómo evolucionan y qué
transformaciones sufren en su vida migratoria; enterados de su manera de ser y
de vivir, nada más fácil que evitar su acción maléfica, es decir, impedir la
enfermedad, que es el bello ideal de la Ciencia Médica actual.
Pero si levantamos la vista del interior de
nuestro país, para fijarla en el exterior; si del aspecto interno pasamos al
externo, al que plantea las relaciones internacionales amistosas, veremos que
éstas no pueden encontrar solución satisfactoria, si no están cimentadas en una
base sanitaria de naturaleza tal, que aleje todo peligro para la salud de los
que habitan territorios vecinos, y que no dé ocasión a conflictos mercantiles;
es decir, que no sea una amenaza ni para la vida, ni para la fortuna de los
demás. Porque las naciones infectadas viven en constante desagrado; tienen un
estigma de inferioridad que las condena al menosprecio de los pueblos cultos y
á la intranquilidad y al recelo de las clases mercantiles que sienten, de
continuo, amenazados sus intereses, Y en los pueblos, como en los individuos,
todo derecho tiene su deber que lo complementa; de ahí que el derecho de
soberanía de una nación sobre su propio territorio no sea imprescriptible, sino
que, por ley natural, está sometido á las condiciones que nacen de sus deberes
complementarios.
Para las naciones chicas es ésta una cuestión
de importancia suprema, porque sólo pueden merecer el respeto y la estimación
de los poderosos, por lo que, en las relaciones internacionales, representan en
el acervo que forma al mundo civilizado la alta cultura científica y moral.
Si Cuba lograse bajar al mínimum su mortalidad
y subir al máximum el término medio de la vida de sus habitantes, no sólo sería
uno de los países más ricos de la tierra, sino que además, por su alto
exponente en la civilización, merecería el respeto y la benevolencia de todos
los pueblos de la tierra.
Para conseguir estos fines sólo necesitamos
médicos educados en los principios de la ciencia sanitaria actual, con la
autoridad y los recursos que las circunstancias demandan; y tenemos los médicos
y tenemos los recursos.
Por eso, las únicas milicias en que podemos
que debemos pensar, son las milicias sanitarias, para que, formando la avanzada
de nuestro progreso, ahuyenten la muerte, limpiando de infecciones los campos y
emplazando higiénicamente los pueblos que han de ocupar los viejos y los nuevos
pobladores. De este modo, podremos, muy pronto, vanagloriarnos de haber formado
una nación de hombres sanos, vigorosos y capaces de disfrutar la tierra que
habitan de un modo cómodo, agradable y útil.
Y cuando demos al mundo este espectáculo de
nuestra vida interna, ¡no os preocupéis! porque de todas partes vendrán a
compartir con nosotros la posesión feliz de esta tierra fértil, que el mar
refresca con su oleaje continuo, y el sol fecunda con sus besos de fuego.
***
Creo, señores, que mi tesis queda esbozada con
bastante claridad, en cuanto cabe dentro de los límites de una oración
académica y de la tolerancia benévola de un auditorio de tan alta cultura como
el que me dispensa el honor de oírme.
He señalado el rumbo que el deber y la Ciencia
nos imponen: lo he señalado, no para los que en la labor de cada día son mis
discípulos o mis compañeros; no para los que conmigo recorren, a diario, la
ruta, sombría y entristecedora, por donde caminan hacia la muerte los
organismos carcomidos por las enfermedades evitables, porque esos la conocen
ya; sino para decirles —desde esta tribuna, la más levantada de nuestra Patria—
a los que tienen el deber de legislar para el bien y la felicidad de este
pueblo:
Vosotros que tenéis, como un legado, la
inmensa responsabilidad de constituir la República; vosotros que sabéis que se
incendiaron los campos; que se ahogaron en lágrimas los dolores; que una oleada
de sangre fertilizó la tierra; que cada arbusto, que cada palmera marca una
sepultura; que si arrojáis, al azar, coronas de siemprevivas por llanos y
montañas, cada una, donde quiera que caiga, cubrirá la tumba de un mártir o de
un héroe; pensad que todo eso se hizo para que este pueblo disfrutase, en la
apacible tranquilidad del hogar, de la justicia y de la libertad.
Y para que esto se pueda realizar, es preciso
mantener una población vigorosa y sana, en la que no predominen nunca
ejemplares marchitados por las taras patológicas o las deficiencias higiénicas,
engendradoras de esa cohorte de degenerados impulsivos que atormentan la
sociedad con la ufanía de sus delirios irrealizables.
