James J. O´Kelly
Después de tantas historias que me habían referido sobre negros salvajes, ignorantes y feroces, errando desnudos en los bosques, no respetando ley alguna, ni divina ni humana, y faltándoles poco para ser caníbales, me sirvió de gran consuelo poder mirar a mi alrededor y hallarme custodiado por gente de carácter dulce y atento. Es verdad que sus vestidos eran muy deficientes, pero bastaban para la decencia y en este dichoso clima se necesita muy poca ropa. Las mujeres están decentemente vestidas y en determinados casos son capaces de exhibirse algo coquetamente con sus trajes, que no es verdadera mujer la que teniendo oportunidad de hacerlo, no lo hiciera. Sin ser intrusos, los pocos hombres del lugarejo vinieron a darme la bienvenida y a ofrecerme sus servicios. A la verdad, si se considera que muchos de ellos han sido esclavos, (todos excepto de la Torre eran de color) su conducta formaba favorable contraste con lo que ya había observado entre los blancos catalanes y los castellanos, quienes despreciativamente los miraban como salvajes y negros sueltos. Apenas había pasado media hora en su compañía, y ya me encontraba perfectamente a mis anchas, seguro de estar tan libre de todo insulto o ataque como si estuviese alojado en aristocrático barrio de una c i u d a d europea.
Después de tantas historias que me habían referido sobre negros salvajes, ignorantes y feroces, errando desnudos en los bosques, no respetando ley alguna, ni divina ni humana, y faltándoles poco para ser caníbales, me sirvió de gran consuelo poder mirar a mi alrededor y hallarme custodiado por gente de carácter dulce y atento. Es verdad que sus vestidos eran muy deficientes, pero bastaban para la decencia y en este dichoso clima se necesita muy poca ropa. Las mujeres están decentemente vestidas y en determinados casos son capaces de exhibirse algo coquetamente con sus trajes, que no es verdadera mujer la que teniendo oportunidad de hacerlo, no lo hiciera. Sin ser intrusos, los pocos hombres del lugarejo vinieron a darme la bienvenida y a ofrecerme sus servicios. A la verdad, si se considera que muchos de ellos han sido esclavos, (todos excepto de la Torre eran de color) su conducta formaba favorable contraste con lo que ya había observado entre los blancos catalanes y los castellanos, quienes despreciativamente los miraban como salvajes y negros sueltos. Apenas había pasado media hora en su compañía, y ya me encontraba perfectamente a mis anchas, seguro de estar tan libre de todo insulto o ataque como si estuviese alojado en aristocrático barrio de una c i u d a d europea.
Abundan, aunque dispersos, estos pequeños
lugarejos sin nombre, en "Cuba libre." La mayor parte de sus
habitantes es gente pacífica, que solo desea estarse tranquila, si bien
resuelta a no someterse a los españoles. En cada uno hay el indispensable Prefecto,
cuyo deber es cuidar de los heridos y abandonados que pueden dejar en su distrito,
y facilitar expertos guías a las fuerzas en campaña. Fuera de esto, sus
moradores no tienen gran cosa que hacer con las operaciones militares y pueden
dedicarse alegremente a trabajar en paz.
El
lugarejo se hallaba instalado en un pequeño claro del bosque, lo preciso para
los ranchos de que se componía. Cuando había que construir otros nuevos, se
agrandaba el desmonte bajo la dirección del Prefecto. Mucho me interesó
observar el germen de esta sociedad naciente y me esforzaba mentalmente en echar
una mirada retrospectiva a través de los pasados siglos, cuando reducidas
comunidades, como la presente, se formaron en los bosques primitivos para
llegar a ser con el tiempo naciones poderosas, y así como la semilla oculta en
la tierra brota hacia fuera a aspirar el aire y el sol, y absorbe la necesaria
alimentación para llegar a formar un gran árbol, del mismo modo que otros
árboles lo hicieron en los millones de años transcurridos, dejando únicamente
rastros geológicos de su existencia, así creo que estos semilleros humanos
representan el crecimiento de la sociedad, aún cuando crezcan de un modo
primitivo en todo lo que es más esencial. La analogía parecerá forzada, pero
quitad algunos machetes y fusiles de hierro: ¿tendrá ese pueblo más de lo que
poseían los pueblos primitivos en las primeras épocas de su existencia? No, de
ningún modo. El estado de sociedad en que viven les impide trabajar los
metales, aunque tienen la suficiente habilidad y conocimiento: los árboles les
proporcionan todos los instrumentos de uso doméstico para su trabajo del campo,
y que son de la mayor sencillez: un palo aguzado para sacar las batatas, un
improvisado molino para extraer el jugo de la caña, que es recibido en un medio
calabazo u otra vasija de tan primitiva combinación.
