sábado, 25 de octubre de 2025
Pedro Marqués de Armas: Sin fecha de caducidad
Lord Dunsany: El maleficio de oro y otras piezas fantásticas
Colección Potemkin ediciones
Aurora García Herrera o la psicopedagogía
jueves, 23 de octubre de 2025
miércoles, 22 de octubre de 2025
domingo, 19 de octubre de 2025
Juana la Loca
De que la historia da color a los delirios e incluso los modela,
da cuenta el caso de Juana la Loca, uno de los más célebres del archivo Mazorra. Era de Santiago
de Cuba, donde nació en 1892, madre de diez hijos, cinco de ellos ya muertos cuando fue internada a sus treinta y siete años. La suya era una locura patriótica
que comenzó a aquejarla de muy joven, en Guantánamo, donde se buscaba la vida
vendiendo tamales. Juana Rodríguez Heredia, su verdadero nombre, por un tiempo Juana la
Tamalera y, finalmente, Juana la Loca.
En algún momento le
dio por hablar con las estatuas de Martí, bien para celebrarlo o para
incriminarlo, al tiempo que se proponía continuar la obra de los Maceo. Al menos,
así la presentó el doctor Antonio Esperón ante una junta médica celebrada en 1931. Estas serían sus señas: “Mestiza, de constitución pícnica y contacto
expansivo, tiende a la logorrea. Viste de blanco impoluto: chaleco, camisón, faldas, medias, una
faja azul a la cintura y una capucha en la cabeza, todo estampado de estrellas
blancas. Lleva consigo banderitas cubanas que agita con frenesí, sobre todo
cuando se dispone a dar sus discursos”.
Según Esperón, había
llegado a La Habana en 1926 cuando, alentada por sus ardores patrióticos, se
agregó en Oriente a un tren excursionista con motivo de la proclamación del Sr.
Presidente de la República, General Gerardo Machado. Confundida entre la multitud
y entreverada, según Esperón, entre tantos ardientes patriotas, se inmiscuyó en
todos los festejos para hacer resaltar su indumentaria, llena de enseñas patrias y de colgajos alegóricos. Con ella había traído a su hijo menor, lo
que, en cierto modo, enmascaraba también su locura.
Concluidos los homenajes
y festejos, no regresó a Oriente recalando en una posada de la calle Aponte. Solía
dejar a su hijo con el encargado de la pensión, personándose cada tarde ante la
estatua del Apóstol en el Parque Central, para su consabida arenga, en la cual se
excedía lo mismo en elogios que en vituperios, pasando de unos a otros sin
solución de continuidad. Por demás, cantaba, bailaba, y ponía una lata para que
le echaran monedas.
El veterano doctor
Esperón, mambí él mismo, ahora con tres décadas de ejercicio de loquero, destacó
ante la junta médica el afán de simbolismo de Juana la Loca, calificando su trastorno
de “delirio de grandeza tipo patriótico”. Para el médico, tales delusiones
absorbían por entero su pensamiento y su afectividad, si bien con momentos en
que el delirio “se eclipsaba" pudiendo reparar en su hijo al que llamaba
Ángel Custodio.
De acuerdo con Esperón,
lo que la movía cada tarde ante la estatua de Martí eran las alucinaciones auditivas,
toda vez que lo que sostenía con él era un diálogo en el que el Apóstol la
convidaba, como ella quería, a continuar la obra de los Maceo y de Máximo Gómez.
Cuando la arenga se extendía demasiado, el Apóstol la invitaba a orar por sus
hijos y le recordaba que también él tenía que descansar por muy de mármol que
pareciera.
En poco tiempo toda La
Habana la conocía. Como sus arrebatos iban a más, en 1929 la policía la condujo
a la Casa de Socorros y de ahí fue trasladada a la Sala de Observación de
Enajenados del Hospital Calixto García.
Siempre según Esperón, su orientación y memoria estaban intactas, recordaba fechas y lugares
y los variados incidentes de su vida, pero su pensamiento y afectividad habían
sido invadidos. Así que padecía, dijo y se quedó tan ancho, de un “delirio de
grandeza alucinatorio crónico progresivo” que, como no había dado muestras de
agudización en los dos años que llevaba en Mazorra, descartaba que se tratase de
una Parálisis General, es decir, de una manifestación de la sífilis cerebral. Si así
fuera, expresó, “no presentaría un aspecto tan lúcido y casi podríamos decir
que un estado físico saludable, como el que posee esta enferma, cuyos delirios
simbólicos la motivan a trazar escritos y dibujos originales”.
Lástima que estos
últimos no se hayan conservado, que Esperón no se animara a reproducirlos. Por suerte,
nos queda su fotografía en la que aparece toda embanderada, como si, ciertamente, su delirio y de la patria se hubieran fundido en un mismo plano o nivel.
Esperón, el decano
Pedro Marqués de Armas
Ejerció en el Hospital de Dementes de Mazorra por más de cuarenta años. No solo eso, vivió allí casi todo ese tiempo, en el área destinada al personal sanitario. El doctor Antonio Esperón y Rouli formó parte de esa subespecie de “generales y doctores” que fue la de coroneles y alienistas, entre los que figuraron Lucas Álvarez Cerice, Agustín Cruz y Américo Feria, entre otros, con Mazorra como centro de operaciones.
