sábado, 25 de octubre de 2025

Pedro Marqués de Armas: Sin fecha de caducidad



 Concurren aquí textos que abordan la tradición literaria cubana por vía de sus espectros. Obras en ciernes, escrituras nonatas, piezas perdidas, antiguas traducciones, giras y trayectos, incluso poetas ambulantes. Todo para rescatar unas páginas y seguir dialogando con los muertos, para airear un archivo donde caben Apollinaire y Céline, Augusto de Armas y Poveda, Martí y Gabriel de Zéndegui, Casal y Catulle Mendès, Borges, Novás Calvo, Calvert Casey y otros tantos. Un trabajo que descansa en la recurrencias de los tópicos y en la prosecución -al margen de cánones y formulaciones académicas- de eso que no caduca: los afectos, la fantasmalidad.



  Colección Potemkin ediciones


Lord Dunsany: El maleficio de oro y otras piezas fantásticas


 Alguna vez Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña concibieron publicar las piezas teatrales de Lord Dunsany en la traducción que realizara, en los últimos años de su corta existencia, el ensayista cubano Francisco José Castellanos (1892-1920). El proyecto se hubiera concretado en Biblioteca Nueva, entre las obras completas de Freud y las de Amado Nervo. No lo quisieron los hados. Además de dar cuenta de tales avatares, esta edición recupera casi pericialmente tres de las traducciones de Castellanos, sumando las que acometen en la misma época otros dos devotos del mundo anglosajón: el también cubano Luis A. Baralt y el gran traductor español Enrique Díez-Canedo. Como resultado, o mejor, como quien recompone una crátera con figuras y escenas mitológicas: una recuperación de las Five Plays como la habrían soñado Reyes y el maestro dominicano.


  Colección Potemkin ediciones

 

Aurora García Herrera o la psicopedagogía


  Pedro Marqués de Armas 

 Pedagoga, psicóloga e higienista, Aurora García Herrera fue por varias décadas la figura más visible de la psicopedagogía en Cuba. Entre comienzos de los años veinte y hasta finales de los cincuenta, contribuyó de modo decisivo al desarrollo de nuevos enfoques, así como al establecimiento de diversos dispositivos, sobre todo en la enseñanza y asistencia a los niños anormales.
 Nacida Tánger en 1893, de origen cubano. En 1909 alcanzó la acreditación de maestra de primaria, ejerciendo en escuelas públicas. Graduada de doctora en Pedagogía por la Universidad de La Habana en 1920, fue la primera profesora titular de Psicología e Higiene Escolar de la Facultad de Educación. De inmediato, continuó su formación en los Estados Unidos, donde visita los principales centros de atención a menores con discapacidad intelectual y se vincula a las experiencias en materia de higiene mental. 
 En 1925 publicó Ensayos de educación en un aula de anormales (Editorial El Dante), que había sido su tesis de grado, estudio que la sitúa en la emergencia de un proyecto psiquiátrico pedagógico todavía de marcado carácter biologicista y encaminado al control de la infancia. Son los años en que Israel Castellanos publica Alrededor de la antropometría de los menores cubanos, cuya edición francesa obtuviera en 1920 el Premio Broca de la Sociedad Antropológica de París; en que el psicopedagogo suizo George Rouma realiza en escuelas de la isla sus estudios sobre el crecimiento y características de los niños cubanos; en que Arístides Mestre retoma en el marco del movimiento por la higiene mental sus proyectos psicopedagógicos; y en que el psiquiatra Juan Portell Vilá regresa de su periplo por Francia, Bélgica y Suiza con el propósito de introducir “la nueva ciencia del psicoanálisis”. 
 Durante su estancia en Cuba en 1919, Rouma impartió a los maestros de las escuelas primarias un curso sobre diagnóstico y atención de niños retrasados y neuropáticos, el cual inspira la tesis de Aurora García Herrera, quien, una vez establecida el “aula de anormales” (adscrita a la Facultad de Pedagogía) asume su dirección. Como figura cubana de referencia, García Herrera recibe el influjo de su profesor Alfredo M. Aguayo, cuyo gestión resultará decisiva en las transformaciones que tienen lugar en el ámbito en cuestión. 
 En 1927 presentó al Primer Congreso Nacional del Niño, celebrado en La Habana, la ponencia: “Causas de la anormalidad en nuestros niños. Estudio local de las mismas. Medios de combatirlas”, en la que seguía la línea organicista. 
 Sin embargo, en pocos años su enfoque y sus métodos se apartan de las ideas dominantes de Arístides Mestre e incluso de Aguayo. Así, en la década del treinta critica la manipulación de las teorías de Mendel y el uso fascista de la eugenesia. Se había apartado ya de los postulados más ranciamente biologicistas, a favor de puntos de vistas propiamente psicológicos, funcionalistas y ambientalistas, si bien respetando las clasificaciones médicas y neuropsiquiátricas. 
 Abogó tempranamente por el establecimiento de las Clínicas de Orientación Infantil. Se le atribuye la introducción del Test de Rorschach en el ámbito de la psicopedagogía y de la incipiente psiquiatría infantil. Entre 1937 y 1952 ofreció cursos sobre Técnicas de Diagnóstico Psicológico, ampliando el arsenal de pruebas cuantitativas y dinámicas. 
 En 1939 representa a su país en el I Primer Congreso Internacional del niño deficiente, celebrado entre Zúrich y Ginebra, donde expone su estudio “Les enfants deficients de Cuba”. Este mismo año publica El ritmo en la iniciación del aprendizaje de la escritura (Cultural S. A.) En 1946 aparece Higiene Mental (Cultura S.A., que contará con segunda edición en 1950 y tercera en 1953) donde sintetiza algunos de sus trabajos y actualiza la nosología psiquiátrica por la Clasificación Internacional de Enfermedades.
 