Sus
artefactos se limitan a lo estricto y necesario para la vida, y la naturaleza
generosa les ofrece los materiales convenientes, teniendo solamente que
extender las manos para tomar los ricos, presentes que la amante madre-tierra
ofrece a sus hijos. El algodonero les da motas que se convierten diestramente
en hilo: la majagua, desfibrada, con la cual trabajan hamacas, sandalias y zapatos,
así como los grandes sacos en que los patriotas trasportan frecuentemente una
cosecha que han recogido, aunque no sembrado. Además varias clases de plantas,
conque tejen sombreros para cubrir sus cabezas de los rayos del sol.
Dichos trabajos están a cargo de las mujeres,
mientras que los hombres cazan la hutía o extraen las batatas, o recogen la
rica naranja, o cortan la suculenta caña, cada cual contribuyendo de cualquier
modo a la prosperidad general. No por esto, sin embargo, en nada se parece al
comunismo o socialismo. Cada uno es absolutamente dueño de lo que recoge, y lo
distribuye, como si fuera el resultado de su propio trabajo. La mayor parte de las
veces, y por pura conveniencia, la gente vive en pequeños grupos; pero cada
miembro de él tiene aparte sus efectos, como la moneda, las armas, el equipo, y
así por el estilo.
Nada
me sorprendió tanto como este rasgo característico de respeto a la propiedad, notabilísimo si se tienen en cuenta las circunstancias en que vive ese pueblo
hace cerca de cinco años.
Se
indignan los oficiales españoles y los extranjeros forteadores de negros,
simpatizadores azucareros, nobles sajones, libres americanos y otros dignos
representantes de los países civilizados, porque los patriotas cubanos queman
esos ingenios que producen la principal contribución a sus enemigos españoles,
y están en la actualidad convertidos en fortalezas, con guarnición del
Gobierno; pero no entra por un momento en la conciencia de esos defensores de
la propiedad y de sus derechos sagrados, la idea de que también es un crimen
contra la civilización y la humanidad, quemar el bohío cubierto de paja del
Cubano y su cañaveral, y demoler su platanal, sometiéndoles al inminente riesgo
de morir de hambre él y su joven familia, porque ésta es muy numerosa en Cuba
libre. Más de una vez he oído con pesar y disgusto a los nobles hidalgos e
ilustres espadas contando con suma fruición como sus tropas habían caído de
repente, por la noche, sobre un pequeño lugarejo, y como las tímidas mujeres se
lanzaban a los bosques con sus pequeñuelos, pero que muy pocas se hubieran salvado
si hubieran tenido la desgracia de caer en sus manos.
En estos casos, la propiedad de aquella pobre gente es saqueada o destruida, y sus miserables chozas entregadas a las llamas, mientras que los conquistadores de débiles mujeres y niños, vuelven orgullosos a las poblaciones y altamente proclaman la captura de otro campamento rebelde. Sucede a veces que algún patriota inválido o herido no puede huir: dichoso él si lo matan enseguida porque si no morirá de muerte lenta. Los prisioneros que en algunas ocasiones traen de tan gloriosas expediciones, son generalmente mujeres muertas de necesidad y fatiga, que se presentan ellas mismas a las tropas a fin de que las permitan volver a las ciudades; y después que las hacen ver como prisioneras, y las enseñan a los extranjeros como una prueba palpable de la nobleza y generosidad con que el partido español hace la guerra, son algunas veces conducidas a las poblaciones, donde no se las molesta; pero a las que cogen prisioneras en el campo de batalla o en una sorpresa, les reservan una suerte bien diferente.