Esperón nació en Jovellanos en 1859. Realizó sus estudios de medicina en la Universidad de Barcelona, donde fue alumno José de Letamendi, graduándose hacia 1882. Antes de la guerra del 95 ejercería por unos años en su pueblo natal. Una vez iniciada esta se exilia en Estados Unidos, sumándose en Jacksonville a la expedición del vapor Three Friends, organizada por el comandante Enrique Collazo, y que desembarcaría por Varadero el 17 de marzo de 1896, fecha de su incorporación al Ejército Libertador. En breve ocupa el puesto de Jefe de Sanidad de la Segunda División del Cuarto Cuerpo, alcanzando el grado de Teniente Coronel.
El 1 de enero de 1899 fue designado médico de Mazorra junto a otro doctor de la guerra, el también matancero Lucas Álvarez Cerice, nombrado director. Otro mambí, igualmente de Matanzas, se suma a la nómina: José Vega Lamar. Esperón ocupó la segunda sección de la Clínica de Varones, atendiendo los departamentos de convalecientes y tranquilos, enfermedades intercurrentes y enfermedades infecciosas. En una temprana memoria dio cuenta del hacinamiento y de las malas condiciones de vida.
Por muchos años impartió clases de anatomía en la Escuela de Enfermería de Mazorra. Desde 1905 integró la Junta Local de Sanidad de Santiago de las Vegas. Fue miembro fundador de la Sociedad Cubana de Psiquiatría y Neurología, establecida el 20 de abril de 1911. Entre 1918 y 1921 realizó varios viajes de formación a los Estados Unidos. En marzo de 1926 se sumó a las labores de Sociedad Cubana de Neurología y Psiquiatría, reeditada tras años de dispersión. Entonces estaba al frente del departamento de enajenados procesados. A partir de 1929 este pabellón llevaría su nombre.
Aunque publicó algunos trabajos, entre los que cabe destacar "Los niños alienados y los epilépticos de Mazorra" (II Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección,1904, Imprenta y Librería La Moderna Poesía), fue predominantemente ágrafo. En su juventud trató de patentar un producto para las neuralgias a base de un extracto de escoba amarga.
En 1934 recibió un homenaje en calidad de decano por sus labores en Mazorra. En 1938 fue condecorado “por sus grandes servicios durante décadas atendiendo a los orates”. Como se ha dicho, ejerció por más de cuarenta años, pues todavía en 1945 estaba en activo. Desde de 1930 ejerció paralelamente en el sanatorio Esperón-Baralt, situado en la Quinta Cardona, en Calabazar.
sábado, 18 de octubre de 2025
domingo, 12 de octubre de 2025
sábado, 11 de octubre de 2025
Walker
jueves, 9 de octubre de 2025
lunes, 6 de octubre de 2025
Elizabeth Walker (Miss Walker)
Jefa por décadas del servicio de enfermería
del Hospital de Dementes de Cuba, Elizabeth Walker fue la enfermera
psiquiátrica más importante de la República: organizó no solo la asistencia en
sus diversos niveles, sino también la docencia formando a varias generaciones
de enfermeras especializadas.
Llegó a La Habana a comienzos de 1901,
incorporándose al servicio del Hospital Número Uno. Descendía de una familia
inglesa asentada en los Estados Unidos tras la Independencia y se había
graduado en el Hospital de Pennsylvania a finales del siglo XIX.
El 19 de junio de 1903 ocupó el puesto de
Superintendente de la Escuela de Enfermería de La Habana, de la que fuera
fundadora junto a otras dos enfermeras norteamericanas: Eugenia Hibbard y
Gertrude Moorey. Tras dirigir por unos años el servicio de enfermería del Hospital
“General Calixto García”, fue convocada en julio de 1909 por el entonces
Secretario de Sanidad, Matías Duque, para ocupar la plaza de Superintendente de
la Escuela de Enfermeras de Mazorra. Allí permaneció prácticamente hasta su
jubilación en 1949.
Miss Walker participó en la Exposición de
Boston, celebrada en octubre de 1914, donde presentó un informe acerca de su
experiencia en la isla que le granjeó elogios de la comisión del evento
y de la prensa.
En agosto de 1917 recibió el Premio
Nacional de Enfermería. En julio de 1918 fue nombrada consejera de la
Asociación de Enfermeras de Cuba, ocupando su plaza de Superintendente de la
Escuela de Enfermería de Mazorra otra destaca enfermera, Antonia Casanova.
En 1929 fue premiada por sus largos años de
servicio, con diploma y medalla de oro, por el Secretario de Sanidad Francisco
María Fernández.
En 1930 un pabellón de Mazorra recibió su
nombre, develándose un retrato suyo, seguido de un discurso del Dr. José Randín
exponiendo sus méritos.
Durante los años críticos de la
década del treinta se mantuvo al frente del cuerpo de Enfermos y Enfermeras de
Mazorra.
En 1936 recibió la condecoración de la Cruz
Roja Cubana.
El 1 de
noviembre de 1949, Carlos Ramírez Corría, neurocirujano y entonces Ministro de
Salud Pública, la condecoró con motivo de su despedida y regreso a su país de
origen, después de tan larga trayectoria.
Falleció el 25 de junio de 1951 en Filadelfia,
Estados Unidos.
lunes, 29 de septiembre de 2025
A la sombra de las encinas
Italo Svevo
Mamá:
Justo ayer por la tarde recibí tu
carta bonita y buena.
