jueves, 16 de septiembre de 2021

El despertar de la nueva literatura mexicana


 

 Jaime Torres Bodet 

 Por un procedimiento que, en vez de eliminatorio, ha resultado ser, en realidad, de tímida orientación, nos encontramos ahora frente al despertar de una nueva literatura. ¿De una literatura nueva? Las influencias interiores que la norman se desprenden de la calidad de las tendencias que analizamos al hablar de González Martínez y de Antonio Caso, de Alfonso Reyes y de José Vasconcelos, ya que, sin que hayan sido en verdad, los maestros de nuestra generación, sería injusto no reconocer lo que sirvió —a los más jóvenes— el ejemplo de probidad intelectual de González Martínez, la lección  de energía de José Vasconcelos y la sutil curiosidad de Alfonso Reyes. Más que su influencia directa, lo que recibimos, a través de ellos, fue el mensaje del mundo literario y filosófico, en que iban plasmando sus propias conquistas. Así, para nosotros, el nombre de José Vasconcelos se encontrará siempre ligado —con esa solidez que guardan, hasta en la senectud, los recuerdos de la adolescencia— al de Romain Rolland, cuya lectura recomendaba desde la Rectoría de la Universidad en una hora de optimismo y de laboriosa confianza administrativa, al de Beethoven y al de Tolstoi. Así también, para nosotros, la obra de Enrique González Martínez no se reducirá al solo admirable conjunto de sus libros de poesía. A él quedará unida, en México, la memoria de todo el simbolismo francés que comentó en conferencias de gran penetración crítica e introdujo al caudal de nuestra cultura por el doble conducto de sus poemas originales y de sus traducciones. Acaso Maeterlinck, Verhaeren y Rodenbach, Régnier y Samain, Francis Jammes y la Condesa de Noailles, no habrían significado para nosotros todo lo que significaron, de no encontrarse reunido el acento de sus nombres a un problema de estética de la juventud, planteado a nuestro análisis, por el lirismo de Los Senderos Ocultos y La Muerte del Cisne.

 Mucho más complejo que el resumen de estas disciplinas, sería hacer el mapa de las alusiones exóticas, de las influencias o de los ejemplos anteriores en que nos reconocimos. Pero en la dificultad de lograrlo, es curioso al menos hacer notar que en tanto que los maestros de la lírica latinoamericana durante el modernismo fueron los simbolistas franceses, la prosa vivió, en aquellos años, de reproducir los modelos españoles más o menos puros. Invirtiendo con ventaja los términos, la evolución actual vuelve a interesarse por el caudal de nuestra poesía auténtica, pero busca, para apagar su sed, otros ejemplos de prosa que los exquisitos de un Valle-Inclán, porosos y compactos de un Galdós o limitadamente personales de un Azorín. El conocimiento de la literatura norteamericana —que, con excepción de Poe y de Whitman— había permanecido inédita para los grupos anteriores a esta promoción, ha sido —para ella— de los resultados más útiles.  

 Sería imposible acertar desde ahora en la elección de los  escritores jóvenes que habrán de realizar obra más importante en lo porvenir. La labor del crítico tendría que participar de la lucidez del mago para no equivocarse, en las proporciones en que la realidad suele no corresponder a la esperanza. Fundándonos al menos en la seriedad de los intentos que llevan publicados y en la cultura de que se hallan provistos, podríamos citar, en primer término, a los jóvenes que iniciaron, en 1918, el Ateneo de la Juventud, distinto del Ateneo de México en su constitución y en buena parte de sus propósitos esenciales. Este grupo en el cual —entre otros de los nombres que ya hemos estudiado a su tiempo— figuraban Carlos Pellicer, Martín Gómez Palacio, Bernardo Ortiz de Montellano, José Gorostiza y Enrique González Rojo, se encontraba concebido dentro de tal elasticidad que pudo subsistir sin oponerse a la libertad individual de cada uno de sus miembros.

 Carlos Pellicer, José Gorostiza, Ortiz Montellano y Enrique González Rojo son, exclusivamente, poetas. Martín Gómez Palacio ha alcanzado, en cambio, mayores éxitos en la novela, gracias a dos libros, desiguales en proporciones y en mérito. El primero, El Santo Horror, descubría el drama oscuro de una conciencia juvenil, interrogada por la esfinge de un doble amor simbólico, con raíces —a la vez— en el espíritu y en la carne; con frutos en el deseo y en la renunciación. La solidez del análisis psicológico y, en general, la temperatura del relato, hacían de este libro la promesa de un gran novelista. ¿Por qué entonces El Mejor de los Mundos Posibles, la segunda de sus obras de amplio aliento? El tema escogido, la revolución mexicana, era, en esta ocasión, de un alcance mucho más difícil y complejo, pero ¿por qué tocarlo si el autor no se sentía aún dueño de vencerlo?

 De los poetas del Ateneo de la Juventud, Carlos Pellicer es el de un caudal lírico más impetuoso y abundante. Nacida bajo los signos de Lugones y de Santos Chocano —que son signos fatales en el zodíaco de las retóricas— su poesía se desligó bien pronto del lastre externo de esas influencias. Brotó entonces a la superficie de sus versos la más hermosa de sus cualidades: esa especie de apoteosis salvaje de los sentidos en que su espiritualidad de hombre del trópico, al mismo tiempo, se viste y se desnuda. Cronológicamente anterior a sus compañeros, Carlos Pellicer se anticipó también a ellos en la ambición por definir un ideal plástico del paisaje. Estaba entonces de moda una absurda clasificación de los poetas en "subjetivos” y "objetivos”. Pellicer exigía orgullosamente —¡con cuánta razón lo reconocemos ahora!— un puesto: el primero, entre los segundos.