A
la verdad, no debiera aquí hablarse de tan horribles sucesos; pero desgraciadamente
para la humanidad, no solo suceden con suma frecuencia, sino que hombres que se
darían por ofendidos si se les hiciera alusión de que no es propio de
caballeros tales actos ultrajantes y bárbaros, y creen no ser deshonroso emplear
su espada en un servicio de crímenes sin nombre, no sólo los consienten, sino
que los aplauden y recompensan. Raro es que la pobre gente se aleje del teatro
de sus desgracias, pues permanece oculta en los escondrijos de los bosques,
temiendo y temblando, sufriendo hambre y sed, agregándose frecuentemente a
estos tormentos, la horrible duda de que algún objeto amado pueda haber perecido.
Cuando
creen que los civilizadores se han ido, algún atrevido explorador corre a ver
el lugar donde existieron las humildes chozas y si retorna con la alegre nueva
de que los españoles se han marchado, estas miserables gentes vuelven como
fantasmas, como espíritus de selva, y se quedan allí mismo temblorosas y en
continua zozobra, hasta que la borren nuevas
impresiones de un carácter distinto, allí donde la naturaleza se apresura a
cubrir cada cicatriz infligida a su rostro, por la mano brutal del hombre
irreflexivo y apasionado.
Si
la vida de este pueblo no tiene muchísima analogía con la de generaciones
antiguas, cuya fortaleza consistía en la justicia, me equivoco grandemente. A
la verdad no encuentro diferencia entre las bien armadas columnas que marchan
bajo el pabellón de Castilla, y las no más brutales bandas de la edad de la
caza, cayendo sobre una tribu más débil, matando a los valientes y sumiendo en
la esclavitud a los que preferían a la muerte una vida deshonrada. En ambos
casos el móvil y la escusa son iguales y no puede alterar la naturaleza del
acto, el que una banda asesine con rifles y la otra con garrotes, u otro tosco
instrumento.
Por
último son dignas de alabanza la tenacidad y nobleza de este pueblo que
habiendo durante cinco años arrastrado una vida miserable, no ha llegado a
convertirse, realmente, en tan salvaje bárbaro como lo pretenden sus
perseguidores. Que se haya alterado la docilidad del carácter es
incuestionable, y los hombres que al principio eran dulces e inofensivos, han
adquirido una severidad que, bajo una grande excitación, puede llegar a ser,
sin duda, vecina de la ferocidad. Verdaderamente, los cubanos, blancos y
negros, serían los seres más despreciables de la creación si ellos no fueran
rigurosos, utilizando la severidad de su Ley, después de las bárbaras injurias
que han sufrido. No es bueno que a las naciones, lo mismo que a los individuos,
se les permita cometer impunemente crímenes: el brazo que asesina debe ser
tronchado sin piedad. Hallándome entre esta gente civilizada y bondadosa, me
admiraba al considerar con cuanto desenfado mienten los hombres; con cuanta
crueldad ennegrecen el corazón de un pueblo, y como convierten en virtudes los
crímenes que contra ese pueblo cometen, abusando maliciosamente de la
difamación, porque los insurrectos no pueden hacerse oír de la humanidad. He
aquí una gente que me han pintado como salvajes feroces, sin respeto a Dios ni
a los hombres, no teniendo más ley que la fuerza, sumergidos en la brutalidad y
empleando sus días y noches en bárbaras orgías, pensando únicamente en
satisfacer bajas y bestiales pasiones; en una palabra, siendo su deber el
asesinato, enemigos de Dios y de la humanidad; y heme aquí frente a frente de
tan terrible gente y los encuentro apacibles, respetuosos, bondadosos,
civilizados y hospitalarios.
Tales
el resultado de las pasiones y de la maldad humanas. En el momento de nuestra
llegada, numerosos habitantes de las rancherías habían salido en diferentes
direcciones en busca de víveres y cuando el sol empezó a declinar, llegó al
lugarejo una turba de muchachos de ambos sexos, cargados con paquetes de caña,
batatas, naranjas y otras frutas que habían hallado en los ingenios
abandonados, que eran muchos en la vecindad de las rancherías y servían
principalmente de sostén a los habitantes.