No lo dudes, para mí tu gran
carácter no tiene secretos; aun cuando no puedo descifrar una palabra, comprendo,
o creo comprender, lo que quieres decir haciendo correr la pluma de ese modo.
Releo muchas veces tus cartas; son tan sencillas, tan buenas, que se parecen a
ti; son como fotografías tuyas.
¡Amo hasta el papel en que
escribes! Lo reconozco: es el que despacha el viejo Creglingi; al verlo
recuerdo la calle principal de nuestro pueblecito, tortuosa pero limpia. Vuelvo
a verme donde se ensancha formando una plaza, en medio de la cual está la casa
de Creglingi, baja y pequeña, con el tejado en forma de sombrero calabrés. ¡La
tienda es casi un agujero! Él está dentro; atareado, vende papel, clavos,
aguardiente, puros y sellos; es lento pero tiene los ademanes agitados del que
quiere darse prisa sirviendo a diez personas; es decir, sirviendo a una y
vigilando a las otras nueve con sus ojos inquietos.
Dale muchos recuerdos de mi parte. ¿Quién iba
a decirme que tendría tantas ganas de volver a ver a aquel osazo avaro?
No creas, mamá, que aquí se esté mal; ¡soy yo
el que está mal! No puedo resignarme a no verte, a estar lejos de ti durante
tanto tiempo, y mi dolor aumenta al pensar que también tú te sentirás sola en
aquella casona grande y alejada del pueblo en que te obstinas en vivir sólo
porque es nuestra. Además, tengo verdadera necesidad de respirar aquel aire
nuevo, que a nosotros nos llega directo de la fábrica. Aquí respiran un aire
denso, ahumado; a mi llegada, vi que se situaba sobre la ciudad, pesado, en
forma de un cono enorme; como el vapor que hay en invierno sobre nuestro
estanque; pero ése ya sabemos qué es; y es puro. Aquí todos o casi todos están
contentos y tranquilos porque no saben que en otra parte se puede vivir mucho
mejor.
Creo que cuando era estudiante estaba más
contento porque vivía papá, que se ocupaba de todo mejor que yo. También es
verdad que él disponía de más dinero. Para hacerme infeliz basta con la
pequeñez de mi cuarto de aquí. ¡En casa lo destinaríamos a los gansos!
¿No te parece, mamá, que sería mejor que
volviera? Hasta el momento no veo qué provecho puedo sacar estando aquí. No te
puedo mandar dinero porque no lo tengo. Me han dado cien francos el primer día;
a ti te parecerá una suma considerable, pero aquí no es nada. Yo me las arreglo
como puedo, pero el dinero no me llega o me llega muy justo.
También empiezo a creer que en el comercio es
muy, pero muy difícil hacer fortuna; lo mismo que, según dice el notario
Mascotti, en los estudios. ¡Es muy difícil! Mi sueldo es envidiado y debo
reconocer que no lo merezco. Mi compañero de despacho gana ciento veinte
francos al mes y lleva cuatro años con el señor Maller haciendo trabajos que yo
no sabré hacer hasta que pasen varios años. Mientras tanto, no puedo esperar ni
desear aumentos de sueldo.
¿No sería mejor volver a casa? Te ayudaría en tus quehaceres e incluso trabajaría en el campo, y luego leería tranquilamente a mis poetas a la sombra de las encinas, respirando nuestro aire sano y limpio.
¡Quiero contártelo todo! La soberbia de mis
colegas y de mis jefes aumenta mi malestar. A lo mejor me tratan con altanería
porque voy peor vestido que ellos. Son unos pisaverdes que se pasan el día ante
el espejo. ¡Qué estúpidos! Si me pusieran en las manos un clásico latino lo
sabría comentar, mientras que ellos no conocerían ni el nombre.
Estas son mis angustias; tú puedes suprimirlas
con una sola palabra. Dila y en unas horas estaré contigo.
Después de escribir esta carta me siento más
tranquilo; es como si ya tuviera permiso para partir y fuera a prepararme.
Un beso de tu cariñoso hijo
ALFONSO
Comienzo Una vida, traducción Francisca
Perujo; Barral Editores S. A., 1978.
sábado, 27 de septiembre de 2025
Ulises
Umberto Saba
Navegué en mi juventud a lo largo
de las costas dálmatas. A flor de ola
emergían islotes donde rara vez
se posaba un pájaro tras su presa;
cubiertos de algas, resbalosos al sol,
bellos como esmeraldas. Cuando
la alta marea y la noche los abolían,
velas a sotavento se desbandaban
huyendo mar adentro de la asechanza.
Hoy mi reino es esa tierra de nadie.
El puerto enciende para otros sus luces,
pero a mí me empuja mar adentro
un espíritu no domado aún
y de la vida el doloroso amor.
Nella mia giovanezza ho navigato
lungo le coste dalmate. Isolotti
a fior d’onda
emergevano, ove raro
un Uccello sostava intento a prede.
Coperti d’alghe, scivolosi al sole
belli come smeraldi. Quando l’alta
marea e la notte li annullava, vele
sottovento sbandavano più al largo,
per fuggirne l’insidia. Oggi il mio regno
è quella terra di
nessuno. Il porto
accende ad altri i suoi lumi, me al largo
sospigne ancora il non domato spirito,
e della vita il doloroso amore.
