domingo, 4 de octubre de 2020

Abelardo

            


 Mario Muñoz Bustamante 


 Se ha extinguido el canto de un poeta como se extingue en la selva umbría el trino de un sinsonte.  La musa bohemia de Abelardo Farrés no ha de posarse nuevamente sobre la elegante página de ninguna revista literaria para enaltecer la belleza de las mujeres y ensalzar los triunfos de la patria.

 Aquella musa, enlutada y silenciosa desde hacía tiempo, cesó de revolotear el sábado último, después de haber empolvoreado de oro la huella de su paso por la vida…

 ¡Pobre Abelardo! Fuiste de mis primeros amigos en la prensa, y de tus labios, secos y exangües, oí también los primeros elogios que me estimularon a luchar por la verdad y el ideal en las columnas de los diarios.

 Ahora, aunque estoy casi desengañado de lo que tenía entonces por verdad e ideal, sigo agradeciendo tus nobles frases de estímulo, tus benévolos elogios, los halagos de tu alma sin  hiel y sin envidia.

 Dicen que el poeta fue en sus mocedades un caballero distinguido que trajeaba exquisitamente. Cuando yo le conocí, estaba ya caído en la desgracia, enfermo y sin recursos. Vivía de una manera espantosa, pernoctando en los parques, comiendo en los cafés, hartándose de brebajes insanos, y todo ello más por desesperación que por miseria. La tuberculosis le había desbaratado los pulmones. 

  Y el pájaro rebelde, acostumbrado a vivir y cantar libremente, no se resignaba a la esclavitud del lecho. Un corazón como el suyo, acostumbrado a las puras emociones de las mañanas  risueñas, de las tardes melancólicas y de las noches voluptuosas, no cabía sino bajo el puntal inmenso de los cielos estrellados. 

 Farrés había nacido con un ramo de mirtos en la frente. Su verso, áspero y franco, surgía con espontaneidad, desenfado y elocuencia. Jamás pulió. Como escribía sus composiciones, así las mandaba a los semanarios. Era inculto; al menos, carecía de educación literaria. No obstante haber cantado generalmente en serio, poseía una vis cómica admirable. En una  quintilla, en dos cuartetas, en una décima, caricaturaba, a cualquiera, sangrientamente. Su vena epigramática corría como un surtidor de vitriolo.

 A mí se me figura que él, dado su natural amable y poco agresivo, se cortó las alas de satírico y prefirió ahogar parte de su talento a malquistarse con el prójimo. No se explica de otro modo que desechara tan fresco manantial de inspiración, cuyo veneno le hubiera producido más que todas sus elucubraciones líricas.

 Abelardo Farrés, como todos los hombres combatidos por el infortunio, era escéptico en religión, en filosofía y en moral. No creía ni en el aberenjenado manteo del padre Emilio Fernández, obispo suntuoso por fuera y cura a secas por dentro.

 El poeta ha muerto olvidado del amor. En el instante supremo de rendir el fardo de sus dolores, no hubo una boca femenina que le besara con pasión en la frente sudorosa... En su estéril bohemia no cuidó siquiera de cultivar una flor de vertedero. ¡Triste Abelardo sin Eloísa! ¡Infeliz cantor del trópico, muerto sin que sobre su tumba hayan vertido lágrimas de fuego los brillantes ojazos de una criolla!


 Ideas y colores, La Habana, El Avisador Comercial, 1907, pp. 19-20. 

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