La
línea de muchachos se movía grave y modestamente, igual a un enjambre de
hormigas. El mayor de ellos podría tener doce a trece años. Como eran muy
jóvenes para tomar las armas, se les acostumbraba desde pequeños a ser
ordenados e industriosos. Se dice, y mi propia observación confírmalo correcto del
juicio, que los varones que crecen en ese estado semisalvaje, son mucho más
industriosos y emprendedores que los grandes que han sido criados como esclavos
en los ingenios. Estos niños y mujeres eran incansables, y durante mi
permanencia trajeron al establecimiento provisiones suficientes para mantener
durante una semana a toda la colonia; a lo menos, así me pareció. Posterior
experiencia me probó que si estos pequeños mambises eran más fuertes para el
trabajo, también lo son para el combate, siendo infinitamente más valerosos que
los hombres de alguna edad. La flor del ejército insurrecto la componen hoy
esos que, cuando el grito de Yara invocó el auxilio del Dios de la libertad,
para hacer de Cuba una Nación independiente, eran todavía unos pequeñuelos. La
tarde iba declinando cuando desfilaron esos niños, y aunque ya había tomado, cuando
menos, una docena de tazas de café, batatas sancochadas, casabe y otras
golosinas mambises, se esperaba que aceptara algunas comidas más, porque todos
estaban deseosos de que el extranjero participara de algo de su particular
despensa.
Afortunadamente, el número de familias era
reducido, que si no me hubieran matado a bondades. Al fin tuvo su término la
comida, y para que no me abrumara el tiempo, dando lugar a que se apoderara de
mí el fastidio, dispusieron que en honor mío se celebrara un baile. Había que vencer,
sin embargo, una gran dificultad: no había instrumentos ni músicos, a mano:
pero cuando la gente se propone bailar, no permite que semejantes obstáculos se
lo estorben, así fue que se puso a requisición un tamboril de la clase más
bárbara, y comenzaron los niños el baile. Más tarde aparecieron las damas,
ataviadas del mejor modo posible, y la danza criolla no cesó hasta que salieron
las estrellas, avisando a los fiesteros que era hora de retirarse.
La
diversión era algo ruda y la escena, en conjunto, tenía su tinte grotesco,
porque las oscuras formas de los bailadores se movían en un estrecho espacio,
iluminadas por el reflejo de las antorchas, y al son de los monótonos golpes
del tamboril.
Un
incidente que ocurrió esa noche, se ha fijado en mi memoria, como una de los
más dulces e instructivos de mi vida. La fiesta estaba en su apogeo, cuando una
encantadora niña de color, como de cuatro años de edad, se paró delante de mí,
mirándome de lleno el rostro, con sus ojos grandes, hermosos, que se fijaban
sobre mí con una gentil expresión de súplica. La apostura de la niña, también
era atractiva: tenía las manos cruzadas sobre el pecho, y su faz dulce y
sonriente me recordaba las tiernas y celestiales Vírgenes del poético Murillo. Al
principio me figuré que la niña deseaba que la regalara algo, como lo hubiera
querido cualquier chico civilizado; pero temeroso de ofenderla involuntariamente;
y viendo que otros muchachos se presentaban en la misma forma a los demás concurrentes,
me volví hacia el teniente, que estaba a mi lado, preguntándole qué significaba
aquello.
—Oh!,
me respondió, están pidiendo la bendición. Todas las noches hacen eso antes de
acostarse. Miré de nuevo a la niña, y
todavía permanecía de pie, parecida a una Madona, con su dulce sonrisa,
esperando mi bendición.
Cuando
posé mi mano sobre su cabeza y le deseé que Dios protegiera siempre tanta
inocencia, creo que resbaló una lágrima por mi mejilla, pues aunque no soy
religioso, en ningún sentido de la palabra, la cándida belleza de esta
costumbre contrasta tanto con la agreste vida del mambí, y es tan distinta a
las escenas de matanzas y violencias que hacen la diaria historia de este
sufrido pueblo, que me impresionó profundamente, y sentí mi corazón
enternecido, dirigiéndome al Todopoderoso que rige nuestros destinos y sonríe
compasivamente ante nuestros dolores y nuestras luchas apasionadas.
La
tierra del mambí; fragmento, capítulo XII, Mayaguez, 1888.
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