Versión: Pedro Marqués de Armas
jueves, 25 de septiembre de 2025
El gato intelectual
Luciano Erba
Explora todas las cajas
patrulla todos los cajones
curiosea para descifrar,
es el gato hermenéutico.
Su pensamiento fuerte es maullar
de noche entre los pararrayos del techo
su pensamiento débil pero magistral
roncar frente a la chimenea.
Un gatto
intellettuale
Esplora tutte le scatole
perlustra
tutti i cassetti
curiosare per
decifrare
questo è il
gatto ermeneutico.
Il suo pensiero forte è miagolare
di notte tra i
parafulmini sul tetto
il suo pensiero debole ma sapienziale
ronfare davanti al caminetto.
Traducción Dolores Labarcena y Pedro Marqués de Armas
martes, 23 de septiembre de 2025
Veneciana
Pedro Marqués de Armas
En el mundo supermodelado y vacío
con perdón de la cita
al filo de la mañana
entre lánguidos turistas
un hombre buey
modelo de Tiziano
tirando el carretón de la basura
de puente en puente
los emuntorios de la ciudad
en tonos y matices
con todos sus pigmentos
trin
tran
un puente y otro
trin
tran
un
puente y otro
contra lo que no puede el Comune
pese a sus mil y una normativas
No es normal -dijiste
que ese hombre
uno
-único-
él solo
Vulcano mismo
haga esa labor
sábado, 20 de septiembre de 2025
El futuro del ojo
Joseph Brodsky
El ojo es el más autónomo de nuestros órganos.
Ello es debido a que los objetos de su atención están inevitablemente situados
en exterior. Salvo en un espejo, el ojo nunca se ve a mismo. Es el último en
cerrarse cuando el cuerpo se duerme. Permanece abierto cuando el cuerpo es
golpeado por la parálisis o la muerte. El ojo sigue registrando la realidad aun
cuando no hay razón aparente para hacerlo, y en cualquier circunstancia. La
pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta es: porque el medio es hostil. La vista es
el instrumento de adaptación a un medio que sigue siendo hostil a pesar de
todos los esfuerzos por adaptarse a él. La hostilidad del medio aumenta en
proporción directa al tiempo que se pase en él, y no me refiero solamente a la
vejez. En pocas palabras: el ojo busca seguridad. Esto explica la predilección
del ojo por el arte en general, y por el arte veneciano en particular. Explica
el apetito de belleza del ojo, así como la existencia misma de la belleza.
Puesto que la belleza consuela desde el momento en que es segura. No nos
amenaza con la muerte, ni nos enferma. Una estatua de Apolo no muerde, ni
tampoco el perro de lanas de Carpaccio. Cuando el ojo no logra encontrar
belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla o, si no le es posible, adaptarse
para percibir virtud en la fealdad. En primera instancia, confía en el genio
humano; en segunda, se vale de nuestras reservas de humildad. Esta última
abunda más y, como toda mayoría, tiende a legislar. Ilustremos esta
idea esta idea; por ejemplo, por ejemplo con una joven doncella. A cierta
edad, uno mira sin gran interés a las doncellas que pasan, sin la pretensión de
montarlas. Como un televisor encendido en un apartamento abandonado, el ojo
sigue enviando imágenes de todos esos milagros de un metro setenta, acabados
con cabellos castaño claro, óvalos faciales del Perugino, ojos de gacela,
pechos de nodriza, vestidos de terciopelo verde oscuro y afiladísimos tendones.
Un ojo puede apuntar sobre ellos en una iglesia, en alguna boda o, lo que es
peor, en la sección de poesía de una librería. A una distancia razonable o con
el consejo del oído, el ojo puede conocer sus identidades (que se acompañan de
nombres tan vertiginosos como, digamos, Arabella Ferri) y, ¡ay!, sus
descorazonadoramente firmes convicciones románticas. Sin atender a la
inutilidad de tales datos, el ojo sigue recogiéndolos. A decir verdad, cuanto
más inútil es el dato, más perfecto es el enfoque. La pregunta es por qué, y la
respuesta es que la belleza es siempre externa; también, que ésa es la
excepción a la regla. Eso -su localización y su singularidad- es lo que
determina que el ojo oscile salvajemente o -en términos de humildad militante-
vague. Porque la belleza está donde el ojo descansa. El sentido estético es el
gemelo del instituto de autopreservación, y es más fiable que la ética. La
principal herramienta de la estética, el ojo, es absolutamente autónoma. En su
autonomía, sólo es inferior a una lágrima.
En este sitio, se puede verter
una lágrima en varias ocasiones. Admitiendo que la belleza es la distribución
de la luz en la forma que más congenie con nuestra retina, una lágrima es una
confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para
retener la belleza. En general, el amor llega con la velocidad de la luz; la
separación, con la del sonido. Es la degradación desde la velocidad mayor a la
menor lo que moja el ojo. Debido a que uno es finito, una partida de este lugar
siempre se siente como final; dejarlo atrás es dejarlo para siempre. Porque
partir es un destierro del ojo a las provincias de los demás sentidos; en el
mejor de los casos, a las grietas y hendeduras del cerebro. Porque el ojo no se
identifica con el cuerpo al que pertenece, sino con el objeto de su atención. Y
para el ojo, por razones puramente ópticas, la partida no es el abandono de la
ciudad por el cuerpo, sino el abandono de la pupila por la ciudad. Igualmente,
la desaparición del amado, especialmente cuando es gradual, causa dolor, sin
que importe quién, ni por qué peripatéticas razones, sea el que realmente se
mueve. Tal como va el mundo, esta ciudad es la amada del ojo. Después de ella,
todo es decepción. Una lágrima es la anticipación del futuro del ojo.
