domingo, 15 de junio de 2025

El estanque muerto

 




Traducción de José Manuel Poveda

El Pensil, Año II, Núm. 17, 31 de agosto de 1910, p. 195; José Manuel Poveda. Obra poética, Letras Cubanas, 1988, p. 257. 



jueves, 12 de junio de 2025

Senderos hacia Milita



 Pedro Marqués de Armas 

 

 La mujer de Poveda, la hembra-macho de nuestros campos, no quería que Poveda escribiera.

 Si lo veía escribiendo, le decía: Así que otra vez haciendo versitos. Y Poveda respondía: No, Milita, son cosas del Juzgado.

 La mujer del hombre importante, del abogado en que el poeta se había convertido, lo tenía amarrado. Casi que lo apartó de las drogas.

 Por eso, cuando el poeta se fue del aire, a vuelo de sapo, la viuda entró en un duelo rabioso. Y Dios la castigó de nuevo llevándose a uno de los hijos.

 Cada vez que abría el armario y veía la levita colgando, le daba un ataque, sobre todo si era sábado (porque Poveda murió un sábado).

 Ya no volvía de los pueblos: Media Luna, Maffo, Matías. Únicamente merodeaban los curiosos. Que si había sido un gran hombre, que si un gran poeta, que Dios lo tenga en la gloria.

 Y Milita se sentía cada vez más rabiosa.

 Antes entraba un salario y no faltaba de nada.

 Un sábado, porque era sábado, sacó los cajones donde había echado la papelería del difunto y los llevó al patio.

 Encendió una hoguera y fue arrojándolos uno tras otro. 

 Un cuaderno “así de grande” que, se supone, era la novela que escribía de noche, la Amante, como decía Milita con malicia, en la que llevaba doce años trabajando.

 Nadie supo muy bien de qué trataba Senderos de Montaña, anunciada una vez como “novela histórica" o de la "emancipación nacional". 

 Tres cuadernos medianos que, según conjeturas, eran sus diarios y donde, además de anotar sus visiones, sueños y lecturas, registraba con escrúpulo las dosis de morfina.  

 Otros, más pequeños, en que se veían algunos caracteres chinos y que tal vez se correspondan con sus últimos y ya átonos poemas.

 Cartas, dibujos, acuarelas del amigo Boti, un diploma de Derecho.

 Y, finalmente, la traducción completa de Rimes Byzantines de Augusto de Armas, su ídolo parnasiano. 

 Todo eso ardió.

 Cuando acabó de incinerar el último papel, Milita sintió una extraña paz y se tendió a la sombra de una algarroba. Pero no le duró mucho. A la noche intentó quitarse la vida empinándose un frasco de arsénico. 

 Curioso que, habiendo obrado con fuego, no se diera candela.


jueves, 5 de junio de 2025

La mujer que cantaba

 

 José Manuel Poveda

 

 Todas las noches, a la misma hora, era el mismo grito. Hace ya varios años de que no lo escucho, y lo siento vibrar todavía en mis oídos, y hoy como siempre me estremece el alma. Precisamente las noches en que el silencio es más profundo, aquellas en que nos parece que ninguna palabra humana va a ser oída por los hombres, son las que me recuerdan con mayor intensidad la voz sin palabras.

 Era en mis días de desastre, los que pasé oculto entre los palmares y los vegueríos del Anama, asustado de mi suerte y seguro de que no podría sobrevivir a mis desgracias. Estaba avergonzado de mi vida, comprendía lo vulgar de mis caídas, y trataba de estar solo para recobrar algún dominio de mi alma, el control de mi pensamiento, fuerzas inesperadas que me sirvieran a mí mismo para dominarme el corazón rebelde. Escribía durante la noche estrofas enfermizas; trazaba largas páginas de prosas creadoras, más fuertes que mis brazos y más altas que mi frente. Entonces trataba de curar con remedios de inteligencia los males instintivos, y me hacía un poco mejor para salvarme de un descenso irreparable.

 Siempre estaba solo, y nunca escuchaba a nadie. Me creía conocedor de todos los secretos de los hombres, y mi interés no estaba en descubrir verdades ya sabidas, sino en expresar los pensamientos y los sentimientos de todos aquellos incapaces de expresarlos con sus labios ni con sus manos.

 Estaba completamente solo. No tenía más compañeros que los aceros y los maderámenes de la vivienda rústica, construida contra los vientos del mar del sur; no miraba nada ajeno que no fuera los paisajes estrechos, iguales e invariables, de las vegas cercanas y de las palmas tísicas, tranquilas y calladas como las aguas del Ariguanabo.

 Pero una voz de mujer, una voz lejana y vibrante, llegó hasta mi soledad como un pájaro perdido que lanzara por mi ventana la tormenta. Era la voz de una mujer que cantaba, todas las noches y a la misma hora; una mujer desconocida, que sólo por su canción podía interesarme, y a la cual no había visto nunca; que no fue ni ha sido nunca para mí otra sino “la mujer que cantaba”.

