viernes, 30 de octubre de 2020

Salvador Rueda



  Manuel Curros Enríquez


 Desde la aparición de los Gritos del combate, antes tal vez, desde la aparición de las Rimas de Bécquer, no registra la lírica española acontecimiento más notable que la publicación de Trompetas de órgano.

 Y desde hace años, por la índole de mi labor en el Diario de la Marina, de la Habana, no leía nada de Salvador Rueda, no podía prestar atención al movimiento literario de España. Allá por 1893, la prosa y la poesía de Rueda, estaban perfectamente definidas cómo cosa nueva, original y fuera de lo que se usaba. Esperaba yo, pues, de este artista (que desde el principio de su carrera formó rancho aparte), ver surgir una maravilla; lo esperaba, pero no el prodigio que me sorprende.

 ¡Qué riqueza de pensamiento y qué forma majestuosa y elegante la suya, en fuerza de ser clara y nacional! Ha realizado Salvador Rueda una revolución y una restauración en nuestra métrica española; pero con tal cálculo realizada; que desde el Arcipreste hasta Garcilaso, y desde Fray Luis y Argensola hasta Tasara y Zorrilla, tienen todos que acogerse a ella y aplaudirla. Presumo que a la restauración de los metros conocidos de los poetas anteriores al siglo xv, habrá animado a Rueda la aventura feliz de Carducci, restaurando e introduciendo en la métrica italiana moderna, el yámbico latino, y esto lo presumo —aunque no me atrevería a asegurarlo—por buscar su origen al proceso de nuestra revolución poética. Si no es así, motivo de más para felicitar a Rueda, pues su empresa resulta tanto más gloriosa, cuanto más espontánea, y ello demostraría que cuando llega la madurez de los tiempos y las épocas de transformación en el Arte y en las Ciencias, Byron puede coincidir con Hugo, Feijóo con Descartes y Kepler con Laplace, sin copiarse y sólo por elevarse desde un medio idéntico a idénticas e ineludibles orientaciones.

  A Salvador Rueda le han saqueado infinitos poetas y prosistas americanos y españoles, queriendo aparecer originales. El mérito del autor de La Reja y La guitarra, no está solamente en la riqueza del vaso elegido para el sacrificio, sino en la riqueza del vino con que lo llena. ¡Qué pensamientos-sollozos los que encuentro en las poesías a su madre! Nadie me ha conmovido tanto, ni es posible que de otra lira puedan salir armonías tan tiernas, lágrimas tan desgarradoras. ¿Y aquel Friso?... ¿quién ha descrito así?

  Vengo ahora en conocimiento de que una porción de poetas, que yo creía originales, llevan el espíritu de Salvador Rueda.

  Santos Chocano, Rubén Darío, Vega y tantos otros, llevan la influencia suya. Pero a Rueda ha de ser muy difícil seguirle sin grandes peligros, y sus discípulos, por querer rivalizar con él, corren el riesgo de encarecerse, llegar a lo ridículo y despeñarse.

  Antes de que la conozca el público, he tenido también ocasión de leer la novela de Salvador Rueda titulada LA CÓPULA, y ella me ha hecho apreciar en toda su extensión la capacidad creadora y el prodigioso dominio del Arte de este hombre. Encuentro justo el temor de Rueda de publicar ese libro: vale la pena el meditarlo. Pero si hay producción artística que no deba confundirse con la novena del género lascivo, esa obra es la de Salvador. Dios no puso en nuestros órganos más santidad y gravedad que las que él ha puesto en esos capítulos. Se puede leer LA CÓPULA con el respeto y la unción con que, en una Academia de dibujo o de escultura, asisten doncellas a copiar del natural, aun siendo desnudo de hombre.

 El estupendo idilio que se desarrolla en LA CÓPULA, es impecable: nada salió de cerebro humano con más inocencia concebido y despojado de lasciva intención. Sólo nuestra perversidad y corrupción, sólo nuestra educación deplorablemente aviesa, podrá ver en ese cáliz, alzado por la mano de un ángel, y en que se consagra y se ofrenda lo que hay de más Santo en la Naturaleza, la copa del pecado brindando al vicio.

  LA CÓPULA, o publicada hoy, o cincuenta años después de muerto Rueda, como las mejores obras de Diderot, tiene asegurado el triunfo entre la gente de letras. Eso es oro de ley, afiligranado y repujado a lo Arte. Yo he gozado leyendo sus maravillas de estilo como viendo la custodia de Sevilla o de Toledo.

  ¡Y juro que mi carne no sintió nada, para cederlo todo a la embriaguez del espíritu!

  Debe considerarse a Rueda como restaurador afortunado de las formas clásicas nacionales en materia de rima, y no por mero capricho y pasatiempo, como solían hacerlo los poetas románticos, sino porque, a mi juicio, no en moldes más estrechos pueden contenerse y cristalizar los torrentes de su inspiración y los desbordes de su pensamiento.

