Días hace que los curiosos de nuestra buena ciudad están un poco trastornados con la venida de los hijos del imperio celeste, traídos para trabajar en nuestros campos, y que forman la vanguardia del batallón de chinos contratados con ese fin. Sus trajes bastante curiosos, sus facciones, tostadas por la naturaleza y un tantito raras, como propias de su raza, su lenguaje que pocos entienden, su larga cola trenzada con cordón de seda, sus zapatos estrambóticos, porque son acomodados a la forma del pie del hombre, y en suma todas las circunstancias relacionadas con ellos los hacen reparables, de modo que nadie puede prescindir de verlos, examinarlos, hacerles aquellas muecas significativas que se designan con el nombre de lenguaje de los signos, y aun hablarles en castellano champurreado, consecuente con el principio de que los extranjeros deben entender más fácilmente cualquier idioma forastero mal hablado que perfecto; nadie puede prescindir en fin, si logra conseguir intérprete, ya el bueno que vino con ellos, ya cualquiera que durante sus viajes haya podido reunir un caudalito de voces chinas, de preguntarles acerca de su tierra, sus oficios, si saben a qué vinieron y mil cositas semejantes, a que contestan ellos con suma satisfacción y complacencia de los interrogantes que se marchan tan sabios como vinieron.
Todo lo dicho quiere decir en pocas palabras que nosotros hemos hecho lo mismo, movidos por el pecado de la madre de las mujeres: ayer tuvimos el gusto de pasar algunos ratos divertidos con unos cuantos de los susodichos chinos; de conseguir algunas de sus monedas de cobre casi del tamaño de la peseta que les dimos a cambio; de rehusar con suma política los polvos estornutatorios que nos ofrecieron, sin embargo de que son muy buenos para la barriga; de ver comprar a un amigo que nos acompañó un par de sus zapatos, y en fin, de persuadirnos de que no son tan feos como se pintan ellos mismos. Por desgracia, no tuvimos el gusto de ver al médico que los acompañó y al cual se le suponen conocimientos extensos en la ciencia de la diagnosis por medio de las pulsaciones de las arterias radiales. Lo sentimos en el alma (no que sepa mucho, sino que no lo viésemos).
Hablando seriamente, bien merecen verse; solo debe sentirse que todos ellos no sean más propios para los trabajos a que se destinan; que no sean hombres acostumbrados a los del campo, porque zapateros, albañiles, arquitectos, et id omne genus, no faltan en el país, y lo que sí se necesitan son brazos que por costumbre prefieran las tareas agrícolas a las demás. También es de temerse que los buenos chinos encuentren dificultades en adoptar el uso de nuestros instrumentos de cultivo; ¿cómo podrá un chino trabajar con un machete, con el instrumento más ridículo de cuantos se conocen, instrumento que los egipcios desterraron hace sin duda cuarenta siglos, los mismos que contemplaban al ejército francés, según Napoleón el grande, desde la cima de las pirámides? No debemos extrañar que sea preciso traernos de fuera carne, maíz, arroz, frijoles, papas, cebollas, ajos y hasta los mismos huevos que comemos fritos. Mientras cultivemos como cultivan los hotentotes, todas las cosas irán degenerando; las mismas gallinas olvidarán su natural oficio; ni pondrán los huevos, ni sacarán pollitos que no se mueran de viruelas.
Diario de la Marina, 22 de junio de 1847. Titulada "Los chinos" y referida al grupo que desembarcó el 2 de junio de ese año en el vapor Oquendo, se trata de una de las primeras crónicas sobre la inmigración asiática a Cuba.
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