 Sus canciones no eran como las guajiras que en la playa de Cajío, cerca de los manglares interminables, o junto a las cañas y los guanos de San Antonio y dentro de las mismas vallas de gallos, en noches de orgía campesina, yo había gozado con Rufina. No eran tampoco canciones de moda, traídas del extranjero y repetidas por tenores de teatro chico. No eran tampoco cantares rústicos de cantadores orientales, ni de sones, ni de tristes, ni de boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran solamente un grito.

 Eran un grito, una serie de gritos, un grupo de gritos, modulados, medidos, alargados, sostenidos, combinados. Eran gritos rítmicos, melódicos, armónicos; pero eran solamente gritos. Esas canciones sin palabras eran mudas. No se quejaban, no protestaban; no hablaban de amor, ni de olvido, ni de engaño, ni de desesperación, ni de crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo poético, ni sentimental, en ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me parece que lo escucho todavía. 

 Aquella canción única llegó a ser para mí, una noche tras otra, tanto como una compañera. Voz de mujer, aquella voz traía a mi soledad una mujer. Voz de ansiedad, traía sílabas ansiosas a mis labios. Yo podía hablar por ella y expresarla. Ella levantaba pensamientos míos anulados, deseos casi extinguidos. Revivía en mí pasiones muertas. Yo me sentía, mientras aquella mujer cantaba, acompañado dentro de mí mismo por un alma nueva dentro de mi alma, como si mi propio espíritu quisiera decir palabras suyas que jamás hasta entonces pudo descubrir. Y así necesitaba de aquella voz nocturna como se necesita a una compañera, la que acaricia, comprende, consuela, y que nos expresa con su boca nuestras ansias. Y yo me preguntaba cómo era posible que encontrara elocuencia, verdad y un alma viva, en una voz tan igual siempre y tan sin palabras, que no era en realidad otra cosa que un grito. Yo me lo preguntaba, pero nunca quise contestarme.

 Una noche (¡qué noche, qué recuerdo imborrable en mi vida!) esperé la cantata nocturna con una ansiedad extraña. Estaba intranquilo, como el que teme que la Esperada no va a llegar, que la promesa jurada no va a ser cumplida. Y cuando resonó el canto de siempre, yo sonreí con la felicidad del amante que, tras una larga espera, ve llegar a su querida.

 Mas aquella noche (¡qué noche; qué recuerdo imborrable en mi vida!) la canción fue más breve que nunca. La voz era exacerbada, violenta y sin ritmos. Parecía una voz loca, un canto de desastre, un grito de auxilio o de alarma; un aviso de catástrofe. La encontré rara como nunca, incomprensible. No era la misma voz, la que tanto me hizo soñar, recordar, presentir. Aquel era otro grito distinto, un grito de muerte, de sobresalto, de blasfemia, de despedida para siempre. Un grito de madre a la que se le muere un hijo; un grito de hembra a la que le matan a su hombre; un grito desesperado de quien se siente herido el corazón. Yo estaba agitado, inquieto, mientras la voz cantaba. Después hubiera querido buscarla, responderle, interrogarla, y gritar yo también a su lado.

 Pero de pronto se escucharon otros gritos, otras voces extrañas. Ya no era sólo su voz: era otra voz de multitud que se congrega. Después fue su voz muda: ya había cesado el canto y se escuchaba un clamor de muchedumbre en pánico. Yo vi por la ventana reflejos de incendio: la claridad de una llamarada. Salí entonces a la calle, exasperado. Y vi que: un rancho pequeño, a varios metros de distancia, estaba ardiendo, y que muchos hombres corrían hacia él. Después no vi sino un montón de yaguas quemadas y un cuerpo de mujer, en el suelo; un cuerpo quemado, con las ropas quemadas, con el cabello quemado. Vi la cara ennegrecida por el fuego y la boca abierta, como si cantara. Era el cuerpo de la mujer que cantaba. Yo quise verla más cerca, más cerca, para levantarla, besarla, salvarla. Quise verla más cerca, pero ya no pude ver nada.

 

 Orto, Manzanillo, X, n. 28, p. 4, 30 de septiembre de 1921. 

 

lunes, 2 de junio de 2025

Tomás de la Peña

 

 José Manuel Poveda

 