 Al crearse en 1940 el Departamento de Neuropsiquiatría en la Cátedra de Patología y Clínica Infantiles, al frente del cual fue designado el Dr. Victor Santamaría, Aurora García fue llamada como pedagoga consultante. Apenas referido, el Departamento, sito en el Hospital Mercedes, contaba con consulta externa y sala de ingreso, y personal que incluía pediatra, neuropsiquiatra, psicólogo, psicometrista, psicopedagogo, visitadora social y secretario. Se conectaban así dispositivos como la Escuela de Educación, el Servicio de Higiene Infantil Municipal y el Departamento de Higiene Escolar del Ministerio de Educación, alrededor de los cuales giran figuras de la psicología y psicopedagogía como José Manuel Gutiérrez, Elena Fernández de Guevara y Piedad Maza, y entre los médicos, el higienista Aníbal Herrera, los psiquiatras Rodolfo Guiral y Esteban Valdés Castillo, y el neurocirujano Ramírez Corría. 
 En 1941 fue invitada por el The New York Institute for the Education of the Blind, de la Universidad de Columbia, Nueva York, en calidad de especialista, recibiendo diversos cursos formativos, entre ellos una capacitación en diagnóstico de la personalidad por el Método Rorschach, que ya había introducido en la isla.
 En 1951 aparece el último de sus libros de que tenemos referencia: Psicología Pedagógica (Editorial Cultural S. A.), que contó también con varias ediciones, y que incluye "Técnica proyectiva moderna empleada en el estudio de la personalidad: el método de Rorschach". 
 A nivel docente había sido designada en 1928 Instructora de Psicología Pedagógica de la Escuela de Pedagogía de la Universidad de La Habana, ocupándose a partir de 1934 de la Cátedra de Psicología Pedagógica e Higiene Escolar. En 1941 obtiene el grado de Profesora Titular y en 1955 la condición de Profesora de Mérito, mientras ejercía de Vicedecana de la Facultad de Educación.
 En septiembre de 1959 fue acusada junto a otros profesores de prevaricación, al parecer en el curso de las purgas universitarias. En noviembre de ese año solicita su jubilación, concedida en febrero de 1960. Fallece en 1983. 



miércoles, 22 de octubre de 2025

domingo, 19 de octubre de 2025

Juana la Loca

 


  Pedro Marqués de Armas 

 De que la historia da color a los delirios e incluso los modela, da cuenta el caso de Juana la Loca, uno de los más célebres del archivo Mazorra. Era de Santiago de Cuba, donde nació en 1892, madre de diez hijos, cinco de ellos ya muertos cuando fue internada a sus treinta y siete años. La suya era una locura patriótica que comenzó a aquejarla de muy joven, en Guantánamo, donde se buscaba la vida vendiendo tamales. Juana Rodríguez Heredia, su verdadero nombre, por un tiempo Juana la Tamalera y, finalmente, Juana la Loca.

 En algún momento le dio por hablar con las estatuas de Martí, bien para celebrarlo o para incriminarlo, al tiempo que se proponía continuar la obra de los Maceo. Al menos, así la presentó el doctor Antonio Esperón ante una junta médica celebrada en 1931. Estas serían sus señas: “Mestiza, de constitución pícnica y contacto expansivo, tiende a la logorrea. Viste de blanco impoluto: chaleco, camisón, faldas, medias, una faja azul a la cintura y una capucha en la cabeza, todo estampado de estrellas blancas. Lleva consigo banderitas cubanas que agita con frenesí, sobre todo cuando se dispone a dar sus discursos”.

 Según Esperón, había llegado a La Habana en 1926 cuando, alentada por sus ardores patrióticos, se agregó en Oriente a un tren excursionista con motivo de la proclamación del Sr. Presidente de la República, General Gerardo Machado. Confundida entre la multitud y entreverada, según Esperón, entre tantos ardientes patriotas, se inmiscuyó en todos los festejos para hacer resaltar su indumentaria, llena de enseñas patrias y de colgajos alegóricos. Con ella había traído a su hijo menor, lo que, en cierto modo, enmascaraba también su locura.

 Concluidos los homenajes y festejos, no regresó a Oriente recalando en una posada de la calle Aponte. Solía dejar a su hijo con el encargado de la pensión, personándose cada tarde ante la estatua del Apóstol en el Parque Central, para su consabida arenga, en la cual se excedía lo mismo en elogios que en vituperios, pasando de unos a otros sin solución de continuidad. Por demás, cantaba, bailaba, y ponía una lata para que le echaran monedas.

 El veterano doctor Esperón, mambí él mismo, ahora con tres décadas de ejercicio de loquero, destacó ante la junta médica el afán de simbolismo de Juana la Loca, calificando su trastorno de “delirio de grandeza tipo patriótico”. Para el médico, tales delusiones absorbían por entero su pensamiento y su afectividad, si bien con momentos en que el delirio “se eclipsaba" pudiendo reparar en su hijo al que llamaba Ángel Custodio.

 De acuerdo con Esperón, lo que la movía cada tarde ante la estatua de Martí eran las alucinaciones auditivas, toda vez que lo que sostenía con él era un diálogo en el que el Apóstol la convidaba, como ella quería, a continuar la obra de los Maceo y de Máximo Gómez. Cuando la arenga se extendía demasiado, el Apóstol la invitaba a orar por sus hijos y le recordaba que también él tenía que descansar por muy de mármol que pareciera.  

 En poco tiempo toda La Habana la conocía. Como sus arrebatos iban a más, en 1929 la policía la condujo a la Casa de Socorros y de ahí fue trasladada a la Sala de Observación de Enajenados del Hospital Calixto García.

 Siempre según Esperón, su orientación y memoria estaban intactas, recordaba fechas y lugares y los variados incidentes de su vida, pero su pensamiento y afectividad habían sido invadidos. Así que padecía, dijo y se quedó tan ancho, de un “delirio de grandeza alucinatorio crónico progresivo” que, como no había dado muestras de agudización en los dos años que llevaba en Mazorra, descartaba que se tratase de una Parálisis General, es decir, de una manifestación de la sífilis cerebral. Si así fuera, expresó, “no presentaría un aspecto tan lúcido y casi podríamos decir que un estado físico saludable, como el que posee esta enferma, cuyos delirios simbólicos la motivan a trazar escritos y dibujos originales”.

 Lástima que estos últimos no se hayan conservado, que Esperón no se animara a reproducirlos. Por suerte, nos queda su fotografía en la que aparece toda embanderada, como si, ciertamente, su delirio y de la patria se hubieran fundido en un mismo plano o nivel. 



