domingo, 28 de diciembre de 2025

Pascin por Girondo


  Oliverio Girondo 


 Casi célebre antes de llegar a París, debido a su colaboración en “Simplicissimus” —donde se consagra como uno de los mejores dibujantes de la época— Pascin vive un destino tan dramático como el de Utrillo o el de Modigliani.

 Convencido de poder alcanzar lo que se le antoje, cuando el hastío no le aconseja renunciar a lo que se ha propuesto, derrocha su talento en todos los cafés de Montparnasse, con un desprecio absoluto por las alcancías y por el calendario. Los ditirambos de la crítica, los contratos más ventajosos de los “marchands”, le harán encogerse de hombros. Con la desolación profunda de ser siempre el que da, acepta todas las circunstancias que le impidan encontrarse consigo mismo, y si durante un momento parecería que el vicio lo distrae, al apartarlo de lo trillado, muy pronto su escepticismo lo persuade de que la muerte es la única aventura digna de ser vivida.

  En cierta ocasión —para referirnos a una de tantas— se encierra con su mujer y abre la llave del gas, después de convencerla de que es necesario eliminarse. Cuando comienzan a sentirse intoxicados, oyen los maullidos de su gato. Pascin se precipita a abrir las ventanas, y feliz, por haberlo salvado, descorcha una botella. Pocos meses después circula por todos los cafés de Montparnasse el rumor de que Pascin acaba de suicidarse. La noticia provoca tal consternación que hasta los más adictos al whisky logran seguir el derrotero que los conduce a su puerta. En el quinto piso, yace Pascin, en medio de un charco de sangre. Después de abrirse las venas, como la muerte demorara se ha colgado con su corbata de un picaporte, no sin antes haber escrito, en la pared, y con su propia sangre, la célebre exclamación cambroniana.

  Aunque nada exprese mejor que este encarnizamiento, el hartazgo que le procuran los dones con que la vida se propuso agobiarlo, no ha de creerse que su temperamento, ni su arte, se impregnen de una violencia desesperada. Demasiado fino y descreído para calarse unas gafas de moralista, si señala el ridículo, no será con la intención de censurarlo, sino para alimentar su sonrisa y entretener su desamparo. Pese a ciertos puntos de contacto, esta actitud no sólo adquiere, así, un significado muy distinto a la de Grosz —eternamente imbuido de la importancia de su rol de censor—, sino que le permite complacerse en los desfallecimientos de su propia sensualidad y acallar algunos instantes su desdén, para deleitarse en las carnes nacaradas de un desnudo (“Joven recostada”, núm. 25), en los blancos equívocos y en los violetas enfermizos de “La niña del moño rojo” (núm. 26).

   Más dibujante que colorista, su trazo nervioso y espiritual no consiente que el color llegue a suplantarlo, ni siquiera en las ocasiones en que se vale de él para acentuar un volumen o envolver sus modelos en una atmósfera ambigua e irizada. Aunque a través de un empaste que se diluye en pinceladas vaporosas y en tonalidades marchitas, la sugestión de la línea conserve su eficacia, rara vez alcanza la libertad que asume en sus dibujos, los que, sin duda alguna, constituyen la parte más significativa de su obra.

  Sin otros alardes técnicos que el empleo constante de las coloraciones desleídas y el aprovechamiento del escorzo, con el que satisface su necesidad de imprevisto al ofrecernos las perspectivas menos accesibles, sus óleos dejan traslucir, sin embargo, una sensibilidad tan exquisita, que no se requiere recordar sus grandes dibujos coloreados para persuadirse de que Pascin es uno de los artistas más finos y penetrantes de nuestra época.


