jueves, 7 de julio de 2016

Los domingos en los ingenios

  



  Anselmo Súarez y Romero

 Si en los ingenios son tristes los días de trabajo, especialmente a la hora de la siesta, aún más tristes son los domingos, porque en aquellos hay siquiera el recurso, ya que no pueda uno salir a causa del sol a pasearse por el campo, de irse al trapiche y a la casa de calderas, y distraerse allí aunque no sea más que con las canciones de los negros. Pero la molienda para regularmente los sábados a media noche, y, si bien siguen andando hasta el domingo los tachos y las pailas, es sólo hasta la hora en que se acaba de echar en las hormas del tingladillo toda la azúcar. Así es que a excepción de dos o tres negros que se quedan limpiando los trenes, de los macuencos y enfermizos que pican, apalean y revuelven el azúcar en los secaderos, y de algún otro que cruza por el batey con su jícara de funche en la mano, el cual viene de la cocina de la gente y va a comérselo a su bohío, no ve uno otra alma viviente esos días.

 Pero así como todo respira tristeza en las fábricas, ponte el sombrero de paja, y endereza tus pasos a los arrabales del ingenio, quiero decir, a las enyerbadas calles de los bohíos, y escucha. No oirás más que risas y cantos alegres que te ensancharán el corazón, no oirás más que el ruido de los pilones donde los negros preparan ciertas comidas, el chisporroteo de la leña que arde en medio de la sala de cada bohío con viva llama, el cacareo de las gallinas y el piar de los pollos que vienen de las maniguas a comer los pocos granos de maíz que les riegan sus amos en el limpio de enfrente de la puerta. Pero guárdate por Dios entonces de ponerles a tus negros un semblante adusto, de demostrarles en nada la autoridad de señor, porque en tal caso la linda escena perderá todo su mérito, porque en tal caso, apenas te columbren, se callarán y se estarán quedos. No, amigo mío, llega con la cara risueña más bien brindando confianza que inspirando recelo, anímalos con algún donaire, entra en los bohíos, acércate a los criollitos, cárgalos, suspéndelos por las sienes en el aire o hazles otra maldad cualquiera, y verás qué diferencia! Delante de ti seguirán sus pláticas, delante de ti entonarán canciones, delante de ti bailarán llenos de animación y de júbilo, y tendrán sus retozos y sus juegos.

 Mas ese tiempo de huelga y de alegría pronto pasa, porque el trabajo de toda la semana, el sueño de tanto velar en la molienda, y la sombra de los bohíos después de haber estado abrasándose a los rayos de fuego de nuestro sol, van poco a poco amodorrando a los negros, que acaban los más por que darse dormidos como una piedra sobre las tarimas o sobre la yerba bajo las ramas de algún árbol, hasta que la campanada de botar la gente al campo, los gritos del contramayoral y el estallido del cuero los hacen levantarse apresuradamente a coger el machete y el garabato. Las hembras son las que casi todas se quedan despiertas y en movimiento, ya dando de mamar a los hijos, ya lavándolos y sacándoles las niguas, ya cosiendo y remendando sus cañamazos y los de sus novios o maridos, ya orillas del rio o de la laguna jabonando la ropa sucia. Porque ¡ay, amigo, el destino de la mujer ha sido siempre más, trabajoso que el del hombre! No digo entre los negros; entre los libres blancos sucede, que mientras el marido descansa a media noche, la infeliz mujer vela con las mitades de su corazón en los brazos, y le amanece sin haber cerrado los ojos ni un instante. Nosotros la gente culta las llamamos nuestras señoras, bello título que se merecen; pero la naturaleza misma parece que las ha hecho de más triste condición que la nuestra. ¡Oh sí, nosotros deberíamos besar como cosa sagrada la tierra donde imprimen sus plantas! Mas ¿a qué esta digresión, me dirás?



 Te hablaba de las negras, de las negras, que mientras sus novios y maridos y sus padres y hermanos y parientes duermen en la tarima o a la sombra de los árboles, siguen las pobres sus quehaceres, desde la muchacha que empieza a suspirar con el machete o el azadón en la mano hasta la tierna madre que oyó en torno suyo el llanto de los criollitos. Esas negras puedo decirse que no descansan ni los domingos ni los días de tiesta, esas negras parece que son hechas de hierro, porque no dormir más que cinco horas durante la molienda, levantarse cuando aún no piensan en lucir los primeros resplandores de la mañana, y estarse metidas, sin más tregua que el rato del mediodía en que vienen a comer a las casas, entre los cañaverales tumbando caña al sol, al sol derretidor de los trópicos, y en medio de esto, si cae un aguacero, aguantando agua, y en invierno, el frio, que en el campo y a los africanos penetra hasta los huesos, y luego el domingo y los días de fiesta dar de mamar al hijo, lavar y coser la ropa, guisar la comida ¡yo no sé, yo no sé cómo tienen resistencia para tanto! Y con todo, amigo, ¿lo creerás? andan siempre alegres, el rostro placentero, no tienen aquella gravedad que tienen de ordinario los negros, y rara vez se las ve desesperadas quitarse la vida ahorcándose. Por esto dicen los mayorales que las negras son de más resistencia y de más constancia en el trabajo que los hombres, y lo atribuyen a ser de mejor temple su naturaleza física; pero los mayorales, como es natural, no pueden penetrar el fondo de las cosas. Por lo que a mí hace, cuando veo que a las negras no les falta nunca el tiempo para sus hijos, sus esposos y sus padres, por muy largas y recias que hayan sido sus faenas; cuando las veo peinándose trenzas y moños los días de descanso en lugar de acostarse como los negros a dormir, engalanarse con túnicos de zaraza, con pañuelos de vayajá, con collares de cuentas de vidrio de vivos colores, y estar siempre prontas a reír y a cantar y a bailar, busco la causa en otra fuente muy diversa. Entonces me voy al corazón y digo: el hombre nace más fuerte que la mujer, pero la mujer nace más sensible; la llama de la sensibilidad no se apaga nunca en su alma, es un manantial caudaloso que nunca deja de correr, es el sol que siempre alumbra la bóveda del cielo; la mujer ha de amar con más vehemencia que el hombre, ha de querer más a sus hijos, a sus padres y a sus amigos; y por tanto, sea cual fuere la condición de su vida, ha de anhelar por granjearse, mediante las buenas obras y procurando parecer hermosa, el amor de los unos y la estimación de los otros.
 Pero a la sazón que te escribo estos renglones oigo la algazara de muchas negras que salen de los bohíos y se acercan a la casa. Es seguramente algún bautismo, y vendrán, antes de ir al pueblo, a que los amos las vean. Con que salgo corriendo al colgadizo y adiós hasta otra, en que te contaré.
                                                                                                                                                                    (1840)

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