jueves, 30 de julio de 2020

Edna St. Vincent Millay por Eliseo Diego


 Eliseo Diego 

 No creo imposible que uno llegue a enamorarse de una muchacha a quien jamás podrá encontrar en las playas de este mundo. La historia de las relaciones humanas está llena de trágicos desencuentros. Ella es quizás una joven en un ahora de hace doscientos años, y él se pasará la vida buscándola afanosamente y acabará como ella, sintiendo una falta tan terrible como el hambre. ¡Cuántos hombres y mujeres insatisfechos, solitarios, no hemos conocido, y el secreto no es otro que éste! ¡Piensa tú en el “seguro azar” que la trajo corriendo a tropezar contigo justo cuando arrancaba el tren, o remontaba el avión, o como fuere en tu caso! Sólo un momento más tarde y ya no se habrían encontrado en toda la eternidad del tiempo. Minutos o siglos, todo es uno y lo mismo para el destino que anda a ciegas.

 De Edna St. Vincent Millay me enamoré yo sin remedio –perdóneme mi esposa– no más con sólo mirar su foto de muchacha. Está sola en un jardín, quién sabe dónde. Viste sencillamente de blusa y saya. Inclina leve la cabeza sobre un hombro y extiende los brazos delicados para acariciar las ramas de un arbusto de flores blancas. ¿A quién o qué mira? Alguien alguna vez lo supo y se ha callado

 Comenzó a escribir cuando pasaba apenas de una niña, ya entonces ganó un importante premio literario. No enturbiaré con otros detalles, salvo para decir que tuvo amores con el nicaragüense Salomón de la Selva, inmenso como su nombre. Es él quien vive aún en el poema sobre el ferry que ella tituló, en español, “Recuerdo”. José Coronel Urtecho tuvo la suerte de ser su amigo.  

 Salomón de la Selva, Coronel Urtecho y Agustí Bartra tradujeron varios poemas suyos en un cuaderno titulado Renacencia, tan difícil de obtenerlo hoy como de conocerla a ella. Se publicó en Managua, en 1978, en las Ediciones Americanas. ¡Ojalá algún editor tuviese el buen gusto de reeditarlo!

 Escojo dejarla así, muchacha desolada en el jardín vacío, con todo el futuro por delante, y en él sus poemas como una sorpresa.


Para Pao-Chin, remero del mar amarillo


¿Dónde está ahora, sucia su camisa con el olor del ajo,

bogando en el sampán hacia la casa,

y la noche aproximándose rápida

-las velas rojas colgando del mástil de bambú;

 

Dónde está ahora, él a quien recordaré toda mi vida

con amor y alabanza, en gracia a una pequeña canción

tocada en una flauta china?

 

He estado triste; he estado en ciudades

donde la canción fue lo único que tuve

-un tesoro que nunca traficarán los días hambrientos.


¿Dónde está ahora, aquel para quien llevo en mi corazón

este amor, esta alabanza?

 

Vasija India

 

Allí, mientras me inclinaba sobre la rota vasija 

        del pueblo de la meseta,

desconsoladamente juntando el dibujo de los fragmentos 

        y apartándolos luego,

aparecieron sobre el borde de la casa dos 

        embrujados Navajos,

el picamaderos de roja flecha y su novia,

y se acercaron con adorable agilidad

a la pérgola, relumbrando la maravilla de sus alas;

allí se estuvieron, misteriosos y duros y bruñidos,

arrancando las bayas añiles de la esparcida madreselva

con el fuerte pico de ébano.

 

Su cabeza sin cresta

llevaba la roja luna llena por corona;

el negro de la luna nueva era un creciente en cada pecho;

de los cuerpos de ambos un visible calor 

       golpeaba descendiendo,

y del movimiento de sus cuellos una sombra volaba y caía

rasando el patio y en la amarilla pared de adobe

abriendo una brecha azul.

 

Poderosa era la belleza de los pájaros.

Resonaba como una campana golpeada en el silencio 

        profundo y cálido.

Me incliné sobre el raído barro; apasionadamente

clamé a la belleza de los pájaros:

“¡Consolad a la vasija rota!”

 

La belleza de los pájaros abrió sus labios para hablar:

sus palabras eran colores,

el dardo escarlata en la mejilla gris,

la baya de púrpura en el pico de ébano.

Dijo: “No puedo consolar

la cosa rota: sólo puedo rehacerla”.

 

Sabiduría, flor herética, tuve miedo de tus grandes,

¡fríos pétalos sin aroma!

Conmovida, traicionada,

me volví al alivio de la pena, me incliné

sobre los encantadores fragmentos.

Pero su color se había desvanecido en la fiera 

        luz de los pájaros.

Y en cuanto a los pájaros, se habían ido.

Tan rápidos como vinieron,

se habían ido.    


 Dos de los tres poemas de Edna St. Vincent Millay (1892-1952) que Eliseo Diego incluyó en Conversación con los difuntos (Turner, Ediciones del Equilibrista, Madrid, 1991).


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