 La poesía de José Gorostiza ha nacido de un voluntario regreso a la tradición española del siglo XV. Su "manera”, como la de Rafael Alberti, escapa de la contaminación popular meramente folklórica, pero no desdeña tocarla, en los ángulos más distantes de su vuelo. Extraordinariamente elaborada, su obra es un caso de cristalización poética prematura, insólito en los jóvenes. De una carta suya, reciente, en que habla de las cualidades y de los peligros de ciertas obras actuales, extraigo estas líneas que dibujan, por ausencia, su silueta real: “En todo caso, es mejor no modernizarse, sino entroncar bien en lo viejo. Si me dieran facultades para escribir Herman y Dorotea o el Ulysses, escribiría aquel...”.

 Bernardo Ortiz de Montellano —que ha publicado dos libros de versos Avidez, en 1921 y El Trompo de Siete Colores en 1925— prepara ahora un volumen de poemas en prosa: Red, en que sus cualidades de observación precisa y de fantasía sutil se hacen más delicadas y firmes. El tema mexicano insinuado por la poesía de Ramón López Velarde y exagerado o torcido por sus imitadores, apunta también en la obra de este escritor pero con un matiz distinto, más íntimo que pintoresco y menos descriptivo que musical. Contener el sabor, el perfume y, sobre todo, el sentido armonioso de los objetos y de las formas de México sería la ambición más viva de su lírica si no le comunicara ya, por su sola presencia, el secreto de un atractivo evocador.

 Más ambiciosa, la obra de Enrique González Rojo quiere tocar, a la vez, a la sobriedad antigua que, desde los años juveniles, fue su estímulo y a la complejidad, en la que su inteligencia encuentra un tema y procura una dirección. Menos confiado que sus compañeros en las ventajas del verso libre lo maneja no obstante con fluidez y su poesía —que gira siempre en torno al eje de una idea o de un símbolo— une, en concordia feliz, los materiales de la tradición y los compromisos de la libertad.

 Inmediatamente posterior a este grupo apareció en 1922, el de Xavier Villaurrutia y Salvador Novo que congregó hace poco el nombre de una revista: Ulises y la expresión de un ideal gidiano: la curiosidad. La inteligencia de Villaurrutia, más organizada y culta, lo ha convertido en el crítico de este pequeño cenáculo al que asisten dos de las promesas más seguras de la nueva generación: Gilberto Owen y Jorge Cuesta. Su poesía, cortada según el mismo ángulo agudo al que sometió, desde un principio, la elaboración de su prosa, describe, junto con los estados espirituales que producen los objetos en nuestra conciencia, su forma misma, suprimiendo a veces el espacio que los sitúa, agrandándolo otras, empequeñeciéndolo más a menudo. Sin nexos con la pasión romántica, su espíritu acierta mejor en la expresión de algunas emociones de carácter especialmente intelectual, como la visión de una naturaleza muerta o el duro argumento de un sueño.

 Un libro de Ensayos definió en seguida a Novo. Ordenado en dos secciones (verso, prosa), tocaba por todas partes a la ironía. Escasas vacilaciones traicionaban en sus poemas la huella del principiante y el poeta parecía, así, haber invertido el orden y sus estaciones: su primavera era ya su madurez, su otoño y —por el descamado esqueleto de sus emociones deshojadas— su invierno.  

 Con menos limpidez irónica que en la de Novo y un vigor menos significado que en la de Pellicer, se advierte ya, en la obra de Maples Arce, una generosa inquietud de renovación que, aunque no modifica sino la superficie de sus poemas interdictos, acabará muy pronto por destruir de sus poemas interiores, románticos, sobre cuyo esqueleto sentimental el lector atento había visto esbozarse su demasiado rápida construcción. Todo cabe, todo —hasta la poesía— en la impaciencia laboriosa de este poeta. Pero la temperatura que circula en las arterias de sus alejandrinos lo salva en el preciso punto en que lo compromete, ligándolo —a él que hubiera querido aterrizar de un salto hermoso, brusco, sobre el litoral de un mundo nuevo— con la misma tradición de melancolías que el programa lírico de su escuela: el estridentismo hace profesión de abominar.

 Con la insinuación de lo que estos jóvenes vayan a definir de sí mismos en el futuro, nuestra visita a los talleres de la literatura mexicana actual queda súbitamente terminada. Es claro que no todos los nombres que estimamos podían caber dentro de sus límites discretos. El hecho de haber omitido a algunos no implica desdén para su obra; se funda, sólo, en el deseo de dar al paisaje descrito una unidad esencial, lógica y cronológica a la vez. Si me equivoqué al pensarlo, si, en contra de lo que supongo, alguna omisión pudiera sentirse violenta, la amplitud del asunto que debía tratar me excusaría. Este es, no obstante, a grandes trazos, el cuadro de nuestra literatura viva. Estas las corrientes ideológicas en que sus talentos se mueven. Literatura que busca, a través del dolor de la vida, que no refleja sino en parte, un cielo más puro que mirar y un horizonte más limpio al que circunscribirse. Poesía en que el “yo” se contempla con una rara exactitud y una penetración psicológica muy fina. Novela en que aparece por momentos —entre ángeles y abismos— el escenario brusco de la revolución. Como su luz, en un esfuerzo de todas las horas, interrumpido también a todas horas. ¿Cómo atreverse sin embargo a acusarla de las deficiencias que no ha sabido colmar, si en años en que el equilibrio parecía por todas partes roto, ella logró siquiera conservarse dentro de la pureza del gusto y la discreción que le eran esenciales?


 Jaime Torres Bodet, “El despertar de la nueva literatura en México”, Social, Vol. 4, núm. 3, marzo de 1929, pp. 12 y 84. 


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