Esperón, el decano

 

  Pedro Marqués de Armas

  

 Ejerció en el Hospital de Dementes de Mazorra por más de cuarenta años. No solo eso, vivió allí casi todo ese tiempo, en el área destinada al personal sanitario. El doctor Antonio Esperón y Rouli formó parte de esa subespecie de “generales y doctores” que fue la de coroneles y alienistas, entre los que figuraron Lucas Álvarez Cerice, Agustín Cruz y Américo Feria, entre otros, con Mazorra como centro de operaciones.

 Esperón nació en Jovellanos en 1859. Realizó sus estudios de medicina en la Universidad de Barcelona, donde fue alumno José de Letamendi, graduándose hacia 1882. Antes de la guerra del 95 ejercería por unos años en su pueblo natal. Una vez iniciada esta se exilia en Estados Unidos, sumándose en Jacksonville a la expedición del vapor Three Friends, organizada por el comandante Enrique Collazo, y que desembarcaría por Varadero el 17 de marzo de 1896, fecha de su incorporación al Ejército Libertador. En breve ocupa el puesto de Jefe de Sanidad de la Segunda División del Cuarto Cuerpo, alcanzando el grado de Teniente Coronel. 

 El 1 de enero de 1899 fue designado médico de Mazorra junto a otro doctor de la guerra, el también matancero Lucas Álvarez Cerice, nombrado director. Otro mambí, igualmente de Matanzas, se suma a la nómina: José Vega Lamar. Esperón ocupó la segunda sección de la Clínica de Varones, atendiendo los departamentos de convalecientes y tranquilos, enfermedades intercurrentes y enfermedades infecciosas. En una temprana memoria dio cuenta del hacinamiento y de las malas condiciones de vida. 

 Por muchos años impartió clases de anatomía en la Escuela de Enfermería de Mazorra. Desde 1905 integró la Junta Local de Sanidad de Santiago de las Vegas. Fue miembro fundador de la Sociedad Cubana de Psiquiatría y Neurología, establecida el 20 de abril de 1911. Entre 1918 y 1921 realizó varios viajes de formación a los Estados Unidos. En marzo de 1926 se sumó a las labores de Sociedad Cubana de Neurología y Psiquiatría, reeditada tras años de dispersión. Entonces estaba al frente del departamento de enajenados procesados. A partir de 1929 este pabellón llevaría su nombre. 

 Aunque publicó algunos trabajos, entre los que cabe destacar "Los niños alienados y los epilépticos de Mazorra" (II Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección,1904, Imprenta y Librería La Moderna Poesía), fue predominantemente ágrafo. En su juventud trató de patentar un producto para las neuralgias a base de un extracto de escoba amarga. 

 En 1934 recibió un homenaje en calidad de decano por sus labores en Mazorra. En 1938 fue condecorado “por sus grandes servicios durante décadas atendiendo a los orates”. Como se ha dicho, ejerció por más de cuarenta años, pues todavía en 1945 estaba en activo. Desde de 1930 ejerció paralelamente en el sanatorio Esperón-Baralt, situado en la Quinta Cardona, en Calabazar. 




sábado, 18 de octubre de 2025

Retrato de la Srta. Isabel Walker

 



Revista de Psiquiatría y Neurología, T.2, núms. 4-6, octubre-diciembre de 1930. 


domingo, 12 de octubre de 2025

sábado, 11 de octubre de 2025

Walker

 

No pasa mes sin que se inaugure una nueva obra de las que formaban el programa constructivo del Honorable Presidente de la República. 

I. Detalle de la fachada del pabellón "Isabel Walker". 

II. El patio del hermoso pabellón. 

III. Otro aspecto del mismo patio. 

IV. Vista general del citado pabellón, orgullo de ese hospital de Mazorra que era, hasta hace pocos años, motivo de vergüenza. 



lunes, 6 de octubre de 2025

Elizabeth Walker (Miss Walker)

 

 Pedro Marqués de Armas 


 Jefa por décadas del servicio de enfermería del Hospital de Dementes de Cuba, Elizabeth Walker fue la enfermera psiquiátrica más importante de la República: organizó no solo la asistencia en sus diversos niveles, sino también la docencia formando a varias generaciones de enfermeras especializadas.

 Llegó a La Habana a comienzos de 1901, incorporándose al servicio del Hospital Número Uno. Descendía de una familia inglesa asentada en los Estados Unidos tras la Independencia y se había graduado en el Hospital de Pennsylvania a finales del siglo XIX.

 El 19 de junio de 1903 ocupó el puesto de Superintendente de la Escuela de Enfermería de La Habana, de la que fuera fundadora junto a otras dos enfermeras norteamericanas: Eugenia Hibbard y Gertrude Moorey. Tras dirigir por unos años el servicio de enfermería del Hospital “General Calixto García”, fue convocada en julio de 1909 por el entonces Secretario de Sanidad, Matías Duque, para ocupar la plaza de Superintendente de la Escuela de Enfermeras de Mazorra. Allí permaneció prácticamente hasta su jubilación en 1949.

 Miss Walker participó en la Exposición de Boston, celebrada en octubre de 1914, donde presentó un informe acerca de su experiencia en la isla que le granjeó elogios de la comisión del evento y de la prensa.

 En agosto de 1917 recibió el Premio Nacional de Enfermería. En julio de 1918 fue nombrada consejera de la Asociación de Enfermeras de Cuba, ocupando su plaza de Superintendente de la Escuela de Enfermería de Mazorra otra destaca enfermera, Antonia Casanova.

 En 1929 fue premiada por sus largos años de servicio, con diploma y medalla de oro, por el Secretario de Sanidad Francisco María Fernández.

 En 1930 un pabellón de Mazorra recibió su nombre, develándose un retrato suyo, seguido de un discurso del Dr. José Randín exponiendo sus méritos.

 Durante los años críticos de la década del treinta se mantuvo al frente del cuerpo de Enfermos y Enfermeras de Mazorra.

 En 1936 recibió la condecoración de la Cruz Roja Cubana.

 El 1 de noviembre de 1949, Carlos Ramírez Corría, neurocirujano y entonces Ministro de Salud Pública, la condecoró con motivo de su despedida y regreso a su país de origen, después de tan larga trayectoria.

