Daniel Cossío Villegas
LA ZONA PELIGROSA
Hace tres días
asaltaron el tren. Los rebeldes se limitaron a hacer oír a los pasajeros un
pequeño discurso en que se justificaba el descontento. El discurso terminaba
así: no somos ladrones; queremos la paz y la tranquilidad de los hogares angustiados.
Cada pasajero relata
el acontecimiento, lo comenta, y todos terminan como en el discurso: no somos
ladrones; queremos la paz.
Hemos llegado a la
zona peligrosa. Las conversaciones languidecen. No hay risas ni se habla de
toros. Cada uno ha bajado el cristal de las ventanillas y está dispuesto a
refugiarse, quién sabe cómo.
La locomotora va
despacio, resoplando. Su gran fanal parece un ojo absurdo. Los soldados
preparan sus fusiles. Yo tomo mi maleta y la pongo detrás del cristal de la ventanilla.
Pienso en todo lo que perforará la bala: mis pañuelos, mis camisas, mis libros
y, por último, mi elegante papel timbrado.
Pasamos la zona
peligrosa. La charla se renueva. Se vuelve a hablar de toros y un viajero
repite: no somos ladrones; queremos la paz de los hogares angustiados.
¿Lleva usted alguna
hora, señor?
Sospecho que la
persona que me interroga, un agradable caballero español, desea saber la hora que marca mi
reloj. Hablamos de Cuba, del azúcar, de los norteamericanos. Me pregunta sobre
Morelia.
— Es una ciudad
importante. Es de las más antiguas.
— ¡No! ¡No! Pero ¿es
importante?
Para mi primera
amistad lo antiguo y lo importante se excluyen. El español agradable tiene un
criterio revolucionario.
TIGRES Y CAMALEONES
En el tren de Morelia
a Uruápam hay pocos pasajeros. Escojo el último asiento, y observo: no me
interesan.
Juan Ramón Jiménez me
cuenta sus aventuras. Le ha sacado a Platero una espina; le ha quitado una
sanguijuela y, después, una muela.
Los pasajeros hablan
de toros. Me aburro.
—Mira, hijo, por ahí
salen los tigres.
—Sí ya sé, y también
los camaleones.
Miro por la
ventanilla. Tierra roja, sin cultivar, y a lo lejos unos parches verdes de
trigo.
Miniaturas mexicanas, Cultura, México, 1922.
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