No es con estatuas, ni con monumentos
ostentosos, que representan más la vanidad de los vivos que la gloria de los
muertos como se honra mejor el recuerdo
de nuestros héroes. El día que tengamos ciudades que se llamen Céspedes o
Agramonte. Máximo Gómez o Calixto García, Maceo o Martí, y que en ellas la vida
humana se prolongue al máximum que el hombre pueda aspirar; ciudades donde la
existencia se deslice fecunda, plácida, abundosa y sana, entonces habréis
construido el monumento más alto que la humanidad puede levantar a sus grandes
benefactores. Entonces, legisladores de la República, podréis estar
enorgullecidos, porque habréis consagrado la herencia de los que murieron para
crear, en este país tropical, en este país de sol y de clorofila, un pueblo
vigoroso, sano y merecedor de vivir en el seno fecundo de la paz, de la
justicia y de la libertad.
He dicho.
“Oración inaugural del curso de 1903 a 1904” (Fragmento), Revista de la Facultad de Letras y Ciencias,
Vol. I, noviembre de 1905, Núm. 3, pp. 249-260.
Art. 1. El encargado de la ciudadela comunicará al celador respectivo por medio de parte escrito el alta y baja de los inquilinos de ella acompañando los pases de aquellos que procedan de otros distritos. Art. 2. Caso de agregarse a alguno do los inquilinos cualquiera persona, sea en el concepto que quiera, y aunque su permanencia deba ser de una sola noche, lo participará el encargado al celador, expresando la calidad de la persona, barrio en que habita y razones que tenga para dormir fuera de su casa. Art. 3. El encargado deberá cerrar personalmente a las 10 en punto de la noche la puerta principal que no abrirá durante la misma, bajo ningún pretexto, a no ser en los casos extraordinarios e imprevistos de enfermedades, heridas, incendios u otros semejantes de que dará cuenta oportunamente. Art. 4. Se prohíbe toda clase de reunión que pase de cinco pcrsonns, así como las diversiones de cualquiera clase que estas sean, a menos que tengan permiso para ello. Art. 5. Se prohíbe arrojar al patio aguas sucias ni inmundicia de especie alguna, puesto que las primeras se deben vaciar en los sumideros y para las segundas cada inquilino debe tener un cajón o barril donde depositarlos. Art. 6. En los días y horas prevenidas cada inquilino colocará el depósito de basura que tenga a la puerta de la ciudadela para que sea recogido oportunamente por los encargados de la limpieza general. Art. 7. Observando un turno escrupuloso cada día se ocupará un vecino de la limpieza del patio, y en lugar oculto se tendrá un barril para depositar la basura, el cual se colocará lo mismo que las que dice el art. anterior en el lugar ya designado y la misma hora que aquellos. Art. 8. Desde el oscurecer hasta las 11 de la noche se sostendrá próximo a la puerta un farol encendido, el cual se encenderá de nuevo cuantas veces sea necesario abrir la puerta durante la noche. Art. 9. Por ningún motivo se permitirá de día ni de noche encender candelas en puntos próximos a los departamentos que sean de maderas, ni cerca de cualquiera materia que sea combustible. Art. 10. Cualquiera disgusto o reyerta deberá el encargado terminarla, si puede, con prudencia, pero si no lo lograse dará parte instantáneo al celador para el pronto remedio. Art. 11. Después de cerrada la puerta cada inquilino entrará en su habitación y solo para casos necesarios saldrá de ella. Art. 12. Antes de oscurecer se recogerán las tendederas y ropa que contengan; sin que razón ninguna sea suficiente a dejarlo de verificar, con estos y cuantos efectos se encuentren a esa hora fuera de los cuartos. Art. 13. Ningún inquilino podrá levantar la voz después de cerrada la puerta, para evitar molestia a los demás. Art. 14. El vecino que propenda a faltar a este reglamento será advertido; reprendido en la primera y despedido, si reincide, por el dueño de la cindadela, siempre que aquella no sea de naturaleza tal que requiera la acción judicial. Art. 15. Además do lo que previene el art. 2 tendrá el encargado de la ciudadela un especial cuidado en averiguar quienes sean las personas que la frecuentan de día, dando cuenta al celador de cualquiera sobre quien tenga fundada sospecha. Art. 16. Antes de cernirse las ciudadelas podrán los inquilinos reunirse en el patio de ella, pero nunca fuera del dintel de la puerta, donde molestan al transeúnte frecuentemente. Art. 17. Como que aquel a quien corresponda la limpieza del patio solo debe recojer las basuras de su centro, cada vecino cuidará de barrer el frente de su habitación hasta el punto indicado, donde la amontonará, verificándolo también en la parte opuesta en las ciudadelas que solo tengan un lado habitado. Art. 18. El encargado de la ciudadela será el responsable de la observancia de este reglamento, que se fijará, después de rubricado por el celador respectivo, en el sitio más visible para conocimiento general, teniendo además presente la exacta y puntual observancia del bando de buen gobierno. Lo que se publica en tres números de la Gaceta para su observancia por parte de quien corresponda.
La Habana, marzo 5 de 1855.—Cañongo. [G. de la Habana de 7 de marzo de 1855.]
Felix Erenchun: Anales de la Isla de Cuba. Diccionario administrativo, económico, estadísticos y administrativo (año 1855), vol 3, La Habana, 1859, pp. 1774-75.