 Falleció el 25 de junio de 1951 en Filadelfia, Estados Unidos.


lunes, 29 de septiembre de 2025

A la sombra de las encinas

 

 Italo Svevo


 Mamá:

 Justo ayer por la tarde recibí tu carta bonita y buena.

 No lo dudes, para mí tu gran carácter no tiene secretos; aun cuando no puedo descifrar una palabra, comprendo, o creo comprender, lo que quieres decir haciendo correr la pluma de ese modo. Releo muchas veces tus cartas; son tan sencillas, tan buenas, que se parecen a ti; son como fotografías tuyas.

 ¡Amo hasta el papel en que escribes! Lo reconozco: es el que despacha el viejo Creglingi; al verlo recuerdo la calle principal de nuestro pueblecito, tortuosa pero limpia. Vuelvo a verme donde se ensancha formando una plaza, en medio de la cual está la casa de Creglingi, baja y pequeña, con el tejado en forma de sombrero calabrés. ¡La tienda es casi un agujero! Él está dentro; atareado, vende papel, clavos, aguardiente, puros y sellos; es lento pero tiene los ademanes agitados del que quiere darse prisa sirviendo a diez personas; es decir, sirviendo a una y vigilando a las otras nueve con sus ojos inquietos.

 Dale muchos recuerdos de mi parte. ¿Quién iba a decirme que tendría tantas ganas de volver a ver a aquel osazo avaro?

 No creas, mamá, que aquí se esté mal; ¡soy yo el que está mal! No puedo resignarme a no verte, a estar lejos de ti durante tanto tiempo, y mi dolor aumenta al pensar que también tú te sentirás sola en aquella casona grande y alejada del pueblo en que te obstinas en vivir sólo porque es nuestra. Además, tengo verdadera necesidad de respirar aquel aire nuevo, que a nosotros nos llega directo de la fábrica. Aquí respiran un aire denso, ahumado; a mi llegada, vi que se situaba sobre la ciudad, pesado, en forma de un cono enorme; como el vapor que hay en invierno sobre nuestro estanque; pero ése ya sabemos qué es; y es puro. Aquí todos o casi todos están contentos y tranquilos porque no saben que en otra parte se puede vivir mucho mejor.

 Creo que cuando era estudiante estaba más contento porque vivía papá, que se ocupaba de todo mejor que yo. También es verdad que él disponía de más dinero. Para hacerme infeliz basta con la pequeñez de mi cuarto de aquí. ¡En casa lo destinaríamos a los gansos!

 ¿No te parece, mamá, que sería mejor que volviera? Hasta el momento no veo qué provecho puedo sacar estando aquí. No te puedo mandar dinero porque no lo tengo. Me han dado cien francos el primer día; a ti te parecerá una suma considerable, pero aquí no es nada. Yo me las arreglo como puedo, pero el dinero no me llega o me llega muy justo.

 También empiezo a creer que en el comercio es muy, pero muy difícil hacer fortuna; lo mismo que, según dice el notario Mascotti, en los estudios. ¡Es muy difícil! Mi sueldo es envidiado y debo reconocer que no lo merezco. Mi compañero de despacho gana ciento veinte francos al mes y lleva cuatro años con el señor Maller haciendo trabajos que yo no sabré hacer hasta que pasen varios años. Mientras tanto, no puedo esperar ni desear aumentos de sueldo.

 ¿No sería mejor volver a casa? Te ayudaría en tus quehaceres e incluso trabajaría en el campo, y luego leería tranquilamente a mis poetas a la sombra de las encinas, respirando nuestro aire sano y limpio.

 ¡Quiero contártelo todo! La soberbia de mis colegas y de mis jefes aumenta mi malestar. A lo mejor me tratan con altanería porque voy peor vestido que ellos. Son unos pisaverdes que se pasan el día ante el espejo. ¡Qué estúpidos! Si me pusieran en las manos un clásico latino lo sabría comentar, mientras que ellos no conocerían ni el nombre.

 Estas son mis angustias; tú puedes suprimirlas con una sola palabra. Dila y en unas horas estaré contigo.

 Después de escribir esta carta me siento más tranquilo; es como si ya tuviera permiso para partir y fuera a prepararme.

 Un beso de tu cariñoso hijo

                                                                                                            ALFONSO

 

 Comienzo Una vida, traducción Francisca Perujo; Barral Editores S. A., 1978.

 

sábado, 27 de septiembre de 2025

Ulises

 
 

Umberto Saba

 

Navegué en mi juventud a lo largo

de las costas dálmatas. A flor de ola

emergían islotes donde rara vez

se posaba un pájaro tras su presa;

cubiertos de algas, resbalosos al sol,

bellos como esmeraldas. Cuando

la alta marea y la noche los abolían,

velas a sotavento se desbandaban

huyendo mar adentro de la asechanza.

Hoy mi reino es esa tierra de nadie.

El puerto enciende para otros sus luces,

pero a mí me empuja mar adentro

un espíritu no domado aún

y de la vida el doloroso amor.

 

 

Ulisse

 

Nella mia giovanezza ho navigato

lungo le coste dalmate. Isolotti

a fior d’onda emergevano, ove raro

un Uccello sostava intento a prede.

Coperti d’alghe, scivolosi al sole

belli come smeraldi. Quando l’alta

marea e la notte li annullava, vele

sottovento sbandavano più al largo,

per fuggirne l’insidia. Oggi il mio regno

è quella terra di nessuno. Il porto

accende ad altri i suoi lumi, me al largo

sospigne ancora il non domato spirito,

e della vita il doloroso amore.



Versión: Pedro Marqués de Armas


jueves, 25 de septiembre de 2025

El gato intelectual



Luciano Erba



Explora todas las cajas

patrulla todos los cajones

curiosea para descifrar,

es el gato hermenéutico.

Su pensamiento fuerte es maullar

de noche entre los pararrayos del techo

su pensamiento débil pero magistral

roncar frente a la chimenea.

 

 

Un gatto intellettuale

 

Esplora tutte le scatole

perlustra tutti i cassetti

curiosare per decifrare

questo è il gatto ermeneutico.

Il suo pensiero forte è miagolare

di notte tra i parafulmini sul tetto

il suo pensiero debole ma sapienziale

ronfare davanti al caminetto.



