viernes, 8 de junio de 2012

Día de reyes en La Habana






  Aurelio Pérez Zamora

                                                                   
                       I

 ¿Queréis ver, caros lectores, un cuadro sumamente original, compuesto de las más extravagantes figuras y escuchar al mismo tiempo el concierto más infernal, los sonidos más desacordes en celebración de un día festivo, solemne, grande? ¿Queréis conocer, digámoslo así, el infierno en la tierra?... Pues cruzad conmigo el Océano, si es que habitáis, como yo, en el viejo hemisferio, y entremos juntos amigablemente el día de los Santos Reyes en la Habana, capital, como sabéis, de la isla de Cuba.
 Veloz como el pensamiento, nos trasportaremos a la rica Cuba, sin descansar esta vez a la sombra de sus palmeras y sin respirar el aire de sus campiñas; si queréis ver el día de Reyes en la Habana, si es que queréis pasar un día de verdadero infierno en esta vida... Así, pues, emprendamos nuestra marcha, que es bueno ver y saber de todo en el mundo.


                        II
                                                                           
  Mirad: ya hemos llegado.
  Innumerables grupos de comparsas de negros africanos recorren todas las calles de la ciudad capital: la turba es inmensa: su aspecto horroriza... El ruido que forman los tambores, los cuernos y los pitos, aturde por do quiera, los oídos del transeúnte; aquí se ve un biso rey lucumí en medio de su negra falange; allí un ganga; allá otro de nación carabalí, etc., etc., y todos ellos, soberanos de un día, cantan con monótono y desagradable sonido, en lenguaje africano, las memorias de sus pueblos; y centenares de voces, chillonas unas, roncas las otras, y todas salvajes, responden en coro al rey etíope, formando un diabólico concierto difícil de describir. ¿Veis más allá en los grupos que acabamos de mencionar, otros no menos alborotadores, cuyos individuos danzan como fantasmas de la noche o como sombras del averno, chillando, gesticulando, moviéndose acompasadamente al ruido de los tambores y de los pitos en torno de una negra a quien han proclamado soberana? Pues bien, todos son hijos de la abrasada Etiopía, que celebran con frenesí el 6 de enero en la capital de Cuba; todos conmemoran las tradiciones de su patria, y al conmemorarlas cada año, todo esclavo es allí libre... ¡pero por solo un día!
  Los reyes negros tienen por vestidura una piel de carnero con cola; el rostro lo llevan matizado de colores vivos que les dan un aspecto aterrador: algunos empuñan en sus mimos un gran báculo: otros se levantan sobre zancos como gigantes, paseando así las calles de la ciudad con sus cohortes, y unos y otros lanzan al aire espantosos gritos, semejantes a los ladridos de grandes mastines, o bien al rugido de los leones en los bosques.
 Y todos medio desnudos, reyes y súbditos, forman en diferentes grupos el cuadro más repugnante que se puede presentar a la vista del hombre civilizado. Y unos tocan los desacordes instrumentos de que ya hemos hecho mención arriba, para herir nuestros oídos, y otros danzan estrepitosamente como condenados, haciendo con sus cuerpos diferentes contorsiones que ofenden nuestras miradas. Así se puede decir con verdad que todo ello viene a ser un paréntesis en medio de la civilización de nuestro siglo; que todo es una negra mancha tendida en nuestros tiempos sobre una pequeña parte del mundo ilustrado...
Los negros de Cuba no tienen en todo el año otras horas de más alegría que las del día de los Santos Reyes; se derraman en todas direcciones, como una negra nube por la ciudad: desde por la mañana desaparece el sirviente esclavo como por encanto de la casa de su señor; el que ha logrado rescatar su libertad, toma también parte en el entusiasmo, en el frenesí general; y todos, en fin, roban al duro yugo de su suerte, aquellos momentos de locura. Porque el hombre en todos los países, en todas las condiciones de la vida, en todos los estados, en todas las edades, necesita de cierto lenitivo para fortalecer el espíritu, a fin de sobrellevar las amarguras de la existencia; y vano es pretender ahogar para siempre los placeres y los goces que el alma pide, porque eso sería querer encerrar en vida en un ataúd al pobre corazón humano!