 “Pintura moderna” (fragmento), Obra Completa, ed. crítica Raúl Antelo, ALLCA XX, 1999, pp. 296-97.


sábado, 27 de diciembre de 2025

Con Pascin en el Dôme


     Ernest Hemingway

  Era un atardecer muy agradable, y yo había trabajado de firme todo el día, y al fin dejé el piso encima de la serrería y salí atravesando el patio con sus pilas de madera, cerré la puerta, crucé la calle y entré por la puerta trasera de la panadería que por delante daba al boulevard Montparnasse, y salí a la calle después de pasar a través de todos los buenos aromas de pan que llenaban el horno y la tienda. En la panadería ya tenían las luces encendidas, y afuera se acababa el día, y caminé en la penumbra temprana hasta llegar al restaurante del Nègre de Toulouse, donde guardaban nuestras servilletas a cuadros blancos y rojos metidas en los servilleteros de madera y puestas en sus estanterías, esperándonos a que fuéramos a comer. Leí el menú multicopiado en tinta violeta y vi que el plato del día era cassoulet. Sólo leer el nombre ya me dio hambre.

  Monsieur Lavigne, el dueño, me preguntó qué tal marchaba mi trabajo y le dije que marchaba muy bien. Dijo que me había visto trabajando en la terraza de la Closerie des Lilas a primera hora de la mañana, pero no me había hablado porque me vio muy ocupado.

 -Parecía usted un hombre perdido en la jungla -dijo

  -Cuando trabajo, soy como un topo ciego.

  -¿Pero no estaba usted en la jungla, monsieur?

   -En la pradera -dije.

  Luego paseé por la calle, contento con el atardecer primaveral y con la gente que pasaba junto a mí. En los tres cafés mayores vi a personas que conocía de vista y a otras con las que había hablado alguna vez. Pero siempre había otras personas a las que no conocía y que parecían mucho más simpáticas, y que en los atardeceres, cuando se encendían las luces, se apresuraban hacia algún lugar donde se reunirían para beber en compañía, para comer en compañía, y para luego hacer el amor. Las gentes que había en los cafés mayores acaso pensaran en lo mismo, o acaso se contentaban con estar sentados y beber y hablar y darse el gusto de que los demás las vieran. Las personas que a mí me eran simpáticas, pero no conocía, iban a los grandes cafés porque allí podían estar solas y estar juntas. Entonces los grandes cafés eran también baratos, y todos tenían buena cerveza y los aperitivos costaban precios razonables, claramente marcados en los platillos en que los servían.

  En aquel atardecer, yo meditaba estos sanos, pero escasamente originales pensamientos, y me sentía extraordinariamente virtuoso porque había trabajado bien y de firme en un día en que me moría de ganas de ir a las carreras. Pero por entonces no tenía dinero para carreras, aunque siempre se podía ganar algún dinero precisamente en las carreras, tomándoselo con empeño. No habían llegado los días de las pruebas de saliva y otros métodos para descubrir a los caballos artificialmente estimulados, y el doping se practicaba en gran escala. Pero eso de apreciar las posibilidades de un caballo al que inyectan estimulantes, y notar los síntomas en el paddock y dejarse guiar por percepciones que a veces estaban al borde de lo extrasensorial, y luego descansar en aquellas percepciones un dinero que uno no puede de ningún modo perder, no es manera para que un joven que debe dar de comer a una esposa y un hijo haga carrera mediante el trabajo de todo el día que es aprender a escribir en prosa.

  De cualquier modo que se mirara, seguíamos muy pobres, y yo ahorraba todavía por medios tales como el de decir que me habían invitado a almorzar, y pasar dos horas caminando por el jardín del Luxemburgo, y volver a contarle a mi mujer el soberbio almuerzo. Cuando un tiene veinticinco años y es un peso fuerte nato, saltarse una comida pone muy hambriento. Pero también aguza todas las percepciones, y un día me di cuenta de que entre mis personajes abundaban mucho los que tenían grandes apetitos y les gustaba mucho comer y lo deseaban mucho, y casi todos estaban pensando en beber una copa.