Traducción Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas


martes, 23 de septiembre de 2025

Veneciana

 

Pedro Marqués de Armas 

 

En el mundo supermodelado y vacío

con perdón de la cita

al filo de la mañana

entre lánguidos turistas

un hombre buey

modelo de Tiziano

tirando el carretón de la basura

de puente en puente

los emuntorios de la ciudad

en tonos y matices

con todos sus pigmentos

                        trin

                               tran

           un puente y otro               

                           trin

                                   tran

                 un puente y otro

 

contra lo que no puede el Comune

pese a sus mil y una normativas  


No es normal -dijiste

que ese hombre

uno

         -único-

él solo

Vulcano mismo

haga esa labor



sábado, 20 de septiembre de 2025

El futuro del ojo



 

 Joseph Brodsky

 

 El ojo es el más autónomo de nuestros órganos. Ello es debido a que los objetos de su atención están inevitablemente situados en exterior. Salvo en un espejo, el ojo nunca se ve a mismo. Es el último en cerrarse cuando el cuerpo se duerme. Permanece abierto cuando el cuerpo es golpeado por la parálisis o la muerte. El ojo sigue registrando la realidad aun cuando no hay razón aparente para hacerlo, y en cualquier circunstancia. La pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta es: porque el medio es hostil. La vista es el instrumento de adaptación a un medio que sigue siendo hostil a pesar de todos los esfuerzos por adaptarse a él. La hostilidad del medio aumenta en proporción directa al tiempo que se pase en él, y no me refiero solamente a la vejez. En pocas palabras: el ojo busca seguridad. Esto explica la predilección del ojo por el arte en general, y por el arte veneciano en particular. Explica el apetito de belleza del ojo, así como la existencia misma de la belleza. Puesto que la belleza consuela desde el momento en que es segura. No nos amenaza con la muerte, ni nos enferma. Una estatua de Apolo no muerde, ni tampoco el perro de lanas de Carpaccio. Cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla o, si no le es posible, adaptarse para percibir virtud en la fealdad. En primera instancia, confía en el genio humano; en segunda, se vale de nuestras reservas de humildad. Esta última abunda más y, como toda mayoría, tiende a legislar. Ilustremos esta idea esta idea; por ejemplo, por ejemplo con una joven doncella. A cierta edad, uno mira sin gran interés a las doncellas que pasan, sin la pretensión de montarlas. Como un televisor encendido en un apartamento abandonado, el ojo sigue enviando imágenes de todos esos milagros de un metro setenta, acabados con cabellos castaño claro, óvalos faciales del Perugino, ojos de gacela, pechos de nodriza, vestidos de terciopelo verde oscuro y afiladísimos tendones. Un ojo puede apuntar sobre ellos en una iglesia, en alguna boda o, lo que es peor, en la sección de poesía de una librería. A una distancia razonable o con el consejo del oído, el ojo puede conocer sus identidades (que se acompañan de nombres tan vertiginosos como, digamos, Arabella Ferri) y, ¡ay!, sus descorazonadoramente firmes convicciones románticas. Sin atender a la inutilidad de tales datos, el ojo sigue recogiéndolos. A decir verdad, cuanto más inútil es el dato, más perfecto es el enfoque. La pregunta es por qué, y la respuesta es que la belleza es siempre externa; también, que ésa es la excepción a la regla. Eso -su localización y su singularidad- es lo que determina que el ojo oscile salvajemente o -en términos de humildad militante- vague. Porque la belleza está donde el ojo descansa. El sentido estético es el gemelo del instituto de autopreservación, y es más fiable que la ética. La principal herramienta de la estética, el ojo, es absolutamente autónoma. En su autonomía, sólo es inferior a una lágrima.

 En este sitio, se puede verter una lágrima en varias ocasiones. Admitiendo que la belleza es la distribución de la luz en la forma que más congenie con nuestra retina, una lágrima es una confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la separación, con la del sonido. Es la degradación desde la velocidad mayor a la menor lo que moja el ojo. Debido a que uno es finito, una partida de este lugar siempre se siente como final; dejarlo atrás es dejarlo para siempre. Porque partir es un destierro del ojo a las provincias de los demás sentidos; en el mejor de los casos, a las grietas y hendeduras del cerebro. Porque el ojo no se identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el abandono de la ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Igualmente, la desaparición del amado, especialmente cuando es gradual, causa dolor, sin que importe quién, ni por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se mueve. Tal como va el mundo, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella, todo es decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.

 

 Traducción de Horacio Vázquez Rial

 

 Marca de agua: apuntes venecianos, Edhasa, Barcelona, 1993.


viernes, 19 de septiembre de 2025

Ni tumbas ni lápidas



  Predrag Matvejevic

 

  Cementerio canino

 

 En el jardín del palacio que hoy ocupa el Museo de Arte Moderno se encuentra un diminuto cementerio canino. La dueña enterraba allí a sus perros. Los quería y los lloraba. En una lápida de granito están grabados sus nombres y apodos, con la fecha de su nacimiento y de su muerte. Una persona anónima deposita rosas y las recoge cuando empiezan a marchitarse. El museo es público, el cementerio privado. Muchas personas pasan por delante sin verlo. No he logrado descubrir dónde entierran a sus perros los venecianos, ni si tan siquiera los entierran. En el lazareto viejo, en el lugar donde antes se alzaba la pequeña iglesia de Santa María de Nazaret, hay un refugio para perros vagabundos, perdidos o abandonados, pero no hay ni tumbas ni lápidas. La propietaria del palacio Guggenheim afirmaba que para los habitantes de esta ciudad, los entierros sin lágrimas no son verdaderos entierros. Venía de lejos. La enterraron cerca del palacio en el que vivió con sus perros, que tan fieles y leales le eran.

   San Servolo

 

 En la pequeña isla de San Servolo había antaño un hospital psiquiátrico. Lo han trasladado a otro lugar. En la isla ya no hay enfermos, pero sus huellas perduran. Por este sendero caminaba el furioso Anzolo, llamado Ciabatta (Chancleta), por aquel, el orgulloso Zorzi, sin apodo alguno. En el cruce, al lado del pozo ceñido por una vera, se reunían y charlaban un buen rato mirando hacia Santa Elena y Giudecca. La brisa era el único testigo de sus encuentros. Nunca consiguieron atraer a nadie aunque lo desearon ardientemente. Los habitantes de esa casa, según las crónicas, se reprochaban mutuamente no estar en su sano juicio y se burlaban unos de otros. Cada enfermo buscaba a otro más enfermo que él, cada loco a otro más loco. La historia de Venecia recoge estos episodios también fuera de la isla. Las viejas gaviotas, que con grandes esfuerzos consiguen volar hasta su cementerio, al oeste de la Laguna, cerca de los pantanos, llamados de Los Siete Muertos (Fondi dei Sette Morti), se comportan de manera diferente. Cada una permite que la otra sufra y muera en paz.