Traducción de Horacio Vázquez
Rial
Marca de agua: apuntes
venecianos, Edhasa, Barcelona, 1993.
viernes, 19 de septiembre de 2025
Ni tumbas ni lápidas
Predrag Matvejevic
Cementerio canino
En el jardín del palacio que hoy ocupa el Museo de Arte Moderno se encuentra un diminuto cementerio canino. La dueña enterraba allí a sus perros. Los quería y los lloraba. En una lápida de granito están grabados sus nombres y apodos, con la fecha de su nacimiento y de su muerte. Una persona anónima deposita rosas y las recoge cuando empiezan a marchitarse. El museo es público, el cementerio privado. Muchas personas pasan por delante sin verlo. No he logrado descubrir dónde entierran a sus perros los venecianos, ni si tan siquiera los entierran. En el lazareto viejo, en el lugar donde antes se alzaba la pequeña iglesia de Santa María de Nazaret, hay un refugio para perros vagabundos, perdidos o abandonados, pero no hay ni tumbas ni lápidas. La propietaria del palacio Guggenheim afirmaba que para los habitantes de esta ciudad, los entierros sin lágrimas no son verdaderos entierros. Venía de lejos. La enterraron cerca del palacio en el que vivió con sus perros, que tan fieles y leales le eran.
San Servolo
En la pequeña isla de San Servolo
había antaño un hospital psiquiátrico. Lo han trasladado a otro lugar. En la
isla ya no hay enfermos, pero sus huellas perduran. Por este sendero caminaba
el furioso Anzolo, llamado Ciabatta (Chancleta), por aquel, el
orgulloso Zorzi, sin apodo alguno. En el cruce, al lado del pozo ceñido por
una vera, se reunían y charlaban un buen rato mirando hacia Santa
Elena y Giudecca. La brisa era el único testigo de sus encuentros. Nunca
consiguieron atraer a nadie aunque lo desearon ardientemente. Los habitantes de
esa casa, según las crónicas, se reprochaban mutuamente no estar en su sano
juicio y se burlaban unos de otros. Cada enfermo buscaba a otro más enfermo que
él, cada loco a otro más loco. La historia de Venecia recoge estos episodios
también fuera de la isla. Las viejas gaviotas, que con grandes esfuerzos
consiguen volar hasta su cementerio, al oeste de la Laguna, cerca de los
pantanos, llamados de Los Siete Muertos (Fondi dei Sette Morti), se
comportan de manera diferente. Cada una permite que la otra sufra y muera en
paz.
Traducción de Luisa Fernanda
Garrido Ramos y Tihomir Pištelek
La otra Venecia,
editorial Pre-textos, 2004.
jueves, 18 de septiembre de 2025
Zattere
Philippe Sollers
Estamos en pleno Sud. El sol sale
amarillo por la izquierda y se pone rojo por la derecha. A menudo, con buen
tiempo, la luna y el sol se ven juntos en perfecta simetría. Venus brilla, la
estrella de los enamorados.
En frente, la Giudecca y el Redentor. Un poco
más a la izquierda, San Giorgio. Es sábado, entran los grandes transatlánticos.
El muelle, amplísimo, se construyó por decreto
del 8 de febrero de 1516. En 1640, se ordenó descargar allí toda la madera.
Como los troncos descendían por flotación (zattera), arrastrados por la
corriente del Piave desde los bosques de Cadore hasta Venecia, el largo muelle
recibió el nombre de "Zattere". Se extiende desde la punta de la
Aduana hasta la estación marítima. Cualquier viajero un poco experimentado sabe
que este es el lugar más hermoso del universo.
Viví allí, semanas y semanas, para respirar y
escribir, durante cuarenta años, completamente de incógnito. De un barco a otro,
de una a otra terraza sobre pilotes, muy temprano por la mañana, al mediodía,
por la noche. He cruzado mil veces el Puente de la Humildad, el muelle de los
Incurables, el del Espíritu Santo. He perdido la cuenta de los cafés que tomé
al sol contra el agua centelleante y su batir regular bajo los tablones. La Linea
d'ombra ha desaparecido, Aldo también, Gianni, La
Calcina y La Riviera están allí. Cada día, mañana y tarde, se dice y
repite la misa en los Gesuati, Santa María del Rosario. Pasajero, o paseante, enciende
aquí una vela por mí. Soy incurable, pero tal vez el Espíritu Santo me proteja.
La Humildad debería hacerme perdonar mis errores. Y como dijo alguien mejor que yo, avanzando
al frente escenario, para significar el final de la historia: Let your
indulgence set me free.
Dictionnaire amoureux de Venise, Éditions Plon, 2021, pp. 85-86.
miércoles, 17 de septiembre de 2025
Barón Corvo: blasfemo y aspirante a Papa
Pietro Citati
Frederick Rolfe, el encantador y monstruoso
demonio que amaba presentarse bajo el nombre de Barón Corvo, ejercitaba una
grandísima fascinación sobre aquellos que lo conocían. Frecuentaba una familia:
por ejemplo, los Pirie-Gordon. Toda la familia se enamoró de él, y por un
verano entero estuvo invitado a su casa de campo. Rolfe vestía un esmoquin de
terciopelo color topo, que le permitía aparecer como un personaje misterioso y
elegante en los almuerzos y en las cenas de los Pirie-Gordon y en las de sus vecinos.