 En el Nègre de Toulouse bebíamos el buen vino de Cahors, en cuartillos o medias jarras o jarras enteras, casi siempre diluyéndolo con algo así como un tercio de agua. En casa, encima de la serrería, teníamos un vino de Córcega que mostraba gran personalidad y un precio módico. Era un vino muy corso, y uno podía diluirlo a partes iguales en agua, y seguir recibiendo sus comunicaciones. O sea que en París se podía vivir muy bien pocasi nada, y saltándose una comida de vez en cuando y no comprando nunca ropas se podía ahorrar y permitirse lujos.

  Esquivé el Select porque vi allí a Harold Stearns, y sabía que él iba a querer hablar de caballos, aquellos animales en los que yo pensaba llenándome de complacencia moral y de espiritualidad, porque eran las bestias pecaminosas de las que me había librado. Pagado de mi crepuscular virtud, pasé ante los habitantes de la Rotonde y desdeñando el vicio y el instinto gregario, atravesé el boulevard y me fui al Dôme. También el Dôme estaba lleno de gente, pero allí había algunas personas que habían trabajado.

 Había chicas que aquel día habían trabajado de modelos, y había pintores que trabajaron hasta quedarse sin luz, y había escritores que bien o mal habían cumplido una jornada de trabajo, y había bebedores y personajes variados, y a unos los conocía mientras los demás eran mera decoración.

  Entré y me senté a una mesa donde estaba Pascin con dos modelos que eran hermanas. Pascin me hizo una seña con la mano, cuando yo estaba parado en la acera de la rué Delambre, dudando si entrar a tomar una copa o no. Pascin era un pintor muy bueno, y estaba borracho, de una borrachera sostenida y deliberada y llena de sentido. Las dos modelos eran jóvenes y bonitas. Una era muy morena, menuda, bien formada, con una viciosidad falsamente frágil. La otra era aniñada y tonta, pero muy linda, en un estilo aniñado poco duradero. No estaba tan bien formada como su hermana, pero' es que aquella primavera no lo estaba nadie

  -La hermana buena y la hermana mala -dijo Pascin-. Tengo dinero. ¿Qué quieres beber?

  -Una caña de rubia -dijo el camarero.

   -Pide un whisky. Tengo dinero.

   -Me gusta la cerveza.

   -Si de verdad te gustara la cerveza irías a Lipp.

   -¿Y a ti quién te ha dicho algo? -le preguntó Pascin.

   -Sí.

    -¿Marcha?

    -Espero que sí.

    -Bien. Así me gusta. ¿Y todo conserva su buen sabor?

    -Sí

    -¿Cuántos años tienes?

    -Veinticinco.

   -¿Quieres tirártela? -miró a la hermana morena y sonrió. Lo necesita.

-Ya te la habrás tirado tú bastante por hoy.

     Ella me sonrió con abiertos labios.

     -Tiene muy mala lengua -dijo. Pero es bueno.

     -Puedes llevártela arriba al estudio.

     -No seas cerdo -dijo la hermana rubia.

     -¿Y a ti quién te ha dicho algo? -le preguntó Pascin.

     -Nadie. Pero yo dije lo que pienso.

-Pongámonos cómodos -dijo Pascin-. El serio joven escritor y el sabio y cordial viejo pintor, y las dos hermosas muchachas, con toda la vida abierta ante ellos.

Allí estuvimos sentados, y las chicas bebían sorbitos de sus bebidas, y Pascin se tomó otra fine à l'eau y yo mi cerveza, pero nadie estaba cómodo excepto Pascin. La morena estaba nerviosa y se exhibía como en un escaparate, volviéndose de perfil y haciendo que la luz destacara las concavidades de su cara, y enseñándome los pechos ceñidos por el jersey negro. Llevaba el pelo corto, liso y negro como el de un oriental.

-Has posado todo el día -le dijo Pascin-. ¿Hay alguna razón para que ahora sigas de modelo de este jersey?