 

 Traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek

 

 La otra Venecia, editorial Pre-textos, 2004. 


jueves, 18 de septiembre de 2025

Zattere


 Philippe Sollers

 

 Estamos en pleno Sud. El sol sale amarillo por la izquierda y se pone rojo por la derecha. A menudo, con buen tiempo, la luna y el sol se ven juntos en perfecta simetría. Venus brilla, la estrella de los enamorados.

 En frente, la Giudecca y el Redentor. Un poco más a la izquierda, San Giorgio. Es sábado, entran los grandes transatlánticos.

 El muelle, amplísimo, se construyó por decreto del 8 de febrero de 1516. En 1640, se ordenó descargar allí toda la madera. Como los troncos descendían por flotación (zattera), arrastrados por la corriente del Piave desde los bosques de Cadore hasta Venecia, el largo muelle recibió el nombre de "Zattere". Se extiende desde la punta de la Aduana hasta la estación marítima. Cualquier viajero un poco experimentado sabe que este es el lugar más hermoso del universo.

 Viví allí, semanas y semanas, para respirar y escribir, durante cuarenta años, completamente de incógnito. De un barco a otro, de una a otra terraza sobre pilotes, muy temprano por la mañana, al mediodía, por la noche. He cruzado mil veces el Puente de la Humildad, el muelle de los Incurables, el del Espíritu Santo. He perdido la cuenta de los cafés que tomé al sol contra el agua centelleante y su batir regular bajo los tablones. La Linea d'ombra ha desaparecido, Aldo también, Gianni, La Calcina y La Riviera están allí. Cada día, mañana y tarde, se dice y repite la misa en los Gesuati, Santa María del Rosario. Pasajero, o paseante, enciende aquí una vela por mí. Soy incurable, pero tal vez el Espíritu Santo me proteja. La Humildad debería hacerme perdonar mis errores. Y como dijo alguien mejor que yo, avanzando al frente escenario, para significar el final de la historia: Let your indulgence set me free.


 Dictionnaire amoureux de Venise, Éditions Plon, 2021, pp. 85-86.


miércoles, 17 de septiembre de 2025

Barón Corvo: blasfemo y aspirante a Papa



  Pietro Citati

 

 Frederick Rolfe, el encantador y monstruoso demonio que amaba presentarse bajo el nombre de Barón Corvo, ejercitaba una grandísima fascinación sobre aquellos que lo conocían. Frecuentaba una familia: por ejemplo, los Pirie-Gordon. Toda la familia se enamoró de él, y por un verano entero estuvo invitado a su casa de campo. Rolfe vestía un esmoquin de terciopelo color topo, que le permitía aparecer como un personaje misterioso y elegante en los almuerzos y en las cenas de los Pirie-Gordon y en las de sus vecinos. Los invitados quedaban impresionadísimos con su personalidad: no tanto por su cultura, que podía ser caprichosa y superficial, como por su intensidad personal que despertaba un vasto enamoramiento interior. “Había en él algo muy atractivo y a la vez algo repelente, pero la atracción predominaba, cuando él quería”, agrega un canónico que lo conoció en aquella ocasión.

 Casi siempre la astucia del Barón Corvo era doble: por un lado, fingía la ternura, la multiplicidad, la afectuosidad y el amor por la mentira de un joven de dieciocho años: por otro, ostentaba conocimiento y artes misteriosas como si fuese un demonio oculto en un cuerpo humano, parecido a Fausto o a Don Giovanni. Narraba con gracia aquello que había leído ávidamente en el British Museum o en la biblioteca más recóndita. Todo aquello que tocaba se volvía arcano o sacro: con particular competencia, trazaba horóscopos, vaticinando incluso cuándo sería oportuno realizar un viaje o una especulación. Los nuevos amigos pendían de sus labios. Frederick Rolfe no solo tenía un nombre y un apellido, también un sobrenombre misterioso, inventado por su megalomanía narcisista: “Barón Corvo”, heredado según él, de una noble familia italiana.

 Rolfe no se complacía con ser amado y admirado: quería ser mantenido suntuosamente, como un cortesano italiano del Renacimiento o un gentilhombre francés del siglo XVII; solo así sus amigos podían pagarle por el genio que él poseía y ellos no. En este punto, se producía un derrocamiento absoluto. Apenas se sentía amado y homenajeado, Rolfe sostenía, en contra de toda evidencia, haber sido “provocado, difamado, calumniado, malignamente abusado, tergiversado y falsificado”: echando a rodar un gigantesco complejo de persecución, mitad voluntario, mitad inconsciente.

 Así nacía, en él, la vocación de ofender: arte en el que se convirtió en supremo maestro. Lleno de un desprecio satánico, se consideraba en guerra contra innumerables enemigos envidiosos de su talento. El complejo de persecución se transformaba en complejo de superioridad: la lengua se afilaba, se volvía cáustica, perversamente concisa, pronta a apresar y deformar las múltiples caras de sus enemigos. Prisionero de la obsesiva psicología que él mismo había construido, podrido miserablemente en sus propias cadenas: la vida se limitaba a lanzar una mirada desde la luneta de su cárcel y pasaba de largo: una coraza de gélida indiferencia o de activo disgusto lo circundaba: ninguno se esforzaba en penetrarlo; y él mismo impedía que nadie lo penetrase.

