lunes, 27 de mayo de 2013

La metáfora del circo Santos y Artigas





 Severo Sarduy


 Afortunadamente, lo que me pregunta E. S. O, de regreso de las islas, no es "¿por qué escribes?", ya que me hubiera sido imposible responderle, ni aun dándole mil vueltas al asunto, sino "¿cómo escribes?", a lo que, aunque con imágenes pulverizadas, como las que suscita un ciclista multicolor poliédrico, puedo más o menos responder.
 Escribo sobre la cresta de las palabras. Sobre el filo. El lenguaje hierve, se encrespa, como una ola de Hokusai, en cuyas gotas, en una galaxia blanca sobre el añil, se han detectado imágenes fractales. Sobre ese blanco, sobre esa espuma fractal siempre presta a deshacerse, a desaparecer, mar en el mar, hay que ir, va la frase, en equilibrio, rápida, muy rápida, lo cual implica una lentitud extrema en su ejecución: media página por día, si el día es bueno; seis años por libro.
 El que escribe, esa empecinada ficción, o ese espejismo de "yo" que Pessoa, pulverizándolo en heterónimos, fracturó mejor que nadie, va sobre la cresta como un funámbulo. Como un equilibrista, como ese francés delirante que tiró una cuerda y bailó entre las dos torres gigantes y gemelas de New York. Declaró luego que había llegado a un estado místico, cuando comprendió que la mirada hacia lo alto e implorante que le dirigían miles y miles de personas era la misma que se alza hacia un dios.
 O como eso, que mi padre se empeñaba en llamar la "metáfora" de un circo rural, que recorría la Cuba de los años cuarenta, y que visiblemente correspondía con algún enano saltarín, con una chaqueta de terciopelo rojo, constelada de monedas, que caminaba sobre la cuerda floja, la metáfora del circo Santos y Artigas, Santiartigas en el habla popular.
 Así, pues, entre dos abismos, avanza como puede el distraído autor. ¿Qué abismos?
 Por un lado, el vértigo del sonido, la iridiscencia de las vocales, la música pura, esa corriente alterna que asocia a las palabras unas con otras, que quiere arrastrarte en una resaca fluvial, de agua amazónica, siempre sonando como guitarritas llenas de cerveza, como flautas chinas, como cascabeles roncos.
 Por el otro, la coherencia, la geometría, la esfera lúcida del sentido, eso que hace que cada frase se precipite, como imantada, hacia su mejor definición, hacia su gravedad conceptual, sin que nada perturbe su dibujo, como un astro sigue su órbita, su elipse, que, de sobra lo supo el gran cordobés —y su doble insular, el gran cubano—, es a veces su elipsis.
 Así va pues, con los brazos extendidos, sobre el tamborileo de la orquestica crepuscular y de los viejos cantantes fañosos, temeroso tanto de los aplausos y los vivas como de los silbidos y las "trompetillas" pintarrajeadas del público, que lo distraen igualmente, el autor saltimbanqui, muy atento bajo la cuerda al chirrido socarrón de los monos, y arriba, allá en lo alto, al viento fuerte de la noche soplando contra la carpa, tensa y blanca.
 Así escribo, pues, sobre esa cresta. Es casi imposible mantenerse, concentrarse en la línea incandescente del hilo, no caer de bruces contra la tierra seca —el circo recorre las provincias, los mustios pueblecillos, como un Kathakali venido a menos, o desprovisto de sus dioses tutelares y benévolos—.
 Así, imitando el paso, las trampas, las truculencias de los que franquearon la pista, los antiguos clowns of words, oyéndolos de cerca.
 Ya suenan las corneticas desafinadas y metálicas, ya se acercan los tamborileros borrachos, ya se anuncia el miserable milagro de esta tarde. Un pie sobre la cuerda.
 Uno...
 Dos...
 Tres..


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