-Me gusta -dijo ella.

-Pareces una muñeca javanesa.

-No lo dirás por los ojos -dijo ella-. Mi estilo es más complicado.

-Pareces una pobrecilla muñeca pervertida.

-Tal vez -dijo ella-. Pero estoy viva. Tú no llegas a tanto.

-Ya lo veremos.

-Muy bien -dijo ella-. Pero exijo pruebas.

-¿No las tuviste hoy?

  -Oh, eso -dijo la chica volviéndose para recoger en su cara la última luz del crepúsculo. Te puso caliente lo que pintabas. Está enamorado de sus telas -me explicó. Siempre hace con ellas alguna porquería…

  -Quieres que te pinte y que te pague y que te joda para aclararme la cabeza, y que además me enamore de ti -dijo Pascin-. Pobre muñeca tonta.

   -A usted le gusto, ¿verdad, monsieur? -me preguntó ella.

   -Mucho.

   -Pero usted es mucho mayor que yo -dijo con tristeza.

   -Todos tenemos el mismo tamaño en la cama. 

  -No es verdad -dijo su hermana-. Y ya estoy harta de esta conversación.

   -Mira -dijo Pascin-. Si piensas que estoy enamorado de las telas, mañana mismo te pinto a la acuarela.

   -¿Cuándo cenamos? -preguntó la hermana. ¿Y dónde?

   -¿Cenará usted con nosotros? -preguntó la chica morena.

   -No. Iré a cenar con ma légitime…

   Así se decía entonces. Ahora dicen ma régulière.

   -¿Tiene que ir?

   -Tengo que ir y quiero ir.

  -Vete, pues -dijo Pascin. Y no te enamores de la máquina de escribir.

   -Si me lo noto, escribiré a lápiz.

  -Mañana a acuarelar -dijo. De acuerdo, niñas, me tomo otra copa y luego cenamos donde queráis.

   -Chez Vikings -dijo la morena

   -Yo también -insistió la hermana.

  -De acuerdo -convino Pascin-. Buenas noches, jovencito. Que duermas bien.

   -Lo mismo te digo.

   -Éstas no me dejan dormir -dijo él-. Nunca duermo.

   -Duerme esta noche.

   -¿Después de los Vikings?

   Hizo una mueca, y llevaba el sombrero hacia atrás, encasquetado en la nuca. Se parecía más a un personaje de revista de Broadway a fines de siglo, que a un pintor excelente como era, y luego, cuando se hubo ahorcado, me gustaba recordarle tal como estaba aquella noche en el Dôme. Dicen que las simientes de todo lo que haremos están en todos nosotros, pero a mí me parece que en los que bromean con la vida las simientes están cubiertas con mejor tierra y más abono.



 París era una fiesta (Ed. Seix Barral, 1983); traducción: Gabriel Ferrater.


jueves, 18 de diciembre de 2025

Diez poemas de Guido Ceronetti

 

Guido Ceronetti


Muerte de Ignacio Felipe Semmelweis


¡Ah cuántos muertos demasiado excavados

Cuántos cadáveres de madres ofendidas

Por mi escalpelo, ciudad de larvas, 

Tu relámpago infecto castiga!

Sobre la boca de la Melancolía

Que me torcía con su rabia ha puesto

Hambre a un Enigma triste y desmoronado

Con sus manos, a la víctima quejumbrosa

Feroces garfios. Muero.

Ah Skoda, Skoda. Tu consumada *

Mano clínica como un pensamiento

Que acompaña, grave bondad, sentir

Posarme los ojos táctiles sobre el pecho,

Más dulce me es que el rostro de una mujer.

Dime: ¿por qué no dejamos

Aquellos úteros enfermos morir?

¿Querer que la vida perdure

No es crimen, Skoda? ¿No muero impío

Por extraer tantas vidas?