 Según Rolfe, su vida descansaba sobre una triple escena arquetípica: la conversión al catolicismo, ocurrida cuando tenía veintisiete años (en 1886); la admisión en el colegio católico de Oscott, en 1887, como seminarista, del que fue expulsado dos meses después; y la nueva admisión como seminarista en el colegio escocés de Roma, marcada cinco meses más tarde por una nueva expulsión. Cuál fue el motivo preciso de esta expulsión no lo sabemos. En Desiderio e la ricerca del tutto, Nicholas Crabbe (la sombra de Rolfe) dice que “fue expulsado de improviso, con toda la carga de maltratos y de indignidad; lo arrojaron fuera, en el corazón de la noche, expuesto a la penuria y al hambre”. Por esto, reitera Rolfe: “Siento un desesperado terror por los católicos: nunca he conocido uno (con una sola excepción) que no fuese un calumniador o un opresor de los pobres o un mentiroso”; “Odio a todos los católicos y no me fío de ellos”.

 Rolfe sostenía que la llave fundamental de su vida era la sacra Vocación al sacerdocio. Obedeciendo a esta vocación, proyectaba órdenes monásticas, constituidas, organizadas y consagradas, en las costumbres medievales, al servicio de Dios y en busca de la sapiencia. Pero mentía, aun cuando, probablemente no sabía mentir, pues la mentira habitaba profundamente y se escondía dentro de él.

 No poseía ninguna vocación religiosa: en todos sus libros, aun cuando habla el papa, no existe una sola palabra que ofrezca un verdadero acento religioso. No poseía siquiera una vocación diabólica: o, al menos, su profundo instinto demoníaco no logró jamás presentarse al revés, como espíritu religioso de cualquier otra tradición. Rolfe amaba solo una cosa: la recitación religiosa; las gemas del rito católico; los ritos de la Semana Santa, que Nicholas Crabbe saboreaba como los baños en la laguna.

 Rolfe tenía un sueño supremo: ponerse las sotanas blancas del papa; y representó su propio deseo en el más famoso (no el más bello) de sus libros: Adriano VII (1904: Superbeat, Neri Pozza, traducción de Aldo Camerino), donde George Arthur Rose, el portavoz de Rolfe, se convierte en papa luego de un accidente inverosímil ocurrido durante el Conclave. Entre Rolfe y Rose existía una fisura, a través de la cual Rolfe miraba a su doble con amor, exaltación y desprecio: como si fuese a la vez un santo y una máscara, un actor trágico genial y un canalla. No olvidaremos nunca la voz del papa: la voz proterva y balbuceante, desvergonzada, irreverente, caprichosa, deslumbrante, que da un movimiento teatral al libro. Escondido detrás de la figura de Adriano VII, Rolfe no logra contener su propio goce: mientras escribe el libro, siente ser el papa: vive su libro; y se divierte locamente en hablar y en oficiar como un papa, aparecer en el balcón del Vaticano a bendecir a la multitud, encender cigarrillos en el apartamento pontificio, recorrer Roma a pie, promulgar edictos y encíclicas, escribir cartas públicas a los pueblos y a los reyes, con un candor y una megalomanía casi conmovedoras. 


 En dos lugares, Rolfe se revela: “En verdad, me gustaría amar sin ser amado, pero hasta ahora he estado solo, solitario, y creo que habré de continuar así hasta el fin”. Cuando un sacerdote le pregunta: “Hijo mío, ¿amas a Dios?”, del silencio emana la respuesta: “No lo sé. En verdad no lo sé”. No habla nunca de amor, como le impondría su condición de papa. Habla casi exclusivamente, volublemente, de política exterior, en primer lugar de la pasión revolucionaria que está por abrumar a Rusia, Francia y el mundo civil. Ante la amenaza del socialismo y de la revolución, Adriano VII corre a los refugios. De un lado renuncia al poder temporal de la Iglesia: pero, del otro, se convierte en un Pontífice autocrático, un nuevo y más inflexible Bonifacio VIII, venido a traer orden y jerarquía, y a diseñar una nueva carta geográfica de la tierra. Así, proclama un nuevo imperio romano: con dos emperadores, uno del Norte y uno del Sur, Guglielmo de Prusia e Vittorio Emanuele III de Italia; y considera a este último, no se sabe bien porqué, uno de los “cuatro hombres más inteligentes de la tierra”. Especialmente esta parte suscita en el lector italiano una incontenible hilaridad: pero no debemos olvidar que Rolfe toma el propio libro terriblemente en serio, como testamento político-religioso de la Europa moderna.

 En agosto de 1909, Rolfe partió para Venecia junto a R.M. Dawkins, director de la Escuela británica de arqueología de Atenas. Puso todas sus pertenencias y manuscritos en un cesto de lavandería, cerrado con una barra de hierro y un candado; llevaba en el cuello un crucifijo de plata grande y pesado. No tenía dinero: esperaba vivir a costa del amigo arqueólogo. Pero este abandonó Venecia, dejándole algunas libras esterlinas. Rolfe alquiló unas sandalias y aprendió a remar maravillosamente a la veneciana, como si siempre hubiese sido un gondolero.

 “Me bañaba tres veces al día –escribió Rolfe– comenzando al alba hasta que el crepúsculo envolvía toda la laguna con llamas de amatista y de topacio. Me levantaba muchas veces en plena noche y me deslizaba silenciosamente en el agua para zambullirme por una hora en la reverberación de una gran luna dorada, o al trémulo palpitar de las estrellas. Imagínate un mundo crepuscular de cielo sin nubes y de mar sereno, un mundo todo hecho de heliotropo, de violeta y de lavanda… Había algo de sacro, algo solemnemente sacro en aquel silencio nocturno que hubiera querido no fuese turbado ni aun por el leve ruido de un remo… Tan indeciblemente bella era la paz de la laguna, que nació en mí el deseo de no hacer nada más que estar sentado absorbiendo mis impresiones, inmóvil”.

 Muy pronto todo se precipitó: Rolfe quedó completamente sin dinero: los amigos ingleses le habrían enviado dinero si hubiese regresado a casa; pero se negó a regresar y cubrió de injurias a sus amigos. No quería dejar su paraíso terrenal, aquel paraíso de agua y luz, ahora que finalmente lo había encontrado. Se le veía por doquier con una inmensa pluma estilográfica y con sus extraños manuscritos: empeñaba sus cosas, una tras otra, al Monte di Pietà. En el otoño-invierno de 1909-1910, vivió en el rellano de una escalera de servicio. Más tarde anidó en una isla deshabitada de la laguna, en una barca que hacía aguas, toda cubierta de hierbas y mejillones acumulados en el verano: tan pesada que no lograba casi moverla con los remos. Si se quedaba en medio de la laguna, la barca podía hundirse; y él corría el riesgo de ser devorado vivo por los cangrejos que con la baja marea bullían entre el fango del fondo. Si echaba el ancla hacia la isla, debía permanecer despierto toda la noche, porque en el instante en que cesaba de moverse, lo asaltaba una banda de ratas nadadoras, que en invierno eran tan voraces que atacaban hasta a los hombres, y les mordían los dedos de los pies.

