Anselmo Súarez y Romero
Si en los ingenios son tristes los días de trabajo,
especialmente a la hora de la siesta, aún más tristes son los domingos, porque
en aquellos hay siquiera el recurso, ya que no pueda uno salir a causa del sol
a pasearse por el campo, de irse al trapiche y a la casa de calderas, y distraerse
allí aunque no sea más que con las canciones de los negros. Pero la molienda
para regularmente los sábados a media noche, y, si bien siguen andando hasta el
domingo los tachos y las pailas, es sólo hasta la hora en que se acaba de echar
en las hormas del tingladillo toda la azúcar. Así es que a excepción de dos o
tres negros que se quedan limpiando los trenes, de los macuencos y enfermizos
que pican, apalean y revuelven el azúcar en los secaderos, y de algún otro que
cruza por el batey con su jícara de funche en la mano, el cual viene de la
cocina de la gente y va a comérselo a su bohío, no ve uno otra alma viviente
esos días.
Pero así como todo respira tristeza en las fábricas, ponte el
sombrero de paja, y endereza tus pasos a los arrabales del ingenio, quiero
decir, a las enyerbadas calles de los bohíos, y escucha. No oirás más que risas
y cantos alegres que te ensancharán el corazón, no oirás más que el ruido de
los pilones donde los negros preparan ciertas comidas, el chisporroteo de la
leña que arde en medio de la sala de cada bohío con viva llama, el cacareo de
las gallinas y el piar de los pollos que vienen de las maniguas a comer los
pocos granos de maíz que les riegan sus amos en el limpio de enfrente de la
puerta. Pero guárdate por Dios entonces de ponerles a tus negros un semblante
adusto, de demostrarles en nada la autoridad de señor, porque en tal caso la
linda escena perderá todo su mérito, porque en tal caso, apenas te columbren,
se callarán y se estarán quedos. No, amigo mío, llega con la cara risueña más
bien brindando confianza que inspirando recelo, anímalos con algún donaire, entra
en los bohíos, acércate a los criollitos, cárgalos, suspéndelos por las sienes
en el aire o hazles otra maldad cualquiera, y verás qué diferencia! Delante de
ti seguirán sus pláticas, delante de ti entonarán canciones, delante de ti
bailarán llenos de animación y de júbilo, y tendrán sus retozos y sus juegos.
Mas ese tiempo de huelga y de alegría pronto pasa, porque el
trabajo de toda la semana, el sueño de tanto velar en la molienda, y la sombra
de los bohíos después de haber estado abrasándose a los rayos de fuego de
nuestro sol, van poco a poco amodorrando a los negros, que acaban los más por
que darse dormidos como una piedra sobre las tarimas o sobre la yerba bajo las
ramas de algún árbol, hasta que la campanada de botar la gente al campo, los
gritos del contramayoral y el estallido del cuero los hacen levantarse
apresuradamente a coger el machete y el garabato. Las hembras son las que casi
todas se quedan despiertas y en movimiento, ya dando de mamar a los hijos, ya
lavándolos y sacándoles las niguas, ya cosiendo y remendando sus cañamazos y
los de sus novios o maridos, ya orillas del rio o de la laguna jabonando la
ropa sucia. Porque ¡ay, amigo, el destino de la mujer ha sido siempre más,
trabajoso que el del hombre! No digo entre los negros; entre los libres blancos
sucede, que mientras el marido descansa a media noche, la infeliz mujer vela
con las mitades de su corazón en los brazos, y le amanece sin haber cerrado los
ojos ni un instante. Nosotros la gente culta las llamamos nuestras señoras,
bello título que se merecen; pero la naturaleza misma parece que las ha hecho
de más triste condición que la nuestra. ¡Oh sí, nosotros deberíamos besar como
cosa sagrada la tierra donde imprimen sus plantas! Mas ¿a qué esta digresión,
me dirás?
Te hablaba de las
negras, de las negras, que mientras sus novios y maridos y sus padres y
hermanos y parientes duermen en la tarima o a la sombra de los árboles, siguen
las pobres sus quehaceres, desde la muchacha que empieza a suspirar con el
machete o el azadón en la mano hasta la tierna madre que oyó en torno suyo el
llanto de los criollitos. Esas negras puedo decirse que no descansan ni los
domingos ni los días de tiesta, esas negras parece que son hechas de hierro,
porque no dormir más que cinco horas durante la molienda, levantarse cuando aún
no piensan en lucir los primeros resplandores de la mañana, y estarse metidas,
sin más tregua que el rato del mediodía en que vienen a comer a las casas,
entre los cañaverales tumbando caña al sol, al sol derretidor de los trópicos,
y en medio de esto, si cae un aguacero, aguantando agua, y en invierno, el
frio, que en el campo y a los africanos penetra hasta los huesos, y luego el
domingo y los días de fiesta dar de mamar al hijo, lavar y coser la ropa,
guisar la comida ¡yo no sé, yo no sé cómo tienen resistencia para tanto! Y con
todo, amigo, ¿lo creerás? andan siempre alegres, el rostro placentero, no
tienen aquella gravedad que tienen de ordinario los negros, y rara vez se las
ve desesperadas quitarse la vida ahorcándose. Por esto dicen los mayorales que
las negras son de más resistencia y de más constancia en el trabajo que los
hombres, y lo atribuyen a ser de mejor temple su naturaleza física; pero los
mayorales, como es natural, no pueden penetrar el fondo de las cosas. Por lo
que a mí hace, cuando veo que a las negras no les falta nunca el tiempo para
sus hijos, sus esposos y sus padres, por muy largas y recias que hayan sido sus
faenas; cuando las veo peinándose trenzas y moños los días de descanso en lugar
de acostarse como los negros a dormir, engalanarse con túnicos de zaraza, con
pañuelos de vayajá, con collares de cuentas de vidrio de vivos colores, y estar
siempre prontas a reír y a cantar y a bailar, busco la causa en otra fuente muy
diversa. Entonces me voy al corazón y digo: el hombre nace más fuerte que la
mujer, pero la mujer nace más sensible; la llama de la sensibilidad no se apaga
nunca en su alma, es un manantial caudaloso que nunca deja de correr, es el sol
que siempre alumbra la bóveda del cielo; la mujer ha de amar con más vehemencia
que el hombre, ha de querer más a sus hijos, a sus padres y a sus amigos; y por
tanto, sea cual fuere la condición de su vida, ha de anhelar por granjearse,
mediante las buenas obras y procurando parecer hermosa, el amor de los unos y
la estimación de los otros.
Pero a la sazón que te
escribo estos renglones oigo la algazara de muchas negras que salen de los bohíos
y se acercan a la casa. Es seguramente algún bautismo, y vendrán, antes de ir
al pueblo, a que los amos las vean. Con que salgo corriendo al colgadizo y adiós
hasta otra, en que te contaré.
(1840)
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