lunes, 12 de abril de 2021

Picabia cubano

 


 Alejo Carpentier 

 Un amigo me dijo: “Ya que vas a La Habana, me agradaría que me trajeras un ave de esas que llaman loros; vivo muy solo, y de ese modo tendré compañía…” Confieso que, después de mucho hojear la colección de Literature, y otras revistas publicadas por Francis Picabia en los alrededores de los años veinte, sólo esta remota alusión a nuestra Isla he podido hallar en los textos firmados por quien parece haber olvidado el color del cielo tropical. Sabemos todos, sin embargo, que Picabia es cubano. Y aunque no lo fuera por nacimiento o ascendencia, no nos costaría trabajo situarlo en el árbol genealógico que hunde sus raíces en el suelo de América Latina, al observar la riqueza de su lirismo, la cáustica actitud de su espíritu, la abundancia de gestos arbitrativos que ha sabido prodigar a lo largo de su atormentada existencia. Independencia, violencia, fortuna verbal, choteo: cuatro atributos que le son inseparables y que bastan, por sí solos, para atarlo a nuestro continente con sólidos lazos.

 El papel desempeñado por Francis Picabia en el panorama de las inquietudes contemporáneas comienza a definirse al final de la guerra europea. Todavía estaban cercanos los días en que Hugo Ball, Tristán Tzara y Hans Arp, reunidos en Zurich, dieron vida a ese movimiento romántico que fue el dadaísmo… Pero al hablar del dadaísmo debe tenerse en cuenta que todo término destinado calificarlo pierde su significado concreto. Un movimiento tiende siempre a comprobar o imponer algo. Se define. Y dadá nunca intentó definir cosa alguna. Fue una fiebre, un estado de espíritu reflejo de años turbios en que todos los valores convencionales se desmoronaban al estampido de los cañones. Congregados en una ciudad neutral, en el eje geográfico de un mapa arado por ráfagas de acero, hombres de todas las nacionalidades -aun de las contendientes- fraternizaban en cansancio, en desengaño, en asco, sin admitir que banderas ni galones lograran crear divergencias profundas entre ellos. ¿A dónde había conducido tanta inteligencia despilfarrada, tantas especulaciones metafísicas, tantos ideales de belleza? ¿Al ridículo manifiesto de los viejos intelectuales germanos –con Haeckel a la cabeza- proclamando la superioridad de una Kultur que debía ser impuesta por la guerra santa? ¿A la degollación de los inocentes por el fuego y la metralla? ¿A la barbarie consciente de los pensadores que exaltaban las virtudes bélicas del individuo?

 Las ediciones de diarios anunciando las últimas victorias o derrotas ocurridas en los frentes, no entusiasmaban a la colonia cosmopolita de Zúrich. Soplaban vientos análogos a los que desencadenarían, más tarde, la revolución espartaquista, y presentían ya el paso del tren gris, camino de Rusia. Toda victoria se consideraba como una derrota: la del hombre. Y con la derrota del hombre se asistía a la quiebra absoluta de cierta inteligencia pura, cuyos fueros habían sido salvaguardados hasta entonces.

  Pero había que hacer sensible esa quiebra; era necesario poner en ridículo, en postura fea, un espíritu que muchos se empeñaban todavía en respetar. Destruir. Poner el casco con orejas de asno al conferencista pomposo, clavar banderillas de fuego en el cogote del esteta. Mostrar la vanidad de la Torre de Marfil. Acabar con las melenas consagradas, y los poetas con falsa caspa en el lomo. Decir al hombre: “Mírate en el espejo. Te tomas en serio, te crees hermoso, pero eres feo e idiota. Te has creído capaz de forjar ideales sobrehumanos, pero en el momento de la acción, has cometido actos de cafre, en nombre de tus principios mismos. ¡Avergüénzate de tu estupidez!”