 Se pasaba sin comer hasta seis días seguidos, o con dos panes (de tres céntimos) al día. De vez en cuando lograba que lo aceptasen como gondolero privado. Se hundió en la vileza y en el vicio: corrompía jóvenes, seducía inocentes, los vendía a sus cómplices. Cuando murió, el 25 de octubre de 1913, en su habitación de casa Marcelo, se encontró una gran colección de cartas y fotografías obscenas.

 Escrito en los últimos años de vida, Il Desiderio e la ricerca del tutto (Longanesi, traducción de Bruno Oddera) es la única obra maestra de Frederick Rolfe: de una maravillosa libertad, riqueza, vastedad de ecos y profundidad simbólica. Como en el Adriano VII, hay muchas páginas inspiradas en el rencor y la manía de persecución: es necesario recortarlas con la mente, abolirlas, olvidarlas, dejando transpirar el luminoso “deseo del todo” y la tiernísima “búsqueda”. Lo singular es que en el periodo más abierto de la vida de Rolfe haya generado este libro profundamente puro, nacido de un aliento platónico. Recordemos una frase de Kafka: “Ninguno canta más puramente que aquellos que habitan en el más profundo de los infiernos: aquello que tomamos por el canto de los ángeles es su canto”.


 Nacido bajo la constelación de cáncer, Nicholas Crabbe, la nueva contrafigura de Rolfe, era un cangrejo: durísimo por fuera, con su fría y desconcertante coraza y las tenazas listas a cerrarse, y a aferrar y herir a los otros; y, dentro, mórbido, tierno, dulce, una red de ramificaciones nerviosas más finas y sutiles que la de una telaraña, y más dolorosas al contacto de la carne viva. Como en el mito platónico del Simposio, él buscaba la propia mitad: la mitad perdida, la arrancada de él en una vida anterior. Esperaba al otro: el divino amigo, el David de su Goliat, el Patroclo de su Aquiles, la Eva de su Adán y, en torno, la patria, la familia, la amistad, la casa, el mundo finalmente recuperado. “Del todo abierto -escribe Rolfe- era su corazón, y extendidos los brazos, y desnudo el pecho, mientras con cada fibra del cuerpo y del alma bramaba, inflamado del ávido deseo de unirse al compañero que junto a él habría formado el Uno, al fundirse y disolverse en él”. El amor, mudo en Adriano VII, renació; y se cumplía y alcanzaba la propia cumbre.

 Entre los restos de un pueblo calabrese destruido por un terremoto, Nicholas Crabbe salvó a una muchacha adolescente, Zilda, casi asexuada, blanco como leche y miel, con espesos y cortos cabellos castaño claro, ojos verde azulados, un rostro inexpresivo, sin pasiones, cándido e inocente. Zilda era el andrógino del mito y de la literatura. Reunía el misterio, la tranquilidad y la robustez del gato, el esplendor de la estatua griega de oro y marfil, lo suavidad de la virgen rafaelesca con los rubores y palideces de su ligera piel de miel. Crabbe adoptó a Zilda como hijo, gondolero y esclavo: su naturaleza homosexual lo impulsaba a amar en el otro al muchacho, ocultando sus rasgos femeninos; Zilda debía convertirse en la más dócil de las ceras, enteramente modelada y plasmada por sus manos.

 La parte final del Desiderio repite la suerte de Frederick Rolfe. Sin un lecho, sin una lira, con un pan viejo de tres céntimos en el bolsillo. Nicholas Crabbe caminaba por las calles y los puentes de Venecia: caminaba sin rumbo toda la noche, bajo la lluvia y la nevisca, mientras en el cielo castaño resonaban las horas. Si se tendía sobre la playa abierta del Lido, una hora bastaba para impregnar sus huesos de escarcha. Durante el día vagabundeaba de una iglesia en otra: o delirando lleva flores a las tumbas del Camposanto. Después de ocho días sin comer y cinco sin dormir, solo el agua lograba saciarlo. Si bien su cuerpo desmejora y la mente languidece, presentaba todavía al mundo un rostro desdeñoso y ofensivo.

 En estos capítulos conclusivos, donde alienta la imitatio Christi, la abyección de Rolfe se transforma en una extraordinaria nobleza poética y moral. Así el libro conoce un encanto negado hasta el final a su autor. Nicholas Crabbe logra alcanzar la estancia cálida y fragante, el nido de amor de Zilda, y encuentra en él a la mujer que había rechazado conocer. Las dos mitades separadas se abrazan. “Oh mía, querida mía, mi querido, te he buscado toda la vida”. Los labios se funden y los ojos miran a los ojos largamente. Los pechos se aprietan y un corazón bate sobre el otro. Las mitades, que se han encontrado, se disuelven una en la otra.

 La otra gran criatura amada e idolatrada, la criatura en la cual fundirse y disolverse nos parece una unión natural e imposible, es Venecia: esta Venecia de canales cerrados y mar abierto, de techos y de terrazas, esta Venecia de barcas ligeras y veloces, de la cual todos conocemos las horas, los colores, los perfumes, las lluvias, las nieves, las noches, los veranos sofocantes y los clamorosos días primaverales. Alguna vez reencontramos los crepúsculos, las lavandas y las lunas muertas de Turner y de Ruskin. Pero es solo una nota. La Venecia de Rolfe es todavía la Venecia antigua, paralizada en el tiempo, radiante, vital, triunfal, azul y violeta. La ciudad de Tiziano y de Veronese, que aparece por última vez a un hombre que está por hundirse en la muerte.


 Traducción: Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas

 

 “Barón Corvo: Ensayista blasfemo y aspirante a Papa” apareció en el Corriere della Sera, el 14 de mayo de 2014. Potemkin ediciones, núm. 9 octubre-diciembre 2014.