¿Por qué hay un mal en dar la vida

Como en quitarla? ¿Y el dolor

En la ardiente víscera materna

no lo propago yo también dando aire,

Vigilando los lechos donde lo quemaba

La fiebre vomitada por su parto?

¿Por qué cada acto del hombre es malo

Sumado al mal en el incendio humano?

La sabiduría de un hombre que delira

Esta aquí desplegada, la rota lámpara

Suspendida en mi oscuridad, tropieza

Con su peso descolgándose

Sobre mojados escalones: llévame

Del subterráneo al juego de los jardines.

Mi bramido apagado, aferra ya,

Purgada caricia, esta mano especial:

Símbolo del bien que se precipita

A sí mismo en el lamento que lo atrae. 


* Skoda fue el gran clínico de la escuela médica vienesa, maestro y protector de Semmelweis. Cuando S. estaba muriendo presa del delirio, por septicemia, estaba a su lado el viejo maestro Skoda.


Respuesta de Carlota Corday interrogada


La bañera del sarnoso ante tu luz

En psoriasis tremenda fulminada *

Tras la puerta cerrada permanece vacía

Ávida de cualquier cosa


Solitaria y ennegrecida pide

Un cuerpo que se descama,

Y su sangrienta sombra

Mi mano de improviso castiga

En fuga de una puerta vigilada

 

-Cada uno tiene su Marat. Póngase el hombre.  

Golpes para una audiencia delatora. 

Susurrándole cauto, la boca obscena  

La hiel sombría, la infecta espalda

Con el puñal que enterrado se limpia

Día y noche golpeando. 

Hasta que caiga sobre ti el suplicio

Del brazo severo que tú hieres –


* psore alude a la dermatosis de Marat, il rognoso (sarna). La bañera donde estaba inmerso es "fulminada" por la luz de Carlota.


Versos para "La Toilette" de François Boucher *


Como una oscuridad que hacia la noche

Se oculta, el cuerpo desapareció

En la cueva diurna de los ornamentos, 

Y el puñal del que lamer su punta 

Enfundado de pliegues como un gato

En una transacción de falso sueño

Entre mamparas, espejos, pulseras, cepillos

Y fuegos en agonía ni siquiera una flor

Pero de la flor más extraña la fuerza arcana

Hela aquí: todo lo sombrea y reconduce

Donde tiene luz la noche

En el círculo de la nocturna

Emanación, Norte fijo,

Mira cuántos sumisos cuantos perdidos

Cuántos extorsionados por su abismo;

El nicho vacío, húmedo de huellas

De ilimitadas armas, de telones de fondo

Oscura escena, los barrotes lima

De la moderación con su evadirse, 

Mientras les llama por los conductos

De seda azul y blanca a su noche.

 

*Estaba en la colección Thyssen de Vila Favorita en Lugano. Ahora se encuentra en el Prado.

 

Correo del comandante de la compañía ciclística


Parece un rincón de Holanda

En los tonos consumados de un Vermeer,

No es más que una humilde fotografía

De un Comando en un Véneto perdido. 

Pero su triste rigor, el contenido viril

Tienen corazón de tiempo, fibra de ignoto.  

Una agonía de sombras, la silla de nadie,

Una ventana Nórdica; y sellos, fechas,

Nombres escritos en tinta sobre postales alineadas. 

Todo soplado, enviado ya... 

Municiones de vida todas disparadas…

Mientras se marcha hacia la Apatía,

Dice atrás la trompeta Nostalgia. 

 

Todos duermen


El hombre duerme.

La mujer duerme.

El león, cuando nada lo disturba, duerme.

Los amantes, abrazados, incómodos, duermen.

Los niños, interminablemente, duermen.

Los astronautas, mediante trucos, duermen.

Los curas, en el confesionario y durante la misa, duermen.

Los rabinos, después del sonido del shofár, duermen.

Los imanes duermen.

Los brahmanes duermen.