Los invitados quedaban impresionadísimos con su personalidad: no tanto por su
cultura, que podía ser caprichosa y superficial, como por su intensidad
personal que despertaba un vasto enamoramiento interior. “Había en él algo muy
atractivo y a la vez algo repelente, pero la atracción predominaba, cuando él
quería”, agrega un canónico que lo conoció en aquella ocasión.
Casi siempre la astucia del Barón Corvo era
doble: por un lado, fingía la ternura, la multiplicidad, la afectuosidad y el
amor por la mentira de un joven de dieciocho años: por otro, ostentaba
conocimiento y artes misteriosas como si fuese un demonio oculto en un cuerpo
humano, parecido a Fausto o a Don Giovanni. Narraba con gracia aquello que
había leído ávidamente en el British Museum o en la biblioteca más recóndita.
Todo aquello que tocaba se volvía arcano o sacro: con particular competencia,
trazaba horóscopos, vaticinando incluso cuándo sería oportuno realizar un viaje
o una especulación. Los nuevos amigos pendían de sus labios. Frederick Rolfe no
solo tenía un nombre y un apellido, también un sobrenombre misterioso,
inventado por su megalomanía narcisista: “Barón Corvo”, heredado según él, de
una noble familia italiana.
Rolfe no se complacía con ser amado y
admirado: quería ser mantenido suntuosamente, como un cortesano italiano del
Renacimiento o un gentilhombre francés del siglo XVII; solo así sus amigos
podían pagarle por el genio que él poseía y ellos no. En este punto, se
producía un derrocamiento absoluto. Apenas se sentía amado y homenajeado, Rolfe
sostenía, en contra de toda evidencia, haber sido “provocado, difamado,
calumniado, malignamente abusado, tergiversado y falsificado”: echando a rodar
un gigantesco complejo de persecución, mitad voluntario, mitad inconsciente.
Así nacía, en él, la vocación de ofender: arte
en el que se convirtió en supremo maestro. Lleno de un desprecio satánico, se
consideraba en guerra contra innumerables enemigos envidiosos de su talento. El
complejo de persecución se transformaba en complejo de superioridad: la lengua
se afilaba, se volvía cáustica, perversamente concisa, pronta a apresar y
deformar las múltiples caras de sus enemigos. Prisionero de la obsesiva
psicología que él mismo había construido, podrido miserablemente en sus propias
cadenas: la vida se limitaba a lanzar una mirada desde la luneta de su cárcel y
pasaba de largo: una coraza de gélida indiferencia o de activo disgusto lo
circundaba: ninguno se esforzaba en penetrarlo; y él mismo impedía que nadie lo
penetrase.
Según Rolfe, su vida descansaba sobre una
triple escena arquetípica: la conversión al catolicismo, ocurrida cuando tenía
veintisiete años (en 1886); la admisión en el colegio católico de Oscott, en
1887, como seminarista, del que fue expulsado dos meses después; y la nueva
admisión como seminarista en el colegio escocés de Roma, marcada cinco meses
más tarde por una nueva expulsión. Cuál fue el motivo preciso de esta expulsión
no lo sabemos. En Desiderio e la ricerca del tutto, Nicholas
Crabbe (la sombra de Rolfe) dice que “fue expulsado de improviso, con toda la
carga de maltratos y de indignidad; lo arrojaron fuera, en el corazón de la
noche, expuesto a la penuria y al hambre”. Por esto, reitera Rolfe: “Siento un
desesperado terror por los católicos: nunca he conocido uno (con una sola
excepción) que no fuese un calumniador o un opresor de los pobres o un
mentiroso”; “Odio a todos los católicos y no me fío de ellos”.
Rolfe sostenía que la llave fundamental de su
vida era la sacra Vocación al sacerdocio. Obedeciendo a esta vocación,
proyectaba órdenes monásticas, constituidas, organizadas y consagradas, en las
costumbres medievales, al servicio de Dios y en busca de la sapiencia. Pero
mentía, aun cuando, probablemente no sabía mentir, pues la mentira habitaba
profundamente y se escondía dentro de él.
No poseía ninguna vocación religiosa: en todos
sus libros, aun cuando habla el papa, no existe una sola palabra que ofrezca un
verdadero acento religioso. No poseía siquiera una vocación diabólica: o, al
menos, su profundo instinto demoníaco no logró jamás presentarse al revés, como
espíritu religioso de cualquier otra tradición. Rolfe amaba solo una cosa: la
recitación religiosa; las gemas del rito católico; los ritos de la Semana
Santa, que Nicholas Crabbe saboreaba como los baños en la laguna.