 Al amanecer me han traído la noticia de que Tomás de la Peña ha muerto. Y aun cuando la muerte de un amigo es cosa que, por lo general, me interesa muy ligeramente, esta vez no he podido evitar una brusca sacudida nerviosa. Sentí que cinco dedos cosquilleantes presa, de ansiedad y de miedo me apresaban la garganta, y solté a seguidas una irrespetuosa carcajada. Los grandes choques emotivos tienen estas contradicciones. La imagen del enjuto constructor civil, alargándose en mi retina, con su ropilla maltrecha de bohemio, con sus bigotes sarcásticos y con su ojo izquierdo en derrota, dentro de una caja negra, me hizo reír en medio de la más profunda consternación. El suceso era inesperado, ya que Peña me había prometido morir después que yo, y él no solía faltar a su palabra. Razones de mucho peso y muy regocijadas debían haberle privado de la vida, pues de otro modo él no se hubiera decidido a ofrecer el espectáculo de una capilla ardiente. Cuando entré a verle, y levanté el lienzo con que le cubrieron el rostro para esquivar las moscas, me hizo sin reservas una perfecta mueca cómica, por entre su lóbrega solemnidad de difunto. Estaba alegre, y se burlaba lógicamente, con la sana alegría de un cadáver bien informado, sin preocupaciones. A pesar de éstas, su vida entera fue una explosión de hilaridad. Como colgado de un cordel, en las mesas de los cafés, en las bocacalles y en los burdeles, su mímica y su verbo eran lo cómico, lo caricaturesco y lo barroco. Le tropecé en todos los cubiles de bajas pasiones, en el tráfico de las tabernas, en la agitación de los prostíbulos, o bajo el sol inclemente, o en los atardeceres lánguidos. Y su rostro era siempre el de un diablo drolático, brusca y obstinadamente risueño sobre todo lo más cruel y amargo de la vida. Reía, y propagaba la risa como un redoble a lo largo de trescientas bocas, sin descansar. Tuvo por misión ahogar el silencio en torno suyo, aturdir el pesar y estrangular el hastío. Sin embargo, aquel buen humor perenne carecía de salud y de bondad. Yo os lo digo, ahora que ha muerto, para que la posteridad no se equivoque al juzgarlo. Su ojo izquierdo en derrota parpadeó siempre con vaga malevolencia. Su boca tenía un rictus enfermizo. Su frente delataba sombrías reservas. Yo aseguro que su corazón no estaba en paz. Desde aquella carátula aristofanesca, espiaba la agresión. Debajo de sus párpados estaba en acecho la diatriba. Por entre las comisuras de sus labios, sangraba la ironía. Mascullaba horribles verdades al mascullar su tabaco, y escupía el oprobio lleno de nicotina. Hombre, una injusticia social lo maltrataba. Artista, la impotencia de crear le hería. Alma, los dolores del mundo lo agriaban. Escogió el reír, como un modo de agredir. Su gozo era rebeldía. Su carcajada sonaba como un clamor sedicioso. Las alegrías colectivas que provocaba, parecían asonadas. Y si a veces lloraba, si a veces se enrojecían sus ojos y le ahogaban los sollozos, para los demás, como para él mismo, aquél no era sino un nuevo, terrible modo de reír. Cubierto de polvo, casi harapiento, así se arrastró el bohemio jadeante, de una danza a otra, de un tráfago a otro, ebrio de veinte embriagueces, fuera de sí y como exacerbado y rencoroso. Por último ha querido urdir una postrera trama burlesca, acaso una última protesta, quizás un simple chascarrillo efímero, y con ese objeto se ha muerto. Ahora está quieto entre sus compañeros afligidos, y en realidad parece que a él mismo le ha hecho mucha gracia haber perdido la existencia, puesto que se está riendo con una risa mejor. De alguna cosa que ignoró siempre, aun cuando debió interrogarla sin tregua, se ha enterado el difunto. Con las piernas y los brazos tan estirados, con la cabeza tan echada hacia atrás, está viendo sin duda algo enteramente nuevo y satisfactorio. Se siente cómodo en su ataúd barato, no echa de menos la agitación de otras horas y sonríe con una sonrisa más pura y más dulce que la de un santo. Consternado, empiezo por estremecerme, y acabo por sentirme gozoso de que Tomás de la Peña se haya muerto. Pienso que cuando ese cadáver se ríe tan buenamente, razones muy profundas debe tener para ello. Nunca yo, hombre interior, he puesto en duda la sinceridad de un muerto. Este antiguo cazador de palomas salvajes, que comprendió la vida para coronarla de una alegre corona de panfletos, posee una nueva convicción cuando ahora ríe con una risa tan ingenua. Yo me he refocilado con el bienestar que emerge de ese ataúd, con la confianza y la dicha que se alongan, vestidas de negro, entre sus cuatro cirios. Por debajo del bigote sarcástico, la boca entreabierta sonríe, y sobre ella el zumbido de una mosca finge el leve soplo de la risa. Bajo su epidermis bronceada parece un Satán yacente que se burla de los hombres. Hemos acompañado, en la cruel caminata postrera, a Tomás de la Peña, algunos poetas y varios cazadores, al frente de un nutrido grupo de descalificados. Tumultuariamente agrupados alrededor del féretro, aquel cortejo subversivo, muerto, semejaba un tropel de niños locos que que lo ajetreaba sin recordar que dentro iba el jugaran al entierro. Vertimos sobre la primera paletada de tierra un litro de ron, e hicimos numerosos chistes acerca de la desaparición eterna del amado compañero. José Manuel Poveda, taciturno poeta de elegías, pronunció el panegírico de aquel terrible humorista que, todavía en el ataúd, y contra la tradición que prescribe la seriedad a los cadáveres, continuaba riéndose de su propia muerte, con tan amable insolencia. Y concluimos por alejarnos, bajo los pinos, largas filas de caricaturas llorosas, en la tarde lamentable, completamente muda y sinceramente desesperada.