 Los individuos que entonces hicieron nacer el dadaísmo comenzaron por destruirse a sí mismos. El Dadaísmo surge a punto para ofrecer soluciones por el absurdo a todos estos problemas. ¡Destruir lo viejo! ¡Después habrá tiempo de de inventar un orden Nuevo!... Los espíritus inconformes de entonces, los Ribemont Dessaignes, André Breton, Louis Aragón, Robert Desnos, Max Ernst y otros ofrendan sus energías a la gesta demoledora. Y se inicia la era de los grandes espectáculos. El proceso de Barrès, en que se juzga solemnemente a un maniquí del entonces venerado escritor. Invitaciones repartidas al público beato para asistir a una “gran conferencia religiosa”, en que, a guisa de prédica, un personaje de pantalón corto se instala en una tribuna para matar globos a alfilerazos. Exposiciones de cosas nunca antes vistas: trozos de latas colgando de un alambre horizontal, para representar El novio y la novia; la Venus de Milos con brazos y la Gioconda con bigotes; cuadros justificados por títulos como éste: El sombrero hace al hombre, pero el estilo se debe al sastre. Veladas culturales que se terminaban a puñetazos y con intervención de la policía. Situación cada vez más imposible para los buenos borregos, ávidos de “enterarse”…

 En aquellos años heroicos fue cuando el nombre de Francis Picabia se hizo famoso. Más virulento, más dinámico, más rico que los demás en reservas de choteo (¡por algo había de ser criollo!), ocupó muy pronto un puesto de capital importancia en el desarrollo del espíritu dadá. Olvidando voluntariamente una sólida técnica que le había permitido alternar con los artistas serios, Picabia comenzó a pintar con Ripolín, completando cuadros con lo que le caía bajo la mano; cordeles fijos en los bordes del marco, peines, ropas, ajugas, sellos de correo, etiquetas de específicos conocidos. Retratos burlescos, máquinas imaginarias, le lierre unique eunuque, secciones de células vegetales, y todo lo que se quisiera. Pero esta exuberancia imaginativa no se ejercía solamente en los dominios de la pintura o de la antipintura. Sus revistas aparecían con profusión en los países a que lo llevaban caprichosas andanzas; sus libros timaban al comprador bien intencionado; sus retratos nos lo mostraban con el semblante constelado de estrellas trazadas con tinta verde; sus entrevistas imaginarias con personajes conocidos eran temidas. En poco tiempo su potencialidad de escándalo vino a situarlo en un plano realmente épico. ¡Picabia se divertía! Sus camaradas de entonces, Marcel Duchamp, Cravan, Man Ray, Varèse y Erik Satie, observaban sus gestos con una suerte de espanto admirativo.

 Pero el dadaísmo comenzaba a variar sensiblemente de aspecto. No eran tontos ni ignorantes aquellos hombres que, reaccionando contra lo que se concebía entonces por inteligencia, se calificaban a sí mismos de idiotas y fracasados. (Picabia, le raté, dice el pie de uno de sus retratos publicados por él mismo). Una ideología iba naciendo poco a poco de las ruinas acumuladas por el espíritu dadá. Los experimentos encaminados a matar la poesía convencional, habían permitido llegar a los manantiales subconscientes de la verdadera poesía. Se comenzaba a sacar auténticos poemas del sombrero de Tristán Tzara. Se descubría de pronto que dos palabras sin relación aparente, lograban adquirir una vida nueva al asociarse. Con los objetos disparatados acumulados en un lienzo, se verificaba idéntico fenómeno… Y quienes, en otro terreno, habían esgrimido la piqueta demoledora contra los militares, las patrioterías, la majestad de los viejos convencionalismos burgueses, empezaban a darse cuenta de que esta actitud de rebelión, de inconformidad, merecía alimentarse seriamente, para llegar a una acción concreta en el terreno social. Es curioso observar hoy hasta qué punto pudo ser fecundo el espíritu dadá, que sólo quiso, en sus principios, ser una rabiosa escuela de negación… Todos los hombres que, en años siguientes, en Francia, en Alemania, se entregarían, por medio del arte o paralelamente al cultivo de un arte, a una actividad realmente revolucionaria, hicieron su aprendizaje, su entrenamiento, en las filas dadá. 