El día de Reyes en la Habana es necesario tener continuamente, abierto el bolsillo, caros lectores. ¿Y sabéis para qué? —Para regalar... —Si vais a un café, si os sentáis a descansar en el canapé de algún paseo público, si entráis en alguna casa amiga o bien de persona que no conocéis, por todas partes os veréis acosado por negros y negritos de ambos sexos que os salen al encuentro, pidiendo con importuna insistencia el popular aguinaldo. —«¡El aguinaldo! ¡el aguinaldo!»  He ahí la voz que sonará incesantemente en vuestros oídos; he ahí la sacrosanta palabra que se ha de oír perennemente, tanto en el retiro de los gabinetes, como en las plazas y en las calles: el aguinaldo viene a ser entonces el pan del día, la gota repetida que forma el cirio... la sanguijuela que nos chupa, si la dejamos, hasta la última gota de nuestra sangre.
Y no es solo la gente de color quien pide en el día de Reyes en la Habana el aguinaldo: el sereno, el cartero, el ayuda de cámara, el repartidor del periódico, todos invocan la magnética palabra que a nuestro pesar va sacando poco a poco la plata de nuestro bolsillo; todos se empeñan a porfía en abrir una brecha a nuestro pobre erario...
Y la algazara de una muchedumbre llena de expansión, de libertad, de vida, va llenando los espacios como una nube... y la alegría y la locura se desbordan como torrentes, alentadas con el vino, con el aguardiente y los licores; y mientras los esclavos en la ciudad están gozando al aire libre de sus placeres, los grandes señores huyen a los campos como golondrinas para pasar encerrados en sus fincas con sus familias, o bien en compañía de sus amigos, un día de tranquilidad, de quietud, de completa calma.
 Pero antes de proseguir la descripción que nos hemos propuesto hacer, conviene dar al lector una sucinta idea en el primer párrafo del siguiente capítulo, acerca de los cabildos formados por los negros de nación en la Habana. 


                         III

 Los negros tienen en la Habana sus cabildos o congregaciones, y todos los individuos que pertenecen a una misma tribu, proclaman entre los negros de su misma nación una superior a quien dan el nombre de maestra. La maestra representa entre ellos un papel importante, y todos los miembros de cada una de las respectivas congregaciones le dan mensualmente para fondo de aquella especie de sociedad, un medio sencillo, moneda que equivale a un real de vellón, si mal no recordamos.
 Las maestras son las reinas que salen en triunfo el 6 de enero rodeadas de un séquito compuesto de gente de sus respectivas tribus. El aspecto salvaje de todos aquellos rostros, las pieles que usan muchos por vestimenta, la desnudez completa de otros, el variado color de las sombrillas y de los vestidos de las negras ya medio civilizadas, he ahí los tonos que resaltan más en el cuadro, y que llama por un momento la atención del viajero y de todo aquel que pasa por primera vez un día de Reyes en la Habana.
 Entre los negros es el baile un verdadero delirio; así los hombres y las mujeres de esa raza desgraciada no cesan de danzar en el citado día, a usanza de su tierra natal. Ahora bien: como el baile, desde los primeros tiempos ha sido siempre el lenguaje mímico del desdén y del amor, los saltos, las contorsiones, los movimientos, de cada uno de los danzantes, no dejan de revelar vivamente el fuego de la pasión, pero de la pasión exenta de ese dulce sentimiento del alma, de esa poesía delicada que vela el sentimiento y es más elocuente por ello a los sentidos.
 Los esclavos y muchos de los libertos tienen, pues, un día feliz en el año, para sobrellevar sus penalidades. En esos momentos son ellos los diablos sueltos; los condenados libres... pero pasan esas horas al fin, sin quedar más que un lisonjero recuerdo en la mente del negro esclavo, que desea con ansia trascurra veloz el tiempo para disfrutar nuevamente de otro día de Reyes y poder decir: «gozo... vivo»
 Ahora, para dar fin a nuestra relación, debemos manifestar: que las comparsas o cabildos de que hemos hablado, no dejan nunca, al recorrer las calles de la ciudad, de ir a rendir humilde homenaje ante el palacio del capitán general de Cuba, a la primera autoridad que representa en aquella apartada región, al gobierno de la reina de las Españas.


  El museo universal…, Madrid, 1866, vol. 10, pp. 7-11.


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