Rolfe tenía un sueño supremo: ponerse las sotanas blancas del papa; y representó su propio deseo en el más famoso (no el más bello) de sus libros: Adriano VII (1904: Superbeat, Neri Pozza, traducción de Aldo Camerino), donde George Arthur Rose, el portavoz de Rolfe, se convierte en papa luego de un accidente inverosímil ocurrido durante el Conclave. Entre Rolfe y Rose existía una fisura, a través de la cual Rolfe miraba a su doble con amor, exaltación y desprecio: como si fuese a la vez un santo y una máscara, un actor trágico genial y un canalla. No olvidaremos nunca la voz del papa: la voz proterva y balbuceante, desvergonzada, irreverente, caprichosa, deslumbrante, que da un movimiento teatral al libro. Escondido detrás de la figura de Adriano VII, Rolfe no logra contener su propio goce: mientras escribe el libro, siente ser el papa: vive su libro; y se divierte locamente en hablar y en oficiar como un papa, aparecer en el balcón del Vaticano a bendecir a la multitud, encender cigarrillos en el apartamento pontificio, recorrer Roma a pie, promulgar edictos y encíclicas, escribir cartas públicas a los pueblos y a los reyes, con un candor y una megalomanía casi conmovedoras.
En dos lugares, Rolfe se revela:
“En verdad, me gustaría amar sin ser amado, pero hasta ahora he estado solo,
solitario, y creo que habré de continuar así hasta el fin”. Cuando un sacerdote
le pregunta: “Hijo mío, ¿amas a Dios?”, del silencio emana la respuesta: “No lo
sé. En verdad no lo sé”. No habla nunca de amor, como le impondría su condición
de papa. Habla casi exclusivamente, volublemente, de política exterior, en
primer lugar de la pasión revolucionaria que está por abrumar a Rusia, Francia
y el mundo civil. Ante la amenaza del socialismo y de la revolución, Adriano
VII corre a los refugios. De un lado renuncia al poder temporal de la Iglesia:
pero, del otro, se convierte en un Pontífice autocrático, un nuevo y más
inflexible Bonifacio VIII, venido a traer orden y jerarquía, y a diseñar una
nueva carta geográfica de la tierra. Así, proclama un nuevo imperio romano: con
dos emperadores, uno del Norte y uno del Sur, Guglielmo de Prusia e Vittorio
Emanuele III de Italia; y considera a este último, no se sabe bien porqué, uno
de los “cuatro hombres más inteligentes de la tierra”. Especialmente esta parte
suscita en el lector italiano una incontenible hilaridad: pero no debemos
olvidar que Rolfe toma el propio libro terriblemente en serio, como testamento
político-religioso de la Europa moderna.
En agosto de 1909, Rolfe partió para Venecia
junto a R.M. Dawkins, director de la Escuela británica de arqueología de
Atenas. Puso todas sus pertenencias y manuscritos en un cesto de lavandería,
cerrado con una barra de hierro y un candado; llevaba en el cuello un crucifijo
de plata grande y pesado. No tenía dinero: esperaba vivir a costa del amigo
arqueólogo. Pero este abandonó Venecia, dejándole algunas libras esterlinas.
Rolfe alquiló unas sandalias y aprendió a remar maravillosamente a la
veneciana, como si siempre hubiese sido un gondolero.
“Me bañaba tres veces al día –escribió Rolfe–
comenzando al alba hasta que el crepúsculo envolvía toda la laguna con llamas
de amatista y de topacio. Me levantaba muchas veces en plena noche y me
deslizaba silenciosamente en el agua para zambullirme por una hora en la
reverberación de una gran luna dorada, o al trémulo palpitar de las estrellas.
Imagínate un mundo crepuscular de cielo sin nubes y de mar sereno, un mundo
todo hecho de heliotropo, de violeta y de lavanda… Había algo de sacro, algo
solemnemente sacro en aquel silencio nocturno que hubiera querido no fuese
turbado ni aun por el leve ruido de un remo… Tan indeciblemente bella era la
paz de la laguna, que nació en mí el deseo de no hacer nada más que estar
sentado absorbiendo mis impresiones, inmóvil”.
Muy pronto todo se precipitó: Rolfe quedó
completamente sin dinero: los amigos ingleses le habrían enviado dinero si
hubiese regresado a casa; pero se negó a regresar y cubrió de injurias a sus
amigos. No quería dejar su paraíso terrenal, aquel paraíso de agua y luz, ahora
que finalmente lo había encontrado. Se le veía por doquier con una inmensa
pluma estilográfica y con sus extraños manuscritos: empeñaba sus cosas, una
tras otra, al Monte di Pietà. En el otoño-invierno de 1909-1910, vivió en el
rellano de una escalera de servicio. Más tarde anidó en una isla deshabitada de
la laguna, en una barca que hacía aguas, toda cubierta de hierbas y mejillones
acumulados en el verano: tan pesada que no lograba casi moverla con los remos.
Si se quedaba en medio de la laguna, la barca podía hundirse; y él corría el
riesgo de ser devorado vivo por los cangrejos que con la baja marea bullían
entre el fango del fondo. Si echaba el ancla hacia la isla, debía permanecer
despierto toda la noche, porque en el instante en que cesaba de moverse,
lo asaltaba una banda de ratas nadadoras, que en invierno eran tan voraces que
atacaban hasta a los hombres, y les mordían los dedos de los pies.
Se pasaba sin comer hasta seis días seguidos,
o con dos panes (de tres céntimos) al día. De vez en cuando lograba que lo
aceptasen como gondolero privado. Se hundió en la vileza y en el vicio:
corrompía jóvenes, seducía inocentes, los vendía a sus cómplices. Cuando murió,
el 25 de octubre de 1913, en su habitación de casa Marcelo, se encontró una
gran colección de cartas y fotografías obscenas.
