Pedro Marqués de Armas
En amplio volumen y traducida por Ana Mata Buil, la editorial Lumen ha publicado recientemente la poesía de
Edna St. Vincent Millay. Que yo
sepa, no había sido vertida de manera tan pródiga al español. De la moderna
poesía norteamericana, la suya fue de las primeras en ser conocida en
Latinoamericana. Y lo fue gracias a la conexión que entablan en 1915, en Nueva
York, Pedro Henríquez Ureña y el poeta nicaragüense Salomón de la Selva, quien sostendría con
Edna un ferviente romance.
Hechizados por su belleza y seducidos por la convulsa rebeldía de sus versos, traducen varios
poemas suyos -entre ellos “Cenizas de vida” y “La novia encantada”- que ese
mismo año aparecen en La Habana junto a un retrato de la poeta.
Después vendrían las versiones de Rafael Lozano
y Guillén Zelaya, hasta llegar a las de Urtecho, Florit, Ballagas y Bartra, al tiempo que Vincent
Millay era opacada por la crítica de su país, sobre todo a partir de los cuarenta, cuando se privilegian otras aristas
del American modernism.
De un cruce de amistades latinoamericanas en
Estados Unidos, que incluye también a Martín Luis Guzmán, Mariano Brull y Tulio
M. Cestero, entre otros, deriva toda una progenie de traductores de la
nueva poesía norteamericana. La coronan, muy temprano, en México, Lozano y Novo; y más tarde, en
Nicaragua, Urtecho y Cardenal, y en Cuba, Florit y Rodríguez Feo.
Lo que fueron traducciones viajeras con tempranos dossiers concebidos entre
Nueva York, México y La Habana antes de la emergencia de las
vanguardias, se volvió luego gestión estacionaria, dentro de perfiles más
nacionales, si bien fructificó en algunas notables antologías.
Como sus compatriotas Gabriel de Zéndegui y
Francisco José Castellanos, Eliseo Diego se inclinó por los ingleses, coincidiendo en gusto poético con Zéndegui, y prosístico, con el
fantasmal Castellanos. Ahí están Browning, Arnold, Stevenson, Dunsany y hasta
Walter de la Mare, por mencionar a unos pocos.
Zéndegui vive el Nueva York de Martí –tan imaginado
por Eliseo- y el Londres eduardiano donde conoce -él sí, en carne y hueso- a
algunos de los amistosos espíritus que frecuentan más tarde a Diego. Bilingüe desde
niño, pasajero de ferries y trenes que, como Stevenson, atravesó Norteamérica de costa
a costa, fue un cosmopolita; mientras a Eliseo Diego lo aguardaba la biblioteca, el conocimiento
paciente, y, virtud sin par, un don extrasensorial.
Sus gustos,
bien rumiados, extienden ramajes que alcanzan tanto a los poetas metafísicos
como a los románticos, tanto la vis amorosa como satírica, y lo mismo la
novela de aventuras que los dominios de la melancolía. Sus conversaciones –de
oído, ultrafinas- con los muertos, en recorridos que van de Hamlet a
Hardy, y desde las baladas hasta Yeats, equivalen a una de las experiencias más
rigurosas con que contamos en lengua española por la profundidad de las lecturas,
el grado de dificultad de las traducciones, y el alcance de la
exploración espiritual.
Entre los norteamericanos que leyó con pasión,
Edna St. Vincent Millay fue de los pocos poetas que tradujo. Lo incitó la fuerza
de su poesía juvenil, capaz de conjugar las formas tradicionales con el verso libre; el imaginar aquel romance con el nicaragüense –ambos,
Edna y Selva, practican el amor con amantes sucesivos, poetas y de los más
variados oficios; ella, siempre más libre-, y el indagar en la materia de que
estaban hechos esos versos “misteriosos y duros y bruñidos”.
Pero también un retrato del que se enamoró "sin remedio", que bien podría ser el que encabeza esta página (El Fígaro, La Habana, 1915). O, con más probabilidad este otro, de Arnold Genthe, hacia la misma época.
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