Las Carmelitas Descalzas, aunque poquísimo, duermen.

Las moscas pegadas a los cristales duermen.

Los ladrones, tras un buen golpe, duermen.

Los elegidos por el pueblo, 

                  en las banquetas de la Cámara, duermen.

Los viejos en los asilos duermen.

Los anestesiados, sobre la mesa de operaciones, 

                                duermen y duermen.

¿Quién es el que no duerme?

Yo.

¿Por qué, maldita sea, yo no?

¿Por qué, por cuál culpa que ignoro, no duermo, yo?

Y tú, Sueño mío, ¿por qué me abandonaste?

Escapar a la Verónica

 

A la Verónica como un cuenco de oración

A la Verónica de los lienzos que lagrimean

Toda energía untuosa, estrella invitada del peregrino,

La dolorosa luz humedece el Calvario.

 

                Verónica surco de la mañana

                Verónica gallo de la tarde

                Verónica inmersa en sudores

                Ombligo saliente, ola de proa

 

¿Quién contó las apariciones del amor infinito?

Esta es la tierra del millón y uno

De gestos sobrehumanos que a la humana

Forma se inclinaron y cuyo nombre suena

Verónica para los desesperados que lo esperan

Cuando la oscuridad del hombre está en las gargantas

Tigre de los desgarrados, la ilesa Verónica 

Cuerpo es de lámpara y conoces el final.

 

                Verónica surco de la mañana

                Verónica gallo de la tarde

                Verónica inmersa en sudores

                Ombligo saliente, ola de proa

 

¿Nadie viene, dices? ¿Y Verónica?

Viene porque la tierra de las cruces

Vibra al suspendido gong de los milagros,

Verónica ni griega ni católica

Hormiga de las dunas del dolor.

 

El dragón


Con millones de cabezas tenebrosas

El dragón humano tupe los resquicios de la luz, 

La garganta de la vida.

En los oscuros sepulcros de hormigón

Lo Abierto es maldito y lo Vasto ciego.

 

Maya

 

Ve en la debilidad de lo finito

Ve en la falsedad de lo acabado

 

Nunca más en el desvanecimiento de lo finito

Labios polvo de lo infinito

 

La ofrenda de alegría más que el cuerpo

El don descarnado del dolor

 

A ti que languideces la aparición

La gloria de amar la sombra

 

A las mujeres que pasarán

Tocando y no la tierra

 

La dura ciencia de la imperfección

agotable de las pasiones.


Después del espectáculo 

 

Ven, alegría propia de los vencidos:

Al reaparecer los rostros, transcurrida la hora,

En el espacio doliente y fatigado

Entre olores taurinos ¡hay un Mal penetrante!

Hija del anciano ciego, puedes desprenderte *

De mi brazo, llegamos el final

De un viaje admirable.

 

*La hija del viejo ciego es Antígona.


Capítulo 

 

El hombre de Oriente ofrece su cráneo como incensario

Su bigote es la gloria del relicario

 

El hombre de Oriente manipula Sombras*

Los ritmos de la materia con el prepucio de la lengua

 

El hombre de Oriente se aparta de las súplicas

Mira a la mujer que rociará la herida

 

La mujer está allí como una languidez no conquistada

Su mirada inmóvil atraviesa la multitud exterminadora*

 

Dicen que el hombre de Oriente está a punto de declarar

La guerra al mal, o quizás la guerra al bien

 

El hombre de Oriente levanta una flor para no hablar

La luz que irradia parece agotada

 

Diez mil millones de años pasan

El hombre de Oriente querúbicamente

 

Planta constelaciones de manchas al Ungido

Sobre sábanas de destinos recién lavados

 

                         Atanòr arde en la árida jornada


*El hombre de Oriente, extremadamente reacio a revelarse (cfr. en Deliri disarmati: “L'uscita del cobra”), es naturalmente también un dalang (manipulador del Teatro de Sombras) y da sonido a los ritmos sofocados (en la Biblia: con prepucio), deslenguados, de la materia.