Escrito en los últimos años de vida, Il Desiderio e la ricerca del tutto (Longanesi, traducción de Bruno Oddera) es la única obra maestra de Frederick Rolfe: de una maravillosa libertad, riqueza, vastedad de ecos y profundidad simbólica. Como en el Adriano VII, hay muchas páginas inspiradas en el rencor y la manía de persecución: es necesario recortarlas con la mente, abolirlas, olvidarlas, dejando transpirar el luminoso “deseo del todo” y la tiernísima “búsqueda”. Lo singular es que en el periodo más abierto de la vida de Rolfe haya generado este libro profundamente puro, nacido de un aliento platónico. Recordemos una frase de Kafka: “Ninguno canta más puramente que aquellos que habitan en el más profundo de los infiernos: aquello que tomamos por el canto de los ángeles es su canto”.
Nacido bajo la constelación de cáncer,
Nicholas Crabbe, la nueva contrafigura de Rolfe, era un cangrejo: durísimo por
fuera, con su fría y desconcertante coraza y las tenazas listas a cerrarse, y a
aferrar y herir a los otros; y, dentro, mórbido, tierno, dulce, una red de
ramificaciones nerviosas más finas y sutiles que la de una telaraña, y más
dolorosas al contacto de la carne viva. Como en el mito platónico del Simposio, él buscaba la propia mitad: la mitad perdida, la arrancada de él en una vida
anterior. Esperaba al otro: el divino amigo, el David de su Goliat, el Patroclo
de su Aquiles, la Eva de su Adán y, en torno, la patria, la familia, la
amistad, la casa, el mundo finalmente recuperado. “Del todo abierto -escribe
Rolfe- era su corazón, y extendidos los brazos, y desnudo el pecho, mientras
con cada fibra del cuerpo y del alma bramaba, inflamado del ávido deseo de
unirse al compañero que junto a él habría formado el Uno, al fundirse y
disolverse en él”. El amor, mudo en Adriano VII, renació; y se cumplía y
alcanzaba la propia cumbre.
Entre los restos de un pueblo calabrese
destruido por un terremoto, Nicholas Crabbe salvó a una muchacha adolescente,
Zilda, casi asexuada, blanco como leche y miel, con espesos y cortos cabellos
castaño claro, ojos verde azulados, un rostro inexpresivo, sin pasiones,
cándido e inocente. Zilda era el andrógino del mito y de la literatura. Reunía
el misterio, la tranquilidad y la robustez del gato, el esplendor de la estatua
griega de oro y marfil, lo suavidad de la virgen rafaelesca con los rubores y
palideces de su ligera piel de miel. Crabbe adoptó a Zilda como hijo, gondolero
y esclavo: su naturaleza homosexual lo impulsaba a amar en el otro al muchacho,
ocultando sus rasgos femeninos; Zilda debía convertirse en la más dócil de las
ceras, enteramente modelada y plasmada por sus manos.
La parte final del Desiderio repite
la suerte de Frederick Rolfe. Sin un lecho, sin una lira, con un pan viejo de
tres céntimos en el bolsillo. Nicholas Crabbe caminaba por las calles y los
puentes de Venecia: caminaba sin rumbo toda la noche, bajo la lluvia y la
nevisca, mientras en el cielo castaño resonaban las horas. Si se tendía sobre
la playa abierta del Lido, una hora bastaba para impregnar sus huesos de
escarcha. Durante el día vagabundeaba de una iglesia en otra: o delirando lleva
flores a las tumbas del Camposanto. Después de ocho días sin comer y cinco sin
dormir, solo el agua lograba saciarlo. Si bien su cuerpo desmejora y la mente
languidece, presentaba todavía al mundo un rostro desdeñoso y ofensivo.
En estos capítulos conclusivos, donde alienta
la imitatio Christi, la abyección de Rolfe se transforma en una
extraordinaria nobleza poética y moral. Así el libro conoce un encanto negado
hasta el final a su autor. Nicholas Crabbe logra alcanzar la estancia cálida y
fragante, el nido de amor de Zilda, y encuentra en él a la mujer que había
rechazado conocer. Las dos mitades separadas se abrazan. “Oh mía, querida mía,
mi querido, te he buscado toda la vida”. Los labios se funden y los ojos miran
a los ojos largamente. Los pechos se aprietan y un corazón bate sobre el otro. Las
mitades, que se han encontrado, se disuelven una en la otra.
La otra gran criatura amada e idolatrada, la
criatura en la cual fundirse y disolverse nos parece una unión natural e
imposible, es Venecia: esta Venecia de canales cerrados y mar abierto, de
techos y de terrazas, esta Venecia de barcas ligeras y veloces, de la cual
todos conocemos las horas, los colores, los perfumes, las lluvias, las nieves,
las noches, los veranos sofocantes y los clamorosos días primaverales. Alguna
vez reencontramos los crepúsculos, las lavandas y las lunas muertas de Turner y
de Ruskin. Pero es solo una nota. La Venecia de Rolfe es todavía la Venecia
antigua, paralizada en el tiempo, radiante, vital, triunfal, azul y violeta. La
ciudad de Tiziano y de Veronese, que aparece por última vez a un hombre que
está por hundirse en la muerte.
Traducción: Dolores Labarcena y
Pedro Marqués de Armas
“Barón Corvo: Ensayista blasfemo
y aspirante a Papa” apareció en el Corriere della Sera, el 14 de
mayo de 2014.