 Francis Picabia fue de los primeros en gritas: “¡Ha muerto dadá!” cuando se hizo necesario asesina lo que pretendía nada menos que formar escuela. Y su revista Litterature –título tomado en sentido peyorativo-, comenzó a agrupar a todos los individuos que, en Francia, habían tomado la crisis dadá como algo más que un medio fácil para escandalizar al papanatas. Todo el superrealismo estaba encerrado ya, en potencia, en Litterature. Sus hombres. Su ideología. Su impulso lírico y su acritud en el denuesto. Por aquel tiempo, Picabia realizó con René Clair el primero de los films superrealistas conocidos: Entreacto. Esa película, inigualada en su género, nos presentaba un desfile de imágenes maravillosamente absurdas. Mientras Fernando Léger y otros querían invadir los dominios del cine con un esteticismo de nueva cosecha, Picabia sólo aspiraba a hacernos disfrutar de “la alegría de contemplar una sucesión de escenas que ninguna lógica justificaba”. Y la pantalla nos mostraba un cazador acechando liebres en la terraza de un gran hotel parisiense, o un carro de pompas fúnebres tirado por un camello, detrás del cual avanzaban los invitados devorando coronas de pan. Para acompañar esta película, el viejo Erik Satie escribió una de sus últimas partituras –primer ejemplo que tengamos de lo que debiera ser una música esencialmente cinematográfica. 

 ¿Hasta cuándo este demonio de hombre sería capaz de sorprendernos con gestos debidos a su vitalidad incomparable?... Picabia no nos hizo esperar mucho tiempo. Un buen día, al abrir un diario, nos tropezamos con un artículo firmado por uno de los críticos más conservadores de París –artículo motivado por una reciente exposición de obras del pintor. Nos disponíamos a leer una linda numeración de insultos. ¡Picabia, le raté, Picabia el timador intelectual!... Pero tuvimos la estupefacción de ver que, bajo la pluma de un austero miembro del Instituto, los elogios más caros, más entusiastas, habían florecido con espontaneidad. Los lienzos de nuestro compatriota eran calificados de “dignos de un artista del Renacimiento”. Luego, dos columnas de la jerga habitual de los estetas, destinadas a hablarnos de “calidades”, “construcción”, y del “encanto de aquellos arabescos, de aquellas formas grácilmente entremezcladas.  Corrimos a ver la exposición. Y tuvimos la sorpresa de ver que había nacido un Picabia absolutamente nuevo. Nada de pintura al Ripolín, nada de fantasías dictadas por el espíritu de choteo que palpita en él… Composiciones inspiradas por la poesía misma, en que vivía un mundo de fábula, de mitología. Todo aquello estaba maravillosamente dibujado. Gran pintura que no hacía concesiones, sin embargo, a la gran pintura. Obras de poeta dueño de una técnica prodigiosa, y que, sin alarde, se complace en extraer de esa técnica lo estrictamente necesario para plasmar sus visiones. Un rostro, un perfil, unas manos, una silueta de ave, unas hojas: superposiciones de motivos que hacían vegetales las fisonomías y aéreos los cuerpos. Universo en que vuela el buitre de Leonardo, hablan las sandalias de Empédocles, y los árboles ocultan caras dolorosas entre sus ramas contraídas. Pintura mágica, sin modernidad superficial, que parece nacida al conjuro de ritos antiquísimos. Pintura que no se explica con literatura, ni siquiera por medio de palabras.

 Mientras otros se esterilizan en búsquedas vanas, Francis Picabia renace. Renacerá muchas veces más. Pero reconozcamos que en este último avatar, ha vuelto de sus posesiones interiores con las manos llenas de espléndidos presentes.

  

 Social, vol. 18, no 2, febrero de 1933. Tomado de Obras completas, IX, Crónicas-2, Arte, literatura y política, S. XXI editores, 1986, pp. 383-88.

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