*A esta mujer se la puede encontrar tal vez en un cuadro del Bosco, en medio de una multitud de asesinos.




Morte di Ignazio Filippo Semmelweis


Ah quanti morti troppo scavati

Quanti cadaveri di madri offesi

Dal mio scalpello, città di larve,

Il vostro infetto fulmine punisce!

Sulla bocca della Malinconia

Che mi storceva la sua rabbiosa ha messo

Fame un Enigma triste e sbriciolato

Coi suoi Mani, alla vittima irritante

Feroci uncini. Muoio.

Ah Skoda, Skoda! La consumata tua

Mano diagnostica come un pensiero

Che accompagna, grave bontà, sentire

Posarmi gli occhi tattili sul petto,

Mi è dolce più del viso di una donna.

Dimmi: perché non li lasciamo

Quegli uteri malati morire?

Volere che la vita perduri

Non è crimine, Skoda? Empio non muoio

Per aver troppa spremuto vita?

Perché c'è un male a dare

La vita come a toglierla? E dolore

All'infuocato viscere materno

Dando frescura non ho sparso anch'io

Vegliando i letti dove lo bruciava

La febbre vomitata dal suo parto?

Perché ogni atto d'uomo è male

Aggiunto a male nell'incendio umano?

La sapienza di un uomo che delira *

Eccoti squadernata, la rotta lampada

Prendine dal mio buio, incespica

Col suo peso di spenzolata

Fradicia sui gradini: portami

Dal sotterraneo ai giochi dei giardini.

Il mio bramito spento, ormai purgata

Stringi, carezza, questa speciale mano:

Simbolo è del bene che precipita

Se stesso nel lamento che lo attira.

 

*Skoda fu il grande diagnostico della scuola medica viennese, maestro e sostenitore di Semmelweis. Quando S. era morente e in preda al delirio, per setticemia, gli era accanto il suo vecchio maestro Skoda.


Risposta de Carlotta Corday interpellata


La vasca del rognoso dalla tua luce

Alle psore tremenda fulminata *

Dietro la porta chiusa sosta vuota

Avida di qualcosa

 

Solitaria e annerita un corpo chiede

Che si desquama, un'ombra laida e sanguinosa,

Una mano improvvisa punitrice

Sfuggita ad una porta vigilata

 

-Ha un suo Marat ciascuno. Mettici l'uomo,

Bussa per un'udienza delatrice.

Bisbigliandogli cauto, la bocca oscena

Il fiele cupo, l'infetta schiena

Col pugnale che immerso si pulisce

Giorno e notte colpisci

Finché non cali su te il supplizio

Braccio del torvo che tu ferisci.

 

*psore allude alla dermatosi di Marat, il rognoso. La vasca dov’era immerso è “fulminata” dalla luce di Carlotta.

 

Versi per “La Toilette” di François Boucher

 

Come una tenebra che via la notte

Si rinasconde, spariva il corpo

Nel covo diurno degli ornamenti

E il pugnale di cui lecchi la punta

Inguainato di pieghe è un gatto

In un finto sonno contratto

 

Tra paraventi, specchi, armille, spazzole

E fouchi in agonia neppure un fiore

Ma del fiore più strano la forza arcana

Eccola bistra tutto, rinconduce

Dove c’è luce la notte

 

Nel cerchio della notturna

Emanazione, Nord fisso,

Guarda quanti curvarti quanti persi

Quanti postrati estorti dal suo abisso;

La nicchia vouta, umida di traccia

D’illimitate braccia, di fondali

Oscuri scena, le sbarre lima

Del ritegno col suo sbrattarsi,

Li chiama dai condotti

Di seta azzura e bianca alla sua notte.

 

*Era nella collezione Thyssen a Villa Favorita di Lugano. Ora è al Prado.

