martes, 10 de noviembre de 2015

Los insurrectos y el extranjero





  James J. O´Kelly 


 Después de tantas historias que me habían referido sobre negros salvajes, ignorantes y feroces, errando desnudos en los bosques, no respetando ley alguna, ni divina ni humana, y faltándoles poco para ser caníbales, me sirvió de gran consuelo poder mirar a mi alrededor y hallarme custodiado por gente de carácter dulce y atento. Es verdad que sus vestidos eran muy deficientes, pero bastaban para la decencia y en este dichoso clima se necesita muy poca ropa. Las mujeres están decentemente vestidas y en determinados casos son capaces de exhibirse algo coquetamente con sus trajes, que no es verdadera mujer la que teniendo oportunidad de hacerlo, no lo hiciera. Sin ser intrusos, los pocos hombres del lugarejo vinieron a darme la bienvenida y a ofrecerme sus servicios. A la verdad, si se considera que muchos de ellos han sido esclavos, (todos excepto de la Torre eran de color) su conducta formaba favorable contraste con lo que ya había observado entre los blancos catalanes y los castellanos, quienes despreciativamente los miraban como salvajes y negros sueltos. Apenas había pasado media hora en su compañía, y ya me encontraba perfectamente a mis anchas, seguro de estar tan libre de todo insulto o ataque como si estuviese alojado en aristocrático barrio de una c i u d a d europea.

 Abundan, aunque dispersos, estos pequeños lugarejos sin nombre, en "Cuba libre." La mayor parte de sus habitantes es gente pacífica, que solo desea estarse tranquila, si bien resuelta a no someterse a los españoles. En cada uno hay el indispensable Prefecto, cuyo deber es cuidar de los heridos y abandonados que pueden dejar en su distrito, y facilitar expertos guías a las fuerzas en campaña. Fuera de esto, sus moradores no tienen gran cosa que hacer con las operaciones militares y pueden dedicarse alegremente a trabajar en paz.

 El lugarejo se hallaba instalado en un pequeño claro del bosque, lo preciso para los ranchos de que se componía. Cuando había que construir otros nuevos, se agrandaba el desmonte bajo la dirección del Prefecto. Mucho me interesó observar el germen de esta sociedad naciente y me esforzaba mentalmente en echar una mirada retrospectiva a través de los pasados siglos, cuando reducidas comunidades, como la presente, se formaron en los bosques primitivos para llegar a ser con el tiempo naciones poderosas, y así como la semilla oculta en la tierra brota hacia fuera a aspirar el aire y el sol, y absorbe la necesaria alimentación para llegar a formar un gran árbol, del mismo modo que otros árboles lo hicieron en los millones de años transcurridos, dejando únicamente rastros geológicos de su existencia, así creo que estos semilleros humanos representan el crecimiento de la sociedad, aún cuando crezcan de un modo primitivo en todo lo que es más esencial. La analogía parecerá forzada, pero quitad algunos machetes y fusiles de hierro: ¿tendrá ese pueblo más de lo que poseían los pueblos primitivos en las primeras épocas de su existencia? No, de ningún modo. El estado de sociedad en que viven les impide trabajar los metales, aunque tienen la suficiente habilidad y conocimiento: los árboles les proporcionan todos los instrumentos de uso doméstico para su trabajo del campo, y que son de la mayor sencillez: un palo aguzado para sacar las batatas, un improvisado molino para extraer el jugo de la caña, que es recibido en un medio calabazo u otra vasija de tan primitiva combinación.

 Sus artefactos se limitan a lo estricto y necesario para la vida, y la naturaleza generosa les ofrece los materiales convenientes, teniendo solamente que extender las manos para tomar los ricos, presentes que la amante madre-tierra ofrece a sus hijos. El algodonero les da motas que se convierten diestramente en hilo: la majagua, desfibrada, con la cual trabajan hamacas, sandalias y zapatos, así como los grandes sacos en que los patriotas trasportan frecuentemente una cosecha que han recogido, aunque no sembrado. Además varias clases de plantas, conque tejen sombreros para cubrir sus cabezas de los rayos del sol.

 Dichos trabajos están a cargo de las mujeres, mientras que los hombres cazan la hutía o extraen las batatas, o recogen la rica naranja, o cortan la suculenta caña, cada cual contribuyendo de cualquier modo a la prosperidad general. No por esto, sin embargo, en nada se parece al comunismo o socialismo. Cada uno es absolutamente dueño de lo que recoge, y lo distribuye, como si fuera el resultado de su propio trabajo. La mayor parte de las veces, y por pura conveniencia, la gente vive en pequeños grupos; pero cada miembro de él tiene aparte sus efectos, como la moneda, las armas, el equipo, y así por el estilo.

 Nada me sorprendió tanto como este rasgo característico de respeto a la propiedad, notabilísimo si se tienen en cuenta las circunstancias en que vive ese pueblo hace cerca de cinco años.