  No es posible exigir al mar que se contenga en los cauces de un río, ni a la luz que irradie en una sola dirección, y el numen de este poeta tiene algo de Océano por la extensión y la profundidad y algo de aurora boreal por lo fluido y lo brillante. Cantor del Sol se le llama, y hay mucho de exacto en el símil; pero aun habría más verdad en compararlo al mismo Sol cantando; tal derroche de colores y matices tal dardeo de llamas y fulgores de incendio desprende de sus estrofas, que se dirían salidas, antes de un cráter, que de un cerebro. Así deslumbran y prenden en las almas, inflamándolas de entusiasmo por el ideal, como en “La Armería Real”, “El crepúsculo”, “Los caballos”, “El puente colgante”, “Lección de música” y “La aguja”, ya conmoviendo sus más hondos senos, en “Viejecita mía”, “+ 27 de Septiembre de 1906”, “Grito de misericordia”, “A mi madre, las manos de mi madre”, “Canto de amor” y “La tísica”, en que la carne se deshace en lágrimas como el metal se derrite sometido a la alta presión del horno.       

    Universal en los temas y asuntos, desde el más sencillo al más complejo, desde el más humilde al más elevado, la Naturaleza toda tiene un intérprete en su lira. Verdad es que pocos como él, desde Zorrilla, poseen los ensalmos, conjuros y palabras mágicas, de virtud eficaz para evocarla, y pocas almas se han difundido tanto como la suya por el altruismo y el amor de la Naturaleza, para que le respondan, como lo hacen, todas las cosas creadas. Dígalo, si no, ese “Entierro de notas”, fantasía originalísima a la muerte de Fernández Caballero: “Silabarios errantes”, interrogación al misterio, digna del aliento de un titán; y el canto a “Las cataratas del Niágara”, que sería único en nuestro idioma si no le precediese gloriosamente el apóstrofe inmortal, eternamente victorioso, de Heredia.

  Pero ¿a qué insistir en 1a demostración de lo que está suficientemente demostrado? Ya nadie discute a Rueda como el primero de nuestros poetas vivos. En España y en toda la América latina, en la misma Habana, tan decidida siempre por todo lo nuevo, tiene entusiastas partidarios de su estilo, discípulos y devotos, que si bien algunos no honran mucho que digamos al maestro, siguiéndole más que en sus aciertos en sus errores, todos, no obstante, se hallan unánimes en reconocer su dominio soberano en el arte de burilar imágenes estupendas y de animar con ideas sorprendentes la piedra del idioma, bien así como Miguel Ángel y Benvenuto animaban el mármol y los metales preciosos, infundiéndoles espíritu y vida. De ambos genios parece haber heredado nuestro vate el primor y la fuerza.

  No; ya no se discute al poeta, sino al pensador. Por pagano le tienen unos; por panteísta, otros; por cristiano, muchos; por materialista y anárquico, los menos ¿Qué es, pues, Rueda?

  Si hemos de dar crédito a sus versos, todo eso y mucho más, porque ni “El Friso del Partenón”, poema en veinte sonetos insuperables, podría describirlos mejor el vate que describió el escudo de Aquiles; ni “Los caballos”, salvo lo que allí se habla de las Pampas y del champagne, podría, por la entonación, si tuviera escrita en griego, atribuirse a otro que al poeta beocio de las “Odas ístmicas”; ni “El enigma” y “Silabarios errantes” dejarían de merecer, por el concepto fundamental a que responden, el aplauso de Benito Spinoza; ni Kalidasa negaría su ascenso a la filosofía de las “Vidas perfectas”; ni San Juan de la Cruz se atrevería a rechazar la palingenesia cristiana que se encierra en la visión de “La Armería Real”, una de las más soberbias composiciones de Rueda; ni, por último, Bakounine, el implacable Bakounine, sangriento apóstol de la reacción, negaría un ¡bravo! a los últimos versos del “Crepúsculo” y del “Puente colgante”.

  Pero esa misma variedad y esa misma heterogeneidad de inspiraciones, es un obstáculo para afiliarlo a determinada escuela. No cabe en ninguna; y el viejo achaque de querer clasificarlo todo, sometiéndolo a peso y medida, tiene una vez más que fallar aquí: las ideas, como la luz, son imponderables.

   Rueda no es ésto, ni aquéllo, ni lo otro, en punto a filosofía; es el hombre, como dice sintéticamente su prologuista Ugarte; es la vida misma, con todas sus contradicciones, sus entusiasmos, sus descorazonamientos y sus cóleras; y quien llega a ser todo eso, quien por tal modo resume y concentra en sí el sentimiento y el alma de la Humanidad, y sobre ese privilegio, a pocos concedido, tiene el don de percibir las voces íntimas de la Naturaleza y de las cosas, y recoger sus confidencias para revelarlas a los pueblos e iniciarlos en el secreto de sus destinos lanzándoles por el camino de la perfección, no necesita más, ni siquiera tanto, para merecer los homenajes de sus contemporáneos y los laureles de la posteridad.


 Prólogo de Poesías Completas de Salvador Rueda, Barcelona, Casa Editorial Maucci, 1911. 

 

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