 

Ufficio del comandante della compagnia ciclisti

 

Pare un interno d'Olanda

Nei toni consumati di un Vermeer,

Non è che un'usata fotografia

Di un Comando in un Veneto perduto.

Ma il suo rigore triste, il virile contenuto

Hanno cuore di tempo, fibra d'ignoto.

Un'agonia di ombre, la sedia di nessuno,

Una finestra nordica; e timbri, date,

Nomi scritti ad inchiostro su carte allineate.

Tutto soffiato, portato via ...

Cartucce di vita tutte sparate ...

Mentre si marcia verso Apatia,

Dice arretra la tromba Nostalgia.

 

Tutti dormono


L’ oumo dorme.

La donna dorme.

Il leone, quando niente lo disturba, dorme.

Gli amanti, abbracciati, scomodi, dormono.

I bambini, interminabilmente, dormono.

Gli astronauti, mediante trucchi, dormono.

I petri, in confessionale e durante la messa, dormono.

I rabbini, dopo il suono dello shofàr, dormono.

Gli imam dormono.

I bramini dormono.

Le Carmelitane Scalze, sia pure pochissimo, dormono.

Le mosche attaccate ai vetri dormono.

I ladri, dopo un bel colpo, dormono.

Gli eletti dal popolo, sui banchi della Camera, dormono.

I vecchi negli ospizi dormono.

Gli anestetizzati, sui tavoli operatori, dormono e dormono.

Chi è che non dorme?

Io.

Perché, accidenti, io no?

Perché, per quale colpa che ignoro, non dormo, io?

E tu, mio Sonno, perché mi hai abbandonato?

  

Fuga nella Veronica


Nella Veronica come in catino di preghiera

Nella Veronica dei lini che lacrimano

Tutta ungitiva lena, ospite stella del pellegrino,

La dolorante luce umidifica il calvario.

 

                La Veronica solco del mattino

                La Veronica gallo della sera

                La Veronica immessa nei sudori

                Ombelico sorgente, onda prodiera

 

Le apparizioni chi le ha contate

Dell'amore infinito?

La terra è questa del milione e uno

Di gesti sovrumani che alla umana

Forma si flessero e il cui nome suona

Veronica ai disfatti che l'aspettano.

Quando il buio dell'uomo è sulle gole

Tigre dei lacerati, l'illesa Veronica

Corpo è di lampada e conosci il fine

 

               La Veronica solco del mattino

               La Veronica gallo della sera

               La Veronica immessa nei sudori

               Ombelico sorgente, onda prodiera

 

Nessuno viene dici? E la Veronica?

Viene perché la terra delle croci

Vibri del gong sospeso dei miracoli,

La Veronica né greca né cattolica

Formica delle dune del dolore

 

Il drago

 

Con miliardi di teste ottenebrate

Il drago umano tura i varchi della luce,

La gola della vita.

E nei torvi sepolcri betonati

Maladetto è l’Aperto, il Vasto è cieco.


Maya


Vedi nel flebile del finito

Vedi nel finto dello sfinito

 

Mai più nello sfiorire di un finito

Labbra polvere d'infinito

 

L'offerta della gioia più che corpo

I dono senza carne del dolore

 

A te che langui l'apparizione

La gloria di amare l'ombra

 

Alle donne che passeranno

Toccando e no la terra

 

La dura scienza dell'imperfezione

esauribile delle passioni

 

Dopo lo spettacolo

 

Vieni gioia specifica dei vinti:

Al riapparire i volti, trascorsa l'ora,

Nello spazio dolente e affaticato

Tra odori tauromachici c'è del Male trafitto!

Figlia del vecchio cieco puoi staccarti¹

Dal mio braccio, tocchiamo il termine

Di un mirabile viaggio.


Nota: Todas las notas de Ceronetti. 

Versiones: Pedro Marqués de Armas. 



domingo, 14 de diciembre de 2025