 Se indignan los oficiales españoles y los extranjeros forteadores de negros, simpatizadores azucareros, nobles sajones, libres americanos y otros dignos representantes de los países civilizados, porque los patriotas cubanos queman esos ingenios que producen la principal contribución a sus enemigos españoles, y están en la actualidad convertidos en fortalezas, con guarnición del Gobierno; pero no entra por un momento en la conciencia de esos defensores de la propiedad y de sus derechos sagrados, la idea de que también es un crimen contra la civilización y la humanidad, quemar el bohío cubierto de paja del Cubano y su cañaveral, y demoler su platanal, sometiéndoles al inminente riesgo de morir de hambre él y su joven familia, porque ésta es muy numerosa en Cuba libre. Más de una vez he oído con pesar y disgusto a los nobles hidalgos e ilustres espadas contando con suma fruición como sus tropas habían caído de repente, por la noche, sobre un pequeño lugarejo, y como las tímidas mujeres se lanzaban a los bosques con sus pequeñuelos, pero que muy pocas se hubieran salvado si hubieran tenido la desgracia de caer en sus manos.



 En estos casos, la propiedad de aquella pobre gente es saqueada o destruida, y sus miserables chozas entregadas a las llamas, mientras que los conquistadores de débiles mujeres y niños, vuelven orgullosos a las poblaciones y altamente proclaman la captura de otro campamento rebelde. Sucede a veces que algún patriota inválido o herido no puede huir: dichoso él si lo matan enseguida porque si no morirá de muerte lenta. Los prisioneros que en algunas ocasiones traen de tan gloriosas expediciones, son generalmente mujeres muertas de necesidad y fatiga, que se presentan ellas mismas a las tropas a fin de que las permitan volver a las ciudades; y después que las hacen ver como prisioneras, y las enseñan a los extranjeros como una prueba palpable de la nobleza y generosidad con que el partido español hace la guerra, son algunas veces conducidas a las poblaciones, donde no se las molesta; pero a las que cogen prisioneras en el campo de batalla o en una sorpresa, les reservan una suerte bien diferente.

 A la verdad, no debiera aquí hablarse de tan horribles sucesos; pero desgraciadamente para la humanidad, no solo suceden con suma frecuencia, sino que hombres que se darían por ofendidos si se les hiciera alusión de que no es propio de caballeros tales actos ultrajantes y bárbaros, y creen no ser deshonroso emplear su espada en un servicio de crímenes sin nombre, no sólo los consienten, sino que los aplauden y recompensan. Raro es que la pobre gente se aleje del teatro de sus desgracias, pues permanece oculta en los escondrijos de los bosques, temiendo y temblando, sufriendo hambre y sed, agregándose frecuentemente a estos tormentos, la horrible duda de que algún objeto amado pueda haber perecido.

 Cuando creen que los civilizadores se han ido, algún atrevido explorador corre a ver el lugar donde existieron las humildes chozas y si retorna con la alegre nueva de que los españoles se han marchado, estas miserables gentes vuelven como fantasmas, como espíritus de selva, y se quedan allí mismo temblorosas y en continua zozobra, hasta que la borren nuevas impresiones de un carácter distinto, allí donde la naturaleza se apresura a cubrir cada cicatriz infligida a su rostro, por la mano brutal del hombre irreflexivo y apasionado.

 Si la vida de este pueblo no tiene muchísima analogía con la de generaciones antiguas, cuya fortaleza consistía en la justicia, me equivoco grandemente. A la verdad no encuentro diferencia entre las bien armadas columnas que marchan bajo el pabellón de Castilla, y las no más brutales bandas de la edad de la caza, cayendo sobre una tribu más débil, matando a los valientes y sumiendo en la esclavitud a los que preferían a la muerte una vida deshonrada. En ambos casos el móvil y la escusa son iguales y no puede alterar la naturaleza del acto, el que una banda asesine con rifles y la otra con garrotes, u otro tosco instrumento.

 Por último son dignas de alabanza la tenacidad y nobleza de este pueblo que habiendo durante cinco años arrastrado una vida miserable, no ha llegado a convertirse, realmente, en tan salvaje bárbaro como lo pretenden sus perseguidores. Que se haya alterado la docilidad del carácter es incuestionable, y los hombres que al principio eran dulces e inofensivos, han adquirido una severidad que, bajo una grande excitación, puede llegar a ser, sin duda, vecina de la ferocidad. Verdaderamente, los cubanos, blancos y negros, serían los seres más despreciables de la creación si ellos no fueran rigurosos, utilizando la severidad de su Ley, después de las bárbaras injurias que han sufrido. No es bueno que a las naciones, lo mismo que a los individuos, se les permita cometer impunemente crímenes: el brazo que asesina debe ser tronchado sin piedad. Hallándome entre esta gente civilizada y bondadosa, me admiraba al considerar con cuanto desenfado mienten los hombres; con cuanta crueldad ennegrecen el corazón de un pueblo, y como convierten en virtudes los crímenes que contra ese pueblo cometen, abusando maliciosamente de la difamación, porque los insurrectos no pueden hacerse oír de la humanidad. He aquí una gente que me han pintado como salvajes feroces, sin respeto a Dios ni a los hombres, no teniendo más ley que la fuerza, sumergidos en la brutalidad y empleando sus días y noches en bárbaras orgías, pensando únicamente en satisfacer bajas y bestiales pasiones; en una palabra, siendo su deber el asesinato, enemigos de Dios y de la humanidad; y heme aquí frente a frente de tan terrible gente y los encuentro apacibles, respetuosos, bondadosos, civilizados y hospitalarios.

