De que la historia da color a los delirios e incluso los modela,
da cuenta el caso de Juana la Loca, uno de los más célebres del archivo Mazorra. Era de Santiago
de Cuba, donde nació en 1892, madre de diez hijos, cinco de ellos ya muertos cuando fue internada a sus treinta y siete años. La suya era una locura patriótica
que comenzó a aquejarla de muy joven, en Guantánamo, donde se buscaba la vida
vendiendo tamales. Juana Rodríguez Heredia, su verdadero nombre, por un tiempo Juana la
Tamalera y, finalmente, Juana la Loca.
En algún momento le
dio por hablar con las estatuas de Martí, bien para celebrarlo o para
incriminarlo, al tiempo que se proponía continuar la obra de los Maceo. Al menos,
así la presentó el doctor Antonio Esperón ante una junta médica celebrada en 1931. Estas serían sus señas: “Mestiza, de constitución pícnica y contacto
expansivo, tiende a la logorrea. Viste de blanco impoluto: chaleco, camisón, faldas, medias, una
faja azul a la cintura y una capucha en la cabeza, todo estampado de estrellas
blancas. Lleva consigo banderitas cubanas que agita con frenesí, sobre todo
cuando se dispone a dar sus discursos.”
Según Esperón, había
llegado a La Habana en 1926 cuando, alentada por sus ardores patrióticos, se
agregó en Oriente a un tren excursionista con motivo de la proclamación del Sr.
Presidente de la República, General Gerardo Machado. Confundida entre la multitud
y entreverada, según Esperón, entre tantos ardientes patriotas, se inmiscuyó en
todos los festejos para hacer resaltar su indumentaria, llena de enseñas patrias y de colgajos alegóricos. Con ella había traído a su hijo menor, lo
que, en cierto modo, enmascaraba también su locura.
Concluidos los homenajes
y festejos, no regresó a Oriente recalando en una posada de la calle Aponte. Solía
dejar a su hijo con el encargado de la pensión, personándose cada tarde ante la
estatua del Apóstol en el Parque Central, para su consabida arenga, en la cual se
excedía lo mismo en elogios que en vituperios, pasando de unos a otros sin
solución de continuidad. Por demás, cantaba, bailaba, y ponía una lata para que
le echaran monedas.
El veterano doctor
Esperón, mambí él mismo, ahora con tres décadas de ejercicio de loquero, destacó
ante la junta médica el afán de simbolismo de Juana la Loca, calificando su trastorno
de “delirio de grandeza tipo patriótico”. Para el médico, tales delusiones
absorbían por entero su pensamiento y su afectividad, si bien con momentos en
que el delirio “se eclipsaba" pudiendo reparar en su hijo al que llamaba
Ángel Custodio.
De acuerdo con Esperón,
lo que la movía cada tarde ante la estatua de Martí eran las alucinaciones auditivas,
toda vez que lo que sostenía con él era un diálogo en el que el Apóstol la
convidaba, como ella quería, a continuar la obra de los Maceo y de Máximo Gómez.
Cuando la arenga se extendía demasiado, el Apóstol la invitaba a orar por sus
hijos y le recordaba que también él tenía que descansar por muy de mármol que
pareciera.
En poco tiempo toda La
Habana la conocía. Como sus arrebatos iban a más, en 1929 la policía la condujo
a la Casa de Socorros y de ahí fue trasladada a la Sala de Observación de
Enajenados del Hospital Calixto García.
Siempre según Esperón, su orientación y memoria estaban intactas, recordaba fechas y lugares
y los variados incidentes de su vida, pero su pensamiento y afectividad habían
sido invadidos. Así que padecía, dijo y se quedó tan ancho, de un “delirio de
grandeza alucinatorio crónico progresivo” que, como no había dado muestras de
agudización en los dos años que llevaba en Mazorra, descartaba que se tratase de
una Parálisis General, es decir, de una manifestación de la sífilis cerebral. Si así
fuera, expresó, “no presentaría un aspecto tan lúcido y casi podríamos decir
que un estado físico saludable, como el que posee esta enferma, cuyos delirios
simbólicos la motivan a trazar escritos y dibujos originales”.
Lástima que estos
últimos no se hayan conservado, que Esperón no se animara a reproducirlos. Por suerte,
nos queda su fotografía en la que aparece toda embanderada, como si, ciertamente, su delirio y de la patria se hubieran fundido en un mismo plano o nivel.
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