 Tales el resultado de las pasiones y de la maldad humanas. En el momento de nuestra llegada, numerosos habitantes de las rancherías habían salido en diferentes direcciones en busca de víveres y cuando el sol empezó a declinar, llegó al lugarejo una turba de muchachos de ambos sexos, cargados con paquetes de caña, batatas, naranjas y otras frutas que habían hallado en los ingenios abandonados, que eran muchos en la vecindad de las rancherías y servían principalmente de sostén a los habitantes.

 La línea de muchachos se movía grave y modestamente, igual a un enjambre de hormigas. El mayor de ellos podría tener doce a trece años. Como eran muy jóvenes para tomar las armas, se les acostumbraba desde pequeños a ser ordenados e industriosos. Se dice, y mi propia observación confírmalo correcto del juicio, que los varones que crecen en ese estado semisalvaje, son mucho más industriosos y emprendedores que los grandes que han sido criados como esclavos en los ingenios. Estos niños y mujeres eran incansables, y durante mi permanencia trajeron al establecimiento provisiones suficientes para mantener durante una semana a toda la colonia; a lo menos, así me pareció. Posterior experiencia me probó que si estos pequeños mambises eran más fuertes para el trabajo, también lo son para el combate, siendo infinitamente más valerosos que los hombres de alguna edad. La flor del ejército insurrecto la componen hoy esos que, cuando el grito de Yara invocó el auxilio del Dios de la libertad, para hacer de Cuba una Nación independiente, eran todavía unos pequeñuelos. La tarde iba declinando cuando desfilaron esos niños, y aunque ya había tomado, cuando menos, una docena de tazas de café, batatas sancochadas, casabe y otras golosinas mambises, se esperaba que aceptara algunas comidas más, porque todos estaban deseosos de que el extranjero participara de algo de su particular despensa.

 Afortunadamente, el número de familias era reducido, que si no me hubieran matado a bondades. Al fin tuvo su término la comida, y para que no me abrumara el tiempo, dando lugar a que se apoderara de mí el fastidio, dispusieron que en honor mío se celebrara un baile. Había que vencer, sin embargo, una gran dificultad: no había instrumentos ni músicos, a mano: pero cuando la gente se propone bailar, no permite que semejantes obstáculos se lo estorben, así fue que se puso a requisición un tamboril de la clase más bárbara, y comenzaron los niños el baile. Más tarde aparecieron las damas, ataviadas del mejor modo posible, y la danza criolla no cesó hasta que salieron las estrellas, avisando a los fiesteros que era hora de retirarse.

 La diversión era algo ruda y la escena, en conjunto, tenía su tinte grotesco, porque las oscuras formas de los bailadores se movían en un estrecho espacio, iluminadas por el reflejo de las antorchas, y al son de los monótonos golpes del tamboril.

 Un incidente que ocurrió esa noche, se ha fijado en mi memoria, como una de los más dulces e instructivos de mi vida. La fiesta estaba en su apogeo, cuando una encantadora niña de color, como de cuatro años de edad, se paró delante de mí, mirándome de lleno el rostro, con sus ojos grandes, hermosos, que se fijaban sobre mí con una gentil expresión de súplica. La apostura de la niña, también era atractiva: tenía las manos cruzadas sobre el pecho, y su faz dulce y sonriente me recordaba las tiernas y celestiales Vírgenes del poético Murillo. Al principio me figuré que la niña deseaba que la regalara algo, como lo hubiera querido cualquier chico civilizado; pero temeroso de ofenderla involuntariamente; y viendo que otros muchachos se presentaban en la misma forma a los demás concurrentes, me volví hacia el teniente, que estaba a mi lado, preguntándole qué significaba aquello.

 —Oh!, me respondió, están pidiendo la bendición. Todas las noches hacen eso antes de acostarse.  Miré de nuevo a la niña, y todavía permanecía de pie, parecida a una Madona, con su dulce sonrisa, esperando mi bendición.

 Cuando posé mi mano sobre su cabeza y le deseé que Dios protegiera siempre tanta inocencia, creo que resbaló una lágrima por mi mejilla, pues aunque no soy religioso, en ningún sentido de la palabra, la cándida belleza de esta costumbre contrasta tanto con la agreste vida del mambí, y es tan distinta a las escenas de matanzas y violencias que hacen la diaria historia de este sufrido pueblo, que me impresionó profundamente, y sentí mi corazón enternecido, dirigiéndome al Todopoderoso que rige nuestros destinos y sonríe compasivamente ante nuestros dolores y nuestras luchas apasionadas.




 La tierra del mambí; fragmento, capítulo